martes, 25 de febrero de 2020

Lenguas extrañas. El Mundo. Madrid


Contaba Giovanni Guareschi las desventuras de unos campesinos algo sinvergüenzas que, en tanto los americanos avanzaban por la península italiana en el caos de la destitución de Mussolini, se apropiaron de un tanque abandonado, decían, por las tropas alemanas en retirada. Lo escondieron cuidadosamente en un granero, decididos a aprovecharlo como tractor. Llegada la paz, comprobaron que no estaban capacitados para una transformación de tal envergadura: ¿qué hacer?, ¿cómo explicar la posesión del armatoste? Tenían que evitar que se les involucrara en actividades subversivas. Angustiados, pidieron consejo al Alcalde comunista del pueblo, que puso en movimiento la maquinaria del partido para hacerlo desaparecer. Una vez conseguido, Pepón, que así se llamaba el Alcalde, les apostrofó: ¡Traidores, no era alemán, era americano! A lo que avergonzados se limitaron a responder: “Americano, alemán…todos hablan lenguas extrañas!

Cuando se hablan distintas lenguas, se resquebraja el sentimiento de pertenencia común desde el momento en que la expresión verbal afecta a los propios mecanismos de conformación cerebral, como acreditaría cualquier especialista. En esencia, incluso en sentido literal, eso es lo que nos está pasando: el experimento autonómico, que nació con la misma alegría que produjo en su día el 14 de abril de 1931, está terminando en un  fracaso que puede conducir a la ruina ahora de nuestra monarquía parlamentaria. A manera de taifas, estamos generando tan distintos intereses, separándonos en tantas lenguas, que el ambiente llega a ser irrespirable. Es imposible afrontar una política unitaria común,  inmediatamente saboteada incluso a nivel exterior ¿Cómo ha sido posible?

Primero.- La articulación territorial del Estado español, que surge con la Constitución de 1978, vino condicionada por razones históricas: la existencia de unas Comunidades con fuerte referencia nacional, y cuya singularidad jurídica se justificaba por haber contado en la II República con Estatutos de Autonomía, los casos de Cataluña, por ley de 15 de septiembre de 1932, y del País Vasco desde octubre de 1936. También Galicia plebiscitó la correspondiente norma el 28 de junio de 1936, sin poder aplicarse por la inmediata ocupación franquista. Con el advenimiento del régimen constitucional, las tres fueron consideradas, desde el inicio, como “nacionalidades históricas”. El peso determinante de sus lenguas “propias”, y la represión que sufrieron durante la dictadura, las hizo objeto de relevante atención. También la fuerza de sus relatos de autoidentificación. Era lógico que el restablecimiento de las libertades públicas implicara el reconocimiento de su particularidad.

Segundo.- El problema es que una parte importante de la clase política, la más conservadora especialmente, sintió pánico ante el potencial desestabilizador catalán y vasco. Generalizaron entonces un Estado de las Autonomías al objeto de debilitar los peligros del separatismo. Creían que si todos tenían “café” el problema se diluiría. No era mera estupidez, tenían serios argumentos: el fracaso de la Primera República no puede entenderse sin el cantonalismo. En el de Cartagena, por ejemplo, un personaje singular, Antonete Gálvez, llegó a proclamarse comandante “general de las fuerzas del Ejército, Milicia y Armada” enarbolando una bandera turca creyendo pintorescamente que se trataba de la roja. Y en la Segunda, basta leer a Hugh Thomas o a Gabriel  Jackson para darse cuenta de la responsabilidad de los nacionalistas, incluida la proclamación de un Estado Catalán en 1934, en su destrucción.

Si se juzga simplemente desde la deslealtad, habría que recordar, en plena guerra civil, el Pacto de Santoña por el que las fuerzas militares controladas por el PNV se rindieron por su cuenta a las tropas italianas sin consultar al Gobierno legítimo.

