martes, 28 de septiembre de 2010

Autocrítica por precaución

Siempre se ha dicho que no hay dos sin tres, y así lo creía yo. Sin embargo, cuando se trata de hablar de los delirios andaluces parece que las terceras partes no son nada buenas, los disgustos te vienen desde todos los lados del espectro ideológico. Así que, por la cuenta que me trae, más vale plegar las velas; reconozco que estaba equivocado: Andalucía merece exactamente el mismo tratamiento estatutario que el de Cataluña o el de Euskadi, ¿quién lo puede dudar? Además, los que pretenden llevar la razón en contra del mundo terminan deslizándose claramente hacia la paranoia. ¡Vaya por Dios! me veo en la consulta de mi buen amigo Pepe Crespo

Como es conocido, el gran Nietzsche, después de asegurar que “existe un enorme desacuerdo entre la grandeza de mi obra y la pequeñez de mis contemporáneos”, tituló los tres primeros capítulos de su “Ecce homo” de la siguiente forma, sin duda pintoresca: ¿Por qué soy tan sabio? ¿Por qué soy tan listo? ¿Por qué escribo tan buenos libros? En un primer momento los críticos dedujeron que se trataba de una simple metáfora, ciertamente narcisista. Al final la realidad se impuso, en 1889, año de conclusión de su libro, el filósofo estaba como una regadera. Y si eso le puede pasar a un genio, las posibilidades de que un modesto articulista termine preguntándose ¿por qué soy tan guapo? no son nada desdeñables. Mucho cuidado pues.

Es de recordar también que, atacando el pensamiento de Kant sobre la falta de madurez de sus contemporáneos, Johan Georg Hamann señaló que “la debilidad y la inmadurez no eran crímenes sino, más bien, una parte inevitable de la condición humana”. Solamente los seres presuntuosos se creerían capaces de dar lecciones a los demás. Inició así la puesta en cuestión de unas élites que, en todos los tiempos, han pretendido considerarse por encima del resto de los incultos y deficientes mortales, lo que no deja de ser también una forma de peligroso delirio, el de la soberbia.

De todas maneras, al paso que vamos será muy difícil continuar escribiendo sobre política, a no ser que claramente defiendas a unos u otros. Por elemental prudencia, me dedicaré por ahora a la filosofía. Sin embargo, y como muestra de mi clara enajenación mental, que no consigo superar, terminaré diciendo que todavía pienso que nuestro problema territorial no puede enfocarse comparando las competencias de unos y otros, así no se puede gobernar. Dicho esto, como a mis 58 años no quiero más sobresaltos que los indispensables, por ahora creo que será mejor callar. Si nuestros políticos, incluso mis antiguos camaradas comunistas, devienen convencidos nacionalistas, seguro que tienen razón.

martes, 21 de septiembre de 2010

El reino del delirio II


D. Manuel Azaña en un discurso en el Congreso de los Diputados con motivo de la discusión sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña realizó la siguiente afirmación: “¿el siglo XVI, el siglo XVII, son grandes siglos españoles? ¿Éramos un pueblo importante, una monarquía fuerte? ¡Ah! ¿Sí? Pues no hay en el Estatuto de Cataluña tanto como tenían de fuero las regiones españolas sometidas a aquella monarquía”. En lo que se refiere a Euskadi, Azaña nada dijo, entre otras razones, porque su Estatuto fue aprobado en plena Guerra Civil, pero durante ella vizcaínos y guipuzcoanos se comportaron como si los franquistas fueran un ejército de ocupación, reaccionaron en bloque en su contra. No hubo distinción de clases sociales, y hasta el clero fue víctima de la represión.

Negar estos hechos es negar la historia, y si nos inventamos cuentos para ocultarlos lo que hacemos será delirar, comportarnos como psicóticos. En el fondo, el Estado Autonómico, producto de la Constitución de 1978, fue concebido por alguno de sus inspiradores para borrar la personalidad singular catalana y vasca, el denominado “café para todos”. Se pretendía que fuéramos iguales cuando no es así, lo que no es ningún desdoro. Qué me importa a mí, hijo, nieto y biznieto de andaluces emigrados, como consecuencia de la pobreza e injusticia social de nuestra tierra, que tengamos la misma posición jurídica que los catalanes. Mi historia posee tantos sueños como la de ellos, desde el pasado romano y musulmán a la participación en el descubrimiento de América.

No soy nacionalista porque un mínimo estudio serio de la historia me hace comprender que Andalucía ha participado siempre de la esencia española. ¿Qué más da que otras regiones lo puedan ser? Imitarlas, copiando por ejemplo preceptos enteros de su norma estatutaria para no ser menos, no sólo me parece ridículo, creo que, además, pone en peligro una ordenación racional de la vida estatal de nuestro país. Los españoles somos el producto de un gran fracaso histórico derivado de la inexistencia de una revolución burguesa que impusiese una jacobina centralización. El problema vasco y catalán no es más que su simple consecuencia.

Si a las alturas del siglo XXI, lo que pretendemos es volver al Antiguo Régimen recreando una Nación, no sólo adoptaremos una actitud bien pintoresca, impediremos el desarrollo de una política desde la racionalidad, y no desde los infantiles  juegos de buscar quién es más que quién. Vivimos en un mundo de cambio acelerado, y mejor sería reflexionar sobre sus incognitas que dedicarnos a medir al milímetro las competencias de unos y otros. Al fin y al cabo, no son más que una tonta, aunque peligrosa, ilusión.

martes, 14 de septiembre de 2010

El reino del delirio I

Todos los individuos podemos pasar de la realidad a la fantasía, sin riesgos y con total libertad, pues en cualquier momento cabe volver atrás. Los psicóticos, en cambio, vagan para siempre en un mundo de delirios porque se les ha roto el puente que permitía regresar; se quedan aislados y solos. A las comunidades humanas les puede pasar lo mismo; así en España hay una, Andalucía, que hace ya bastante tiempo parece haber caído en la enfermedad. En el artículo 1 de su Estatuto de Autonomía se afirma solemnemente, y como algo evidente, que constituye una “nacionalidad histórica”. ¿Quién lo dice? Desde luego no los ciudadanos que lo votaron muy minoritariamente. ¿Entonces?

A manera de justificación, en su preámbulo, se proclama entre otras cosas que el ideal autonomista “hunde sus raíces en nuestra historia contemporánea”. Así, “el manifiesto andalucista de Córdoba describió a Andalucía como realidad nacional en 1919”. Y durante la II República el movimiento habría cobrado nuevo impulso hasta el punto de que “en 1933 las Juntas Liberalistas de Andalucía aprueban el himno andaluz, se forma en Sevilla la Pro-Junta Regional andaluza y se proyecta un Estatuto”. Y ya en plan épico se concluye que “el ingente esfuerzo y sacrificio de innumerables generaciones de andaluces y andaluzas a lo largo de los tiempos se ha visto recompensado en la reciente etapa democrática”. Todo precioso, muy fino y