miércoles, 14 de abril de 2021

Jacobinismo excluyente. El Mundo Madrid

 

En el argumentario de Pedro Sánchez, que desde luego no es un teórico doctrinal, sería ridículo compararlo con Manuel Azaña ni siquiera con Felipe González, una frase se repite insistentemente en todos sus mítines y declaraciones: los enemigos del gobierno forman parte “de la derecha aliada con la ultraderecha”. Ahí engloba desde Ciudadanos hasta Vox, incluyendo, por supuesto, a los meros opositores intelectuales y de prensa. Todos los que disienten serían poco menos que fascistas. ¿Cree que somos tontos? No, simplemente es consciente de que la actividad política se ha convertido en un terreno abandonado a la simpleza de la mayoría, a su mediocridad, es decir, a la demagogia. Más grave resulta, según leo en recientes informes de prensa, que nuestro prestigioso Ministro de Universidades, y catedrático, se haya atrevido a afirmar literalmente lo siguiente: “Si este Gobierno colapsara, que no lo hará, España se desintegraría”. ¿No es consciente de que una idea de este género estuvo en el origen del fracaso de la II República?

 

Se ha señalado en más de una ocasión que uno de los defectos originales de los republicanos de 1931 derivó de su adscripción ideológica, también temperamental, a los postulados del jacobinismo. Todos sus oponentes serían unos fanáticos, partidarios de la más negra “reacción”.

 

Nadie ha sabido describirlo con mayor perfección que Hugh Thomas al referirse al estilo personal de los miembros del gobierno del Frente Popular: "En junio de 1936 un inquieto grupo de liberales de clase media y de edad madura ocupaba el banco azul, frente al hemiciclo de la Cámara de Diputados […] Los hombres de este Gobierno tenían un fanatismo propio no muy típico de los países de mentalidad práctica que ellos deseaban reproducir en España". Y añadía: “En los primeros años de la República, en 1931 y 1932, los ojos de Casares Quiroga [Presidente del Gobierno con el Frente Popular] relucían brillantes en su pequeño rostro, ante amigos y enemigos, como los de Saint Just”. De hecho,  las referencias y los guiños a la Revolución francesa, sobre todo a su vertiente jacobina, fueron constantes en el republicanismo español. Y no hay mejor expresión de ese pensamiento que la idea expresada por Robespierre en su discurso “Sobre el Gobierno representativo”, de 10 de mayo de 1793: “El dominio del pueblo es de un día mientras que el de los tiranos dura siglos”. Para evitar el triunfo de la “reacción”, sería preciso establecer que “no puede haber libertad para los enemigos de la libertad”. Hasta los girondinos, entonces, se convertían en sospechosos destinados a la guillotina.

 

Desde un punto de vista sociológico resulta de una enorme expresividad la descripción que Pierre Bessand-Massenet realiza de los jacobinos: “Su  comportamiento reflejaría un germen de intolerancia, propio de la naturaleza de ciertos individuos, una voluntad de dominación y de inquisición moral tanto como política, una suerte de inflexibilidad humana elevada al rango de virtud…”. Efectivamente, el jacobinismo se presenta como una dictadura de la “Virtud”, por tanto, se convence de que está destinado a cumplir una misión nacional-patriótica: restaurar la racionalidad, la justicia, incluso la estética,  en el mundo. Sería imposible colaborar en forma alguna con los partidarios del ancien régime, habría que borrarlos de la historia. Los republicanos españoles no dudaron en imitarlos. Así, una personalidad de tanto relieve como la de D. Manuel Azaña, en el Coliseo Pardiñas de Madrid, en 1934, excluyó de la posibilidad de gobierno a todos los que no hubieran participado en la proclamación  de la II República, los consideraba fuera del sistema. Veamos:

 

 

“Una cosa es ingresar en la República y otra cosa es gobernar la República. Para gobernar la República hace falta tener en el Parlamento, puesto que en régimen parlamentario estamos, un número suficiente de diputados que pueda mantener un Gobierno; pero esos diputados tienen que haber salido de las urnas con un signo republicano, con un programa republicano y una bandera republicana, diciendo que son republicanos. Presentarse ante los electores con un programa que no es republicano, disimular las convicciones, por lo menos, salir así electos y, luego, para entrar en el poder, reconocer el régimen, yo digo que es la más sucia operación política que se puede pensar [Aplausos]. No es jugar limpio, ni es para eso para lo que están instituidos la Constitución y el régimen parlamentario. No; no están para eso, porque la Constitución y el Parlamento no están para entregar el régimen a sus propios enemigos de anteayer. Ni eso es la Constitución, ni eso es el Parlamento”.