Tercero.- Hoy, 28 de febrero, se celebra el día de Andalucía y es cierto que en la transición, también en esa Comunidad, los antifranquistas se manifestaban reivindicando un  Estatuto de Autonomía. Los andaluces no eran ajenos a su rica historia,  y no podían olvidar el rasgo distintivo que los caracterizaba: un atraso social que exigía intensa labor de transformación, pues como fue poéticamente señalado el día de la investidura de su primer presidente: “Es hora de que este pueblo empiece a cantar sin pena”, para que sea “la vida [y no la injusticia de siglos] la que toque la guitarra”. Pero la misma necesidad de diferenciación sería predicable de Canarias, con su reivindicación atlántica, Aragón, Valencia y todas las demás. El problema radica en que una cosa es una descentralización administrativa y otra, bien distinta,  crear 17 estados con sus respectivos “padres de la patria”, parlamentos, ejecutivos y reivindicación de propia, e irrenunciable, nacionalidad. Después de cuarenta años, todo ha terminado siendo ridículo y bien triste

Cuarto.- Ya no hay vuelta atrás, sin embargo. Y demuestran falta de inteligencia los más radicales portaestandartes del centralismo. Eliminar el Estado de las autonomías es imposible, originaría una rebelión social imposible de contener. Decían los antiguos que nada se puede contra “las leyes subterráneas de la historia”, que favorecen en este momento tribales resistencias frente a la globalización. En casos así, lo prudente sería intentar controlar el fenómeno antes que oponerse frontalmente. Además, la proliferación de instancias intermedias no sólo acerca el poder al pueblo, puede resultar un instrumento bien eficaz para la planificación y el desarrollo. Los dirigentes de Voz, representantes de un nacionalismo puramente reactivo frente a la agresividad independentista, deberían tenerlo en cuenta.

Quinto.- Si no hay posibilidad de retorno, y la efectividad actual de nuestra articulación territorial resulta imposible, es que necesitamos una reforma constitucional; pero hay que saber qué se pretende. Claro que es necesario fomentar una política generosa de consenso, es lo que hicieron los constituyentes del 1978. La diferencia es que ellos conocían el objetivo: el restablecimiento de la democracia y de las libertades. Los temores conservadores podían chocar con las ideas de Jordi Solé Tura  cuando profundizaba sobre burguesía, naciones y nacionalismo en España. El marco, sin embargo, era bien claro: la equiparación política de nuestro país con el resto de las democracias occidentales. Un hombre inteligente como Fraga sabía que, en este sentido, sería disparatado oponerse a Gregorio Peces Barba o al respetado Miquel Roca. Las fuerzas constituyentes, desde Alianza Popular al Partido Comunista de España, compartían un mismo universo cultural. Además, eran prudentes y supieron enterrar el pasado. Los iluminados como Blas Piñar fueron apartados y, afortunadamente, no había surgido el fanatismo de Quim Torra.

Sexto.-Hoy día, antes de abordar una reforma de esa naturaleza, sería imprescindible saber lo que se quiere, y no se sabe. Mientras los independentistas sigan insistiendo en el referéndum unilateral sería imposible cualquier negociación, y lo mismo cabría decir sobre la opción república-monarquía que todo el mundo es consciente que constituye un tema nada secundario. No existen puntos mínimos comunes. Los esfuerzos de entendimiento del gobierno, incluso para una sensata salida al tema de los presos, recomendable muestra de humanidad, no serían rechazables siempre que tengamos la tranquilidad de que no se nos quiere engañar. ¿Por qué no se explica Pedro Sánchez? ¿Por qué es incapaz de llegar a acuerdos previos con la mitad del pueblo español representada por el resto de partidos constitucionalistas?

Nuestro Presidente debería saber que Cataluña no es Québec ni Escocia con sistemas constitucionales distintos, cualquier jurista se lo podría explicar. Y es el derecho el que determina la nacionalidad, pues constituye el “pacto social” que une a todos los que poseemos el mismo pasaporte. Si se rompe, nada es eterno, tendría que ser con nuestra voluntad. Nadie duda de que hay que buscar una generosa solución al problema catalán, pero si alguien llegara a pensar que cabe dividir, según líneas estrictamente geográficas a catalanes y andaluces, demostraría ignorancia e irresponsabilidad. ¡Sería un memo, vaya!


La tiranía de la mayoría. ABC. Sevilla


La Revolución francesa supuso la creación de un mundo en el que todavía estamos viviendo, y que consagró el gobierno de los hombres sobre criterios de libertad y de mayoría, pues no había ningún ciudadano que fuera  más que otro. La democracia, el poder exclusivo del pueblo, fue una aspiración sacralizada desde entonces. Si alguien plantea alguna objeción, será arrojado inmediatamente a los infiernos. Pero como diría el brillante Yuval Noah Harari tal idea no es más que una ficción, bien hermosa desde luego, que carece de posibilidad de prueba. La historia ha demostrado que un poder sin límites, por legitimado que estuviese el que lo ejerciese, es siempre peligroso. Como decía Alexis de Tocqueville, “mientras la mayoría está dudosa, se habla, pero desde que se ha pronunciado irrevocablemente, todos se callan y amigos y enemigos parecen entonces uncirse a su carro de común acuerdo. La razón es sencilla: no hay monarca tan absoluto que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad y vencer las resistencias como lo puede hacer una mayoría revestida del derecho a hacer las leyes y ejecutarlas”

 En la misma Francia, los sucesos de la Convención en 1793, con su espectáculo de sangre y maldad,  demostraron que las dictaduras populares pueden degenerar en puro y simple terror.  El miedo a disentir de los demás lleva a una obediencia ciega, que imposibilita la crítica. Y el futuro nos depararía episodios como el alemán nacionalsocialista, que pondrían trágicamente de relieve que el hecho de ostentar la mayoría de votos no es garantía de bondad ni de justicia.  El franquismo, por ejemplo, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, llegó a contar con el asentimiento del pueblo. ¿Nos dice algo eso desde un punto de vista ético?

En cualquier caso, el poder de la mayoría, a lo largo de los siglos XIX y XX, ha determinado una relevante política de transformación social inspirada en la necesaria superación de la miseria y desigualdad de los hombres. Fue protagonizada por movimientos ideológicos de indudable carácter marxista o anarquista, también por sociedades cristianas, incluso meramente por personalidades  bondadosas ¿Quién podía oponerse al gran Víctor Hugo cuando ante la Asamblea Legislativa el 9 de julio de 1849 describía la situación de la clase trabajadora?:"En París, en los arrabales de París, donde el viento de la revuelta soplaba con tanta fuerza no hace mucho, hay calles, casas, cloacas, donde familias enteras viven amontonadas, hombres, mujeres, muchachas, niños, sin más lecho sin más mantas, incluso diría, sin más vestimenta que jirones infectos de trapos putrefactos, recogidos en el fango de las calles de las afueras, en esos estercoleros de las ciudades, donde las criaturas se sepultan vivas para escapar del frío del invierno… tales hechos no son solamente injusticias para con los hombres: ¡son crímenes contra Dios!”

Crímenes contra Dios efectivamente, el problema es que en la práctica la defensa de ideas de esa naturaleza, ciertamente generosas y cristianas,  ha dado lugar a fenómenos totalitarios como el estalinista. El poder del pueblo degeneró en el de una minoría sin escrúpulos obsesionada con la uniformidad: los sentimientos del hombre, su “alma”, no podían oponerse a las matemáticas que establecían las leyes históricas. El individuo no contaba nada a la hora de la construcción científica de una nueva sociedad. Como le diría el estalinista Gletkin a Rubachov en Darkness at Noon: “Para nosotros la cuestión de la buena fe subjetiva carece de interés. Aquel que se equivoca debe pagar; el que tiene razón será absuelto. Era nuestra ley...”. Desde luego, la ternura o la piedad no entraban en juego.

Desgraciadamente,  no sólo han sido mayorías estalinistas o fascistas las que han destruido la libertad individual. Todas son capaces de hacerlo, pues se sienten en posesión de la verdad, incluso la bondad. ¿Por qué no van a ver Vida Oculta de Terrence Malick? Los nazis se consideraban hombres de orden, amantes de su patria. El objetor de conciencia es el traidor, el peligroso. ¿No les suena? Es muy posible que sí: es lo que ocurre actualmente en un mundo en el que oponerse al pensamiento dominante se ha convertido en peligroso. La policía política franquista te llevaba a la cárcel si te atrevías a ingresar en el PCE, pero al menos podías tener la compensación psicológica de sentirte un héroe admirado por tus amigos. Al salir, contarías con los vientos de la historia a tu favor.

Hoy día, en Europa Occidental nadie va a la cárcel por sus ideas. Es mucho peor, si disientes de la opinión dominante serás objeto de destierro intelectual, perderás la paz social. Vivimos en un mundo que rechaza la excelencia, odia a los que son capaces de sobresalir. En el siglo XIX y gran parte del XX, las personas destacadas en lo privado eran llamadas a la vida pública para aprovechar sus talentos. Hoy, por el contrario, nadie brillante querrá hacerse visible porque lo destrozarán. La transparencia, idea bien engañosa de origen calvinista, se ha convertido en el medio de destruir a las personalidades valiosas. Si no tienen nada que ocultar, lo tendrá su padre, la mujer, la amante o el tatarabuelo. Así, los que protagonizan nuestra vida pública son mediocres o niños.