Contaba Giovanni Guareschi las desventuras de unos
campesinos algo sinvergüenzas que, en tanto los americanos avanzaban por la
península italiana en el caos de la destitución de Mussolini, se apropiaron de un
tanque abandonado, decían, por las tropas alemanas en retirada. Lo escondieron cuidadosamente
en un granero, decididos a aprovecharlo como tractor. Llegada la paz, comprobaron
que no estaban capacitados para una transformación de tal envergadura: ¿qué
hacer?, ¿cómo explicar la posesión del armatoste? Tenían que evitar que se les
involucrara en actividades subversivas. Angustiados, pidieron consejo al
Alcalde comunista del pueblo, que puso en movimiento la maquinaria del partido
para hacerlo desaparecer. Una vez conseguido, Pepón, que así se llamaba el
Alcalde, les apostrofó: ¡Traidores, no era alemán, era americano! A lo que avergonzados
se limitaron a responder: “Americano, alemán…todos hablan lenguas extrañas!
Cuando se hablan distintas lenguas, se resquebraja el
sentimiento de pertenencia común desde el momento en que la expresión verbal
afecta a los propios mecanismos de conformación cerebral, como acreditaría
cualquier especialista. En esencia, incluso en sentido literal, eso es lo que
nos está pasando: el experimento autonómico, que nació con la misma alegría que
produjo en su día el 14 de abril de 1931, está terminando en un fracaso que puede conducir a la ruina ahora de
nuestra monarquía parlamentaria. A manera de taifas, estamos generando tan
distintos intereses, separándonos en tantas lenguas, que el ambiente llega a
ser irrespirable. Es imposible afrontar una política unitaria común, inmediatamente saboteada incluso a nivel
exterior ¿Cómo ha sido posible?
Primero.- La articulación territorial del Estado español,
que surge con la Constitución de 1978, vino condicionada por razones históricas:
la existencia de unas Comunidades con fuerte referencia nacional, y cuya
singularidad jurídica se justificaba por haber contado en la II República con
Estatutos de Autonomía, los casos de Cataluña, por ley de 15 de septiembre de
1932, y del País Vasco desde octubre de 1936. También Galicia plebiscitó la
correspondiente norma el 28 de junio de 1936, sin poder aplicarse por la
inmediata ocupación franquista. Con el advenimiento del régimen constitucional,
las tres fueron consideradas, desde el inicio, como “nacionalidades históricas”.
El peso determinante de sus lenguas “propias”, y la represión que sufrieron
durante la dictadura, las hizo objeto de relevante atención. También la fuerza
de sus relatos de autoidentificación. Era lógico que el restablecimiento de las
libertades públicas implicara el reconocimiento de su particularidad.
Segundo.- El problema es que una parte importante de la
clase política, la más conservadora especialmente, sintió pánico ante el
potencial desestabilizador catalán y vasco. Generalizaron entonces un Estado de
las Autonomías al objeto de debilitar los peligros del separatismo. Creían que
si todos tenían “café” el problema se diluiría. No era mera estupidez, tenían
serios argumentos: el fracaso de la Primera República no puede entenderse sin
el cantonalismo. En el de Cartagena, por ejemplo, un personaje singular, Antonete Gálvez, llegó a proclamarse
comandante “general de las fuerzas del Ejército, Milicia y Armada” enarbolando
una bandera turca creyendo pintorescamente que se trataba de la roja. Y en la
Segunda, basta leer a Hugh Thomas o a Gabriel
Jackson para darse cuenta de la responsabilidad de los nacionalistas,
incluida la proclamación de un Estado Catalán en 1934, en su destrucción.
Si se juzga simplemente desde la deslealtad, habría que recordar,
en plena guerra civil, el Pacto de Santoña por el que las fuerzas militares
controladas por el PNV se rindieron por su cuenta a las tropas italianas sin
consultar al Gobierno legítimo.