 

Esas palabras iban dirigidas contra la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). En el ánimo de sus fundadores,  se trataba de crear en España un partido demócrata-cristiano, lo que así realizaron en 1933 mediante la unificación de distintos grupúsculos de carácter católico. Para Hugh Thomas, “el carácter anticlerical de la Constitución” significaba que los miembros de la CEDA rechazaban los principios fundacionales del sistema.  Lo cierto es, sin embargo, que Gil Robles sostuvo la nota “accidental” de las estructuras políticas, defendiendo la posibilidad de actuar dentro del régimen. De hecho, a la hora del Alzamiento, prestigiosos dirigentes cedistas como Luis Lucía rechazaron el golpe militar.  Y personalidades tan claramente demócratas como Giménez Fernández se contaron en sus filas.

 

No se trataba de un partido marginal, todo lo contrario, agrupaba a muy importantes sectores de la clase media española. Así, en las elecciones de 1933 ganadas por la derecha, la CEDA obtuvo 117 escaños y se convirtió en el partido mayoritario en las Cortes. En un régimen parlamentario normalizado, la formación del gobierno se debería haber encargado  a José María Gil Robles. No lo hizo así Alcalá Zamora, se hubiera considerado una traición inaceptable a la Republica. De hecho, Manuel Azaña advirtió en discurso del 11 de febrero de 1934 que: “Los elementos de CEDA y los agrarios no tienen títulos políticos para ocupar el poder, aunque tengan números en el Parlamento para sostenerse. Esto no se había dicho aún. ¡Pues ya es hora de decirlo!”

 

Para los partidos republicanos de izquierda, firmantes del Frente Popular, la derecha monárquica, los agrarios y la CEDA eran auténticos enemigos del régimen. Y contra ellos, al igual que contra los “tiranos”, todo era lícito. Lo que explica el rechazo que sufrió la formación de gobierno en octubre de 1934 por el simple hecho de la entrada de tres miembros de la CEDA, plenamente legitimados para ello.  Todas las organizaciones fieles al régimen la consideraron ilícita. Juristas, funcionarios y personalidades independientes mostraron también su escándalo, llegando a dimitir en más de un caso. Lo hicieron, por ejemplo,  Álvaro de Albornoz, presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, y Luís de Zulueta, embajador en Berlín. Para Izquierda Republicana, el partido de Azaña, “el hecho monstruoso de entregar el gobierno de la República a sus enemigos era una traición y el partido rompía toda solidaridad con las instituciones del régimen y afirmaba su decisión de acudir a todos los medios para defender la República”. La Revolución de Asturias, un auténtico golpe subversivo, fue la consecuencia de este ambiente

 

El problema es que los fundadores del régimen no aceptaron la convivencia con la derecha conservadora, ya se tratase de la CEDA, Renovación española o los agrarios. El mismo Alcalá Zamora desconfió permanentemente de los dirigentes democristianos, sin darse cuenta de que ningún gobierno, por progresista que se considere, puede despreciar sistemáticamente a la mayoría. Tenía razón Gil Robles, que nunca pudo ser calificado de fascista, cuando (en sesión de Cortes) señalaba: “Desengañaos, Sres. Diputados; una masa considerable de la opinión  española que, por lo menos, es la mitad de la Nación, no se resigna implacablemente a desaparecer; yo os lo aseguro”.

 

Un proyecto tan modernizador y atractivo como el republicano fracasó por la intolerancia, esperemos que los miembros de nuestro actual gobierno no lleguen al mismo nivel de irresponsabilidad. Lo malo es que al fanatismo de entonces se une una enorme mediocridad. Les manca finezza como diría Giulio Andreotti

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 24 de marzo de 2021

Persecución cruel. El Mundo. Madrid

Louis Antoine de Saint-Just, el “arcángel de la guillotina”, uno de los más brillantes líderes de la Convención francesa, afirmó que “los reyes nunca son inocentes”. Una contundente frase destinada a la inmortalidad, en la forma que tanto gustaba a los jacobinos. En la práctica sirvió para que la condena a muerte de María Antonieta se fundamentase en acusaciones tan deleznables como la de haber incurrido en incesto con el delfín. Lo que se quería era la muerte de la familia real, las exigencias de un proceso justo se convertían entonces en meros obstáculos.

Todos incluso los reyes somos inocentes. En cambio,  la sociedad de hoy, como la de otros tiempos, disfruta con la ejecución de los “privilegiados”, una simple muestra de su envidia y crueldad. Antoine Fouquier de Tinville, el siniestro fiscal revolucionario, ha sido sustituido en los tiempos modernos por otro peor: la opinión pública. Robespierre quiso ser más claro: “Es preciso que los Capeto mueran para que Francia viva”. ¿Ocurre lo mismo en la España actual? ¿De verdad es necesario humillar a nuestros borbones para salvar la democracia?

 

En absoluto, la acusación contra ellos tiene concretos instigadores y carece de los fundamentos jurídicos necesarios para sostener un proceso penal, ni siquiera político. Veamos:

 

Primero: A la hora de plantear cualquier acusación, resulta imprescindible interrogarse sobre los reales intereses en juego: normalmente reparar los daños causados a la sociedad o a concretos perjudicados. En este caso, hay uno muy claro: el independentismo catalán que es consciente de que la estructura misma de nuestro sistema constitucional se basa en la monarquía y en el poder judicial. Habría que suprimir a los dos y lo están haciendo muy eficazmente. ¿Somos tan torpes que no nos damos cuenta? Lo que está en juego es el Régimen del 78, que es lo que se pretende derribar.

 

Segundo.-Los penalistas han explicado siempre que todos los actos de los hombres son equívocos; pueden ser interpretados de muy diversa y contradictoria manera. Solamente cuando no cabe más que un entendimiento incuestionable es posible deducir acusación penal. Si, por las razones que fuesen, surgiese un interés poderoso en lograr la condena del papa Francisco lloverían las informaciones continuas sobre sus relaciones con la dictadura argentina, de hecho existieron. Así, todos los regímenes inquisitoriales se han basado en la generalización de la sospecha. La culpabilidad se presume, hay que esforzarse en demostrar la inocencia.

 

Tercero.-El Rey emérito se ha convertido en sospechoso y ya sabemos que el mismo Saint Just aseguraba que el hecho de serlo bastaba para su condena. Si de algo es culpable el rey Juan Carlos es de su propia ingenuidad,  torpeza y rijosidad, pero eso no es bastante para llevar adelante un proceso penal. La forma en que se están desarrollando las acusaciones por una opinión pública morbosa y carente de precisión jurídica hace que nos encontremos ante una “causa general” que repugna a las exigencias más elementales de un Estado de Derecho.

 

Cuando todos los cobardes denuncian, aprovechando la obligación de silencio del acusado, la moral pública y la inteligencia dejan de existir.

 

 

viernes, 30 de octubre de 2020

El Poder Judicial y las apariencias. El Mundo. Madrid

Decía Jaime Gil de Biedma que “de todas las historias de la Historia la más triste es la de España porque termina mal”. No tendría por qué ser así, pero los desastres nos persiguen  una y otra vez. ¿Tan mala suerte tenemos? Probablemente sea nuestra propia responsabilidad; politólogos y comentaristas de prensa extranjeros han observado recientemente que podríamos convertirnos en un Estado fallido, que es tanto como decir a la manera de Ortega  un país invertebrado, carente de instituciones sólidas y respetadas.  Es verdad que la falta de vertebración supone un riesgo mayor en estados compuestos con articulación territorial autonómica o federal, como lo es el español, en donde parcelas de soberanía son transferidas del centro a la periferia. Sin embargo, en países serios como Alemania, claramente con esa estructura, el funcionamiento del sistema es perfectamente regular. No ocurre lo mismo en España, de hecho a la hora de abordar un tema como el de la pandemia el resultado no puede ser más frustrante. Y ello con independencia del problema de lealtad que suscitan comunidades como la vasca y la catalana.

 

Escasos mecanismos centrales se mantienen en España, prácticamente nuestra supervivencia depende, en lo que aquí interesa,  del reconocimiento de la capacidad de coordinación de distintas competencias por parte del aparato estatal, del mantenimiento de la monarquía, de un poder judicial independiente y de la política exterior. Las fuerzas armadas se han convertido en un tabú del que es mejor no hablar. Pues bien, la coordinación es objeto de embates cada vez que pretende llevarse a la práctica. El gobierno central adopta posturas de auténtico complejo cuando se trata de hacer presente a  la Monarquía en Cataluña y los ataques contra ella son expresos. La política exterior es trabada por un sinnúmero de agencias y oficinas de las Comunidades Autónomas, que nos desprestigian. Y el poder judicial, al que en concreto nos referiremos, es objeto de una campaña continuada de acoso.

 

Es de necios no darse cuenta que el origen de esta campaña nace con el intento de golpe de estado de los independentistas catalanes en 2017. Ante los distintos procedimiento de que son objeto quieren invalidar a los órganos judiciales, hacerlos parte de un combate que demuestre que no son imparciales. Lo vienen intentando desde que interpusieron una demanda contra Pablo Llarena, instructor de las diligencias  del proceso principal. Los abogados de nuestros sediciosos conocen perfectamente la jurisprudencia de los tribunales internacionales, y la utilizan en nuestra contra. Así, en el caso Piersack, sentencia de 1 de octubre de 1982, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se refiere a "la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática". Y  se añade, según un adagio inglés citado particularmente en la senten­cia Delcourt de 17 de enero de 1970, que “justice must not only be done: it must also be seen to be done”.  No sólo debe hacerse justicia, debe parecer que se hace. Y si un Gobierno pretendiera configurar jueces a su conveniencia las apariencias no podrían ser más negativas, lo que ahora está ocurriendo.

 

La función jurisdiccional no puede comprenderse sin la existencia de ficciones, lo sufi­cientemente fuertes e importantes como para que el mundo del Derecho carezca de sentido sin ellas. Así, la idea de que las "causas" han de resolverse exclusivamente con arreglo a ordenamiento jurídico constituye una de las bases sobre la que se asienta nuestra civilización. El concepto mismo del ­"pacto social" suponía que los conflictos que derivaren de la aplicación de las normas legales, mucho más cuando se tratase de la vulnera­ción de las de carácter penal, debían ser resueltos por jueces que no atendieren a otras consideraciones que las de su ciencia, pues habrían sido nombrados por la comunidad precisamente en base a su prepara­ción o bondad. En la práctica, son innumerables los factores que pueden alterar dicho principio pero lo cierto es que constituye un modelo del que, desde el punto de vista teórico, no es posible prescindir. Pueden darse casos aislados de magistrados incompetentes o corrup­tos, pero si esto fuere aceptado como regla el clima de confian­za necesario para mantener la función de juzgar desaparecería.

 

Como se indica en jurisprudencia reiterada del Tribunal Europeo, se trata de una cuestión de apariencias efectivamente. El proceso judicial no puede entenderse sin condicionamientos y seguridades de tipo psicológico.  Para resolver si en un determinado caso hay un motivo legítimo para temer que un juez no sea impar­cial "el punto de vista del acusado es importan­te, pero no es decisivo. Lo que si lo será es que sus temores estén objetivamen­te justificados", se dice en el Affaire Hauschildt, sentencia del TEDH de 24 de mayo de 1989. Lo anterior adquiere singular relevancia en el caso actual español cuando por parte del Gobierno se pretendía introducir una disposición legislativa que reducía de manera significativa las garantías de consenso para el órgano de gobierno de la judicatura. Si en la sociedad llegase a cundir la sensación de que dicho órgano obedece a una determinada corriente partidista, las condiciones de mantenimiento de la imparcialidad habrían desaparecido. La función judicial no puede confundirse con la política.

 

La imparcialidad es una consecuen­cia directa del reconocimiento del carácter no mecánico de la función judicial. Los jueces y magistrados no recitan un texto previamente establecido para cada caso. La interpreta­ción de la norma, como nos recuerda el gran Luigi Ferrajoli, es siempre el fruto de una elección prác­tica respecto de hipótesis interpreta­tivas de carácter alternativo. Los Tribunales son libres para resolver conforme a ordenamiento jurídico; por tanto, sus decisiones implican el ejerci­cio de un poder del que hay que alejar la arbitra­riedad. Sus titulares responden por sus actos y deben funcionar con transparen­cia. Es necesario saber quién los elige y por qué.

 

En una democra­cia nadie se encuentra libre de toda sospecha. Como dice  Laurence Tribe en su Constitutional Choices, "en temas de poder, el fin de la duda y la desconfianza es el comienzo de la tiranía". El Juez se debe a la norma, a  nada más,  y sería disparatado aceptar que puedan condicionarle mayorías políticas de un signo u otro. No se trata de pedirle que permanezca en una urna de cristal o que sea tan insensible que no experimente reacciones mentales ante los sucesos del mundo exterior. Es mucho más sencillo, se trata de que no las manifieste, que no deje ­traslu­cir sus convic­ciones de carácter ideológico o partida­rio en la escena pública, sobre todo si pueden referirse a asuntos que son objeto de procedimiento judicial. Caso contrario, los que deban acudir ante él van a sospechar, inevita­blemen­te, que el resultado de la litis se encuentra decidido con anterioridad a la resolución final.

 

Así, en relación con la composición del Poder Judicial y los intentos descarados de intervención por parte de los grupos políticos, habría que decir: Primero.-Existe un aforismo bien conocido en la ciencia jurídica según el cual cuando la política entra en los tribunales, la justicia sale despavorida por la ventana.

 

Segundo.-Justicia Democrática que ejerció influencia nada desdeñable en los redactores del texto constitucional partía, al igual que sus compañeros de la Magistratura democrática italiana, del concepto de “autogobierno de la judicatura”. Los jueces y tribunales habrían de regirse por órganos propios, no sería admisible que su gobierno estuviese incardinado en cualquier  otro poder

 

Segundo.-El artículo 122 del texto constitucional, aunque previó la intervención del Congreso de los Diputados y el Senado en la elección de una parte del Consejo General del Poder Judicial, para hacer efectivo el principio de que la justicia emana del pueblo, exigió una mayoría de tres quintos para su efectividad. Cierto que una modificación legislativa posterior atribuyó a esos órganos la elección de la totalidad. Pero una mayoría de ese carácter produce confianza y seguridad.

 

Tercero.- Reducir las exigencias de consenso en la elección supone un riesgo cierto para la imparcialidad. Sería indignante que el órgano de gobierno de la magistratura fuera conformado por la mayoría gubernamental a su mera conveniencia. Lo mismo ocurriría si, para evitar la proposición legislativa presentada, la composición del órgano quedara al mercadeo pura y simple de los grupos. Al final, nos cargaríamos la justicia.

 

 

 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Golpe de Estado. El Mundo. Madrid


Bela Kun, Pilsudsky o Trotsky, cuyas distintas actuaciones le sirvieron a Curzio Malaparte para  elaborar su célebre Tecnica del colpo di Stato, no pudieron prever la más sutil manera de prepararlo: desde el propio seno del poder que se pretende derribar. Los que criticamos al Gobierno de Pedro Sánchez tendríamos que reconocer al menos que posee una indudable originalidad, consciente o inconscientemente está llevando a cabo, utilizando los resortes en su poder del aparato del Estado, la demolición del régimen de 1978 cuya legitimidad  le sirve para gobernar. Frente a un intento de esa clase, claramente desestabilizador, la oposición parece querer oponerse solamente desde la gestión, rechazando el combate ideológico. ¿Han perdido la cabeza?

 

La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria  (artículo 1.3 de la Constitución), cuyas reglas de funcionamiento están garantizadas por  jueces y tribunales que dotan de seguridad jurídica al sistema y tutelan los derechos y libertades de todos los españoles. La legitimidad de este Estado deriva de un pacto fundacional firmado en diciembre de 1978, que puso fin al régimen anterior confirmando el acto de perdón  colectivo que los representantes del pueblo español se habían dado previamente mediante la Ley de Amnistía. Es decir, el nuevo régimen nace sobre las ruinas del franquista, la aprobación del  texto constitucional mediante referéndum consagra así un nuevo pacto social. Todo esto se pretende demoler,  veamos:

 

Primero.-Desde el momento en que  se excluye la presencia del Jefe del Estado en una Comunidad Autónoma, se está privando de efectos al propio texto constitucional. El Rey es símbolo de unidad y permanencia en cualquier parte del Estado, caso contrario estaríamos aceptando por vía fáctica las pretensiones independentistas sobre la inexistencia de monarquía en Cataluña.  ¿Es que no se dan cuenta? Para conseguir objetivos tácticos, como la aprobación de los presupuestos, se estaría dando la razón a los golpistas.

 

Segundo.-Con respecto al poder judicial, es incomprensible que se esté dando la impresión de que los tribunales están solos en la lucha contra la criminalidad. Ciertamente, los indultos constituyen una forma más en la reacción frente al delito, y son una medida de gracia que puede ser utilizada por razones de reinserción, incluso de conveniencia. También es legítimo proceder a la modificación de tipos penales, como la sedición, en orden a conseguir mayor eficacia y modernidad. Pero resulta indignante proceder a todo ello, sin consenso con la oposición, y con la idea vendida públicamente de que se pretende reparar la condena desproporcionada de un tribunal que se ha limitado a resolver, con imparcialidad, un problema estricto de tipificación punitiva. ¿Cómo entonces defendemos a nuestros jueces?

 

Tercero.-Por último, vender la idea de que se puede prescindir de la ley de Amnistía en base a los textos internacionales firmados por España no sólo es un disparate conceptual, contrario a técnicas elementales de derecho constitucional y penal,  constituye la mejor demostración de que se pretende deshacer el pacto social que dio origen a nuestro Estado. Nuestros populistas quieren destruir el lema de “Paz, piedad y perdón” que con grandeza solicitaba Don Manuel Azaña

 


 

jueves, 17 de septiembre de 2020

¿Y si se encierra? El Mundo Madrid

El tópico marxista, reflejado en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, según el cual la historia se repite dos veces, la segunda en forma de comedia, no siempre es verdad. Al menos en  lo que se refiere a quienes quieren propiciar un  nuevo de golpe de estado en Cataluña. Nos referimos a las palabras de Quim Torra sobre su reacción ante la posibilidad de una sentencia del Supremo confirmatoria de su inhabilitación. Desde luego  puede parecer surrealista encerrarse en una habitación de la Presidencia de la Generalitat pero, por ridículo que sea, sus efectos pueden resultar dramáticos para una sociedad tan vulnerable como la española. Convendría precisar:

 

Primero.-El artículo 118 de la Constitución española establece taxativamente lo siguiente: “Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por éstos en el curso de un proceso y en la ejecución de lo resuelto”. Si Torra se negase a acatar el fallo incurriría en nueva responsabilidad, y nuestros tribunales  dispondrían de todos los medios para la ejecución de lo que disponga. En un Estado de Derecho nadie puede dejar de cumplimentar lo acordado por los jueces.

 

Segundo.-Además, si el Sr. Torra provocase con su incumplimiento  manifestaciones o desórdenes de carácter violento, o actitudes de resistencia activa de esa índole, incidiría inmediatamente en actos de análoga tipificación a los que fueron imputados a los protagonistas del denominado “procés”. No hace falta recordar, por otra parte, que en nuestra opinión siempre ha podido considerase palmaria la participación del referido señor en actos que expresan una continuidad delictiva con los  protagonizados, sea cuál sea la forma en que se califiquen, por el Sr. Puigdemont.

 

Tercero.-El problema es que nuestros jueces y tribunales se encuentran solos frente a los “golpistas”. Nadie en su sano juicio puede considerar normal que, mientras se sustancian unas diligencias sobre la desobediencia del Sr. Torra, nuestro gobierno quiera reanudar las conversaciones sobre Cataluña con las fuerzas políticas que se levantaron en su día. ¿Con qué tranquilidad lo contemplarán los ciudadanos que defienden nuestro ordenamiento jurídico?

 

Claro que es necesario dialogar, Cataluña se ha convertido en un problema político que imposibilita la convivencia. Se puede hablar sobre una reforma de carácter federal, nuestro país es ya materialmente una federación, sobre la potenciación de los signos catalanes de identidad, o incluso de una capitalidad compartida con Barcelona. Pero no se puede ceder sobre la soberanía española en su conjunto. Y a veces da la impresión de que todo es posible…¿No comprenden nuestros representantes que ya nadie del resto del Estado quiere residir en Cataluña con lo que supone de abandono, incluso electoral.

 

Se mire como se mire, un gobierno que se apoya en fuerzas independentistas puede ser objeto de chantaje, ¡y ya está bien! No parece una política honesta buscar la conservación del poder a toda costa. En 1934 el Estado supo defenderse, ahora parece que no.

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 3 de septiembre de 2020

Martín Villa y la "memoria histórica". El Mundo. Madrid

 


Se anuncian en nuestro país diversas iniciativas sobre la denominada “memoria histórica” cuando  lo más sensato  sería olvidar. Señalaba Stanley Payne en Los orígenes de la Guerra civil española, obra colectiva en la que participó, que determinadas historias sólo sirven para dar un ejemplo negativo a otros países de cómo no debían portarse. Se basaba en consideraciones del filósofo decimonónico Chaadayev, que aludía a Rusia. Sin embargo, la II República y nuestra guerra civil constituyen un exponente bien claro de acontecimientos que sólo deben inspirar vergüenza. Unos y otros fueron responsables de aquel desastre. Los franquistas se sublevaron es cierto, pero las fuerzas de izquierda lo hicieron también en el año 1934. La República fue un sueño hermoso pero acabó mal y con crueldad.

 

Los partidarios de fomentar memorias de esa clase han aplaudido la declaración de Rodolfo Martín Villa, instada por una magistrada argentina, sobre presuntos crímenes cometidos en la transición española. Aparte de lo sencillamente disparatado que parece todo, habría que recordar los siguientes hechos elementales:

 

Primero.-En España no existe otra jurisdicción que la nuestra. Ningún órgano judicial de otro país puede incoar diligencias contra un compatriota por hechos ocurridos en el nuestro. Esto lo sabe cualquier estudiante de derecho, y lo deberían saber nuestras instituciones. Bastaría con leer las leyes de Enjuiciamiento Criminal y la Orgánica del Poder Judicial.

 

Segundo. La Ley de Amnistía elaborada por las Cortes en 1977 extendió sus efectos sobre todos los hechos con intencionalidad política, tipificables como delito, con anterioridad a la llegada de la democracia. No se trató de ninguna “Ley de punto final” como las que se dieron los dictadores latinoamericanos para protegerse frente a la acción de la justicia. Por el contrario, nuestra Amnistía pretendía servir como instrumento de reconciliación: lograr la piedad y el perdón que dramáticamente solicitaba en 1938 Don Manuel Azaña.

 

Tercero.-Nuestros populistas son de una enorme ingenuidad. Si no se hubiera elaborado la Ley de Amnistía, personajes como Santiago Carrillo, en cuyo partido milité, podían haber sido procesados por los sucesos de Paracuellos del Jarama. ¿Es que no lo saben? Cabía alegar que se trataba de un delito de lesa humanidad, incluso un genocidio, no susceptible de prescripción. La Amnistía fue dada a unos y a otros, era la única manera de inaugurar un nuevo régimen sin hipotecas. No se trató de un escudo para los represores, fue un acto de perdón colectivo.

 

Cuarto.-Todo esto obedece, además, a una dinámica lógica: si se destruye la Monarquía, se desprestigia sistemáticamente al poder judicial, y se descalifica a los personajes que hicieron posible nuestra transición hacia las libertades públicas y la democracia, el régimen constitucional quebrará. Queda bien poco ya. ¿A quién beneficia este fracaso? Es evidente: a los independentistas, a los populistas y a los irresponsables de toda clase y condición. Si a esto unimos la cobardía de partidos que prefieren eliminar a brillantes dirigentes, Cayetana Álvarez por ejemplo,  con tal de sobrevivir entre medianías, queda poco por hacer.

 

Hay jueces que pretender ser debeladores de entuertos urbi et orbi sin darse cuenta, como señalaba el pobre Tomás y Valiente, que lo único que desean es reforzar su narcisismo.

 

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 13 de julio de 2020

El asesinato de Calvo Sotelo. El Mundo. Madrid


Tal día como hoy, en julio de 1936, fue asesinado José Calvo Sotelo, uno de los portavoces de la oposición parlamentaria al gobierno surgido de la victoria del Frente Popular, en el mes de febrero del mimo año. Cinco días después, tuvo lugar el “Alzamiento Nacional” que quiso poner punto y final a un régimen que sus defensores pretendieron identificar con la inteligencia y la razón, la belleza también. Así, Manuel Azaña, definiéndose como patriota señalaba: “El patriotismo [republicano] no es un código de preceptos, sino una disposición del ánimo [que] enciende en nosotros el deseo y nos presta la energía para sacrificarnos en pro de la patria, esto es, por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la historia como testimonio de su paso por el mundo y como ejecutoria de su nobleza”.

Desde luego, en el terreno de las palabras, nuestros republicanos no merecieron perder la guerra, contaban a su favor además con el sentido de la historia. No es  nada extraño que, tras la transición, se estableciera una versión clásica, con  la contribución nada desdeñable de grandes hispanistas, como Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Antony Beevor, Ronald Fraser,  Burnett Bolloten y tantos otros, según la cual el Movimiento del 18 de julio no habría sido más que un golpe militar,  inspirado por los movimientos de la época de carácter fascista, protagonizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad española. Es verdad, pero no toda la verdad.

Ciertamente, la justificación ideológica de los sublevados era exclusivamente defensiva: la conservación del orden social y jurídico amenazado por los revolucionarios. Se diría, en el terreno de los principios, que se trataba de poca cosa frente a las ideas de libertad e igualdad preconizadas por los republicanos. Pero todo cambia si la defensa de ese orden implica la de la propia vida personal, y no sólo la de los dirigentes de la derecha parlamentaria. De eso se trataba en julio de 1936. El pistolerismo, también el fascista, se había adueñado de las calles españolas. Llegó un momento en que nadie se sentía seguro, y en casos así todo es posible, incluso un alzamiento militar. El juego democrático no era defendido por nadie.

Ni el jacobinismo republicano ni la derecha se sentían cómodos en el estricto ámbito parlamentario. Es absurdo sostener que el 18 de julio fue un golpe contra  las libertades, nadie las quería. El propio Miguel Maura, uno de los fundadores del régimen, se mostraba partidario de una dictadura republicana en fechas inmediatamente anteriores al golpe militar. Así, cuando todo estaba ya a punto de perderse, en junio de 1936, publicó varios artículos en El Sol en los que, sin tapujos de clase alguna, se mostraba favorable, podría decirse que la exigía: "La dictadura que España requiere hoy es una dictadura nacional apoyada en zonas extensas de sus clases sociales que llegue desde la obrera socialista no partidaria de la vía revolucionaria hasta la burguesía conservadora que haya llegado ya al convencimiento en aras de una justicia social efectiva [...] Dictadura regida por los hombres de la República, por republicanos probados que antepongan el interés supremo de España y de la República a toda mira partidista o de clase".

A los defensores del régimen la situación se les escapaba de las manos, y lógicamente pretendieron defenderse, pero como se ve sólo confiaban en soluciones no parlamentarias.  Era ya demasiado tarde,  entre otras razones porque la legitimidad de los contrarios era negada por unos y otros. ¿Qué era posible esperar cuando el inteligente Azaña aseguraba continuamente en sus discursos que “contra los tiranos todo sería lícito”?.

En tales condiciones, el  asesinato de Calvo Sotelo fue entendido por sus partidarios como una especie de punto y final. De  hecho, en la reunión de la Diputación Permanente de 15 de julio, el Conde de Vallellano, de Renovación Española, se expresó en los siguientes términos (según el correspondiente Diario de Sesiones): “Nosotros no podemos convivir un momento más con los amparadores y cómplices morales de este acto”. La República había terminado. El crimen había sido perpetrado por las propias fuerzas de orden público, de la Guardia Civil y de Asalto,  junto con militantes socialistas integrados en el cuerpo paramilitar de “La Motorizada”, grupo que actuaba en funciones de escolta de Indalecio Prieto. El tema ha sido estudiado con la suficiente precisión  por Ian Gibson y Luis Romero, entre otros. ¿No fue eso un crimen de estado? Si no lo fue, desde luego pudo parecerlo.

De hecho, en sesión parlamentaria del 19 de mayo Ángel Galarza Gago, diputado socialista que llegó a ser Ministro de la Gobernación, en apasionada discusión con Calvo Sotelo le espetó, según las memorias del Sr. Gil Robles pues las palabras fueron retiradas del Diario de Sesiones, lo siguiente: “…la violencia puede ser legítima en algún momento. Pensando en S.S. encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida”. Lo cierto es que tras la victoria del Frente Popular en febrero de  1936 la guerra civil se vivía ya en el Congreso de los Diputados (lo de ahora es propio de niños malcriados).

Las sospechas de conspiración planificada contra los dirigentes de la oposición no tenían un carácter delirante. En sesión parlamentaria dedicada a la política de orden público, pocas fechas antes, el destacado dirigente del PCE, José Díaz, había deslizado amenazas semejantes contra el otro gran portavoz de la derecha, José María Gil Robles: -“El señor Gil Robles decía de una manera patética que ante la situación que se puede crear en España era preferible morir en la calle que no sé de qué manera. Yo no sé cómo va a morir el señor Gil Robles (Un señor diputado: “En la horca”. Grandes protestas); sé cómo han muerto el sargento Vázquez, Argüelles y otros compañeros en defensa de la República y por orden del Gobierno del que formaba parte el Sr. Gil Robles. No puedo asegurar cómo va a morir el señor Gil Robles, pero sí puedo afirmar…(las últimas palabras producen grandes protestas)”. La frase exacta fue retirada del diario de sesiones.

En honor a la verdad, los historiadores coinciden en afirmar el carácter espontáneo del asesinato de Calvo Sotelo, en absoluto el gobierno estuvo detrás. Pero sí que es posible constatar que con él se certificó la defunción de una república, que tantos sueños había despertado y tanto significó de positivo para la cultura española. Nadie puede sentirse orgulloso, se trató de un fracaso manifiesto.  Llegó así una Dictadura protagonizada por hombres, no sólo Franco,  esencialmente mediocres y crueles. Pero, ¿cómo es posible que hoy mismo los militantes de izquierda vuelvan una y otra vez su mirada hacia personajes y episodios de la II República como si en ellos se encontrase un modelo digno de imitación? Hay que reiterarlo una y otra vez: se trata de una parte de nuestra historia que inspira vergüenza. Y ello con absoluta independencia de la inmensa categoría de muchos de sus protagonistas y la brillantez de sus aportaciones.

Lo que ocurre es que, contra lo que frívolamente se dice, nuestra denominada izquierda no es comunista salvo en la forma de farsa con que Marx calificaba a los intentos burdos de copia de hechos históricas del pasado, y carece de proyectos: no tiene la categoría intelectual de un Gramsci ni es capaz de escribir El Estado y la Revolución, los Grundrisse o Una contribución a la crítica de la economía política, ya puestos ni siquiera el Manifiesto comunista. Son simplemente populistas, es decir, se sirven para lograr el poder de ideas infantiles que conectan con los impulsos victimistas de las masas populares, les proyectan imaginarios enemigos, como unos fantasmales “poderosos”, y presentan, como se ha dicho, soluciones sencillas a problemas complejos

Por eso, se remontan al pasado. Vencer en el terreno de los sueños es mucho más fácil, pero desestabilizan al país. Se muestran como irresponsables.