Tercero.- Hoy, 28 de febrero, se
celebra el día de Andalucía y es cierto que en la transición, también en esa
Comunidad, los antifranquistas se manifestaban reivindicando un Estatuto de Autonomía. Los andaluces no eran
ajenos a su rica historia, y no podían
olvidar el rasgo distintivo que los caracterizaba: un atraso social que exigía intensa
labor de transformación, pues como fue poéticamente señalado el día de la
investidura de su primer presidente: “Es hora de que este pueblo empiece a
cantar sin pena”, para que sea “la vida [y no la injusticia de siglos] la que
toque la guitarra”. Pero la misma necesidad de diferenciación sería predicable
de Canarias, con su reivindicación atlántica, Aragón, Valencia y todas las
demás. El problema radica en que una cosa es una descentralización
administrativa y otra, bien distinta,
crear 17 estados con sus respectivos “padres de la patria”, parlamentos,
ejecutivos y reivindicación de propia, e irrenunciable, nacionalidad. Después
de cuarenta años, todo ha terminado siendo ridículo y bien triste
Cuarto.- Ya no hay vuelta atrás, sin embargo. Y demuestran
falta de inteligencia los más radicales portaestandartes del centralismo.
Eliminar el Estado de las autonomías es imposible, originaría una rebelión
social imposible de contener. Decían los antiguos que nada se puede contra “las
leyes subterráneas de la historia”, que favorecen en este momento tribales
resistencias frente a la globalización. En casos así, lo prudente sería intentar
controlar el fenómeno antes que oponerse frontalmente. Además, la proliferación
de instancias intermedias no sólo acerca el poder al pueblo, puede resultar un
instrumento bien eficaz para la planificación y el desarrollo. Los dirigentes
de Voz, representantes de un nacionalismo puramente reactivo frente a la
agresividad independentista, deberían tenerlo en cuenta.
Quinto.- Si no hay posibilidad de retorno, y la
efectividad actual de nuestra articulación territorial resulta imposible, es
que necesitamos una reforma constitucional; pero hay que saber qué se pretende.
Claro que es necesario fomentar una política generosa de consenso, es lo que
hicieron los constituyentes del 1978. La diferencia es que ellos conocían el
objetivo: el restablecimiento de la democracia y de las libertades. Los temores
conservadores podían chocar con las ideas de Jordi Solé Tura cuando profundizaba sobre burguesía, naciones
y nacionalismo en España. El marco, sin embargo, era bien claro: la
equiparación política de nuestro país con el resto de las democracias
occidentales. Un hombre inteligente como Fraga sabía que, en este sentido,
sería disparatado oponerse a Gregorio Peces Barba o al respetado Miquel Roca.
Las fuerzas constituyentes, desde Alianza Popular al Partido Comunista de
España, compartían un mismo universo cultural. Además, eran prudentes y
supieron enterrar el pasado. Los iluminados como Blas Piñar fueron apartados y,
afortunadamente, no había surgido el fanatismo de Quim Torra.
Sexto.-Hoy día, antes de abordar una reforma de esa
naturaleza, sería imprescindible saber lo que se quiere, y no se sabe. Mientras
los independentistas sigan insistiendo en el referéndum unilateral sería
imposible cualquier negociación, y lo mismo cabría decir sobre la opción
república-monarquía que todo el mundo es consciente que constituye un tema nada
secundario. No existen puntos mínimos comunes. Los esfuerzos de entendimiento
del gobierno, incluso para una sensata salida al tema de los presos, recomendable
muestra de humanidad, no serían rechazables siempre que tengamos la
tranquilidad de que no se nos quiere engañar. ¿Por qué no se explica Pedro
Sánchez? ¿Por qué es incapaz de llegar a acuerdos previos con la mitad del
pueblo español representada por el resto de partidos constitucionalistas?
Nuestro Presidente debería saber que Cataluña no es Québec
ni Escocia con sistemas constitucionales distintos, cualquier jurista se lo
podría explicar. Y es el derecho el que determina la nacionalidad, pues
constituye el “pacto social” que une a todos los que poseemos el mismo
pasaporte. Si se rompe, nada es eterno, tendría que ser con nuestra voluntad. Nadie
duda de que hay que buscar una generosa solución al problema catalán, pero si
alguien llegara a pensar que cabe dividir, según líneas estrictamente
geográficas a catalanes y andaluces, demostraría ignorancia e
irresponsabilidad. ¡Sería un memo, vaya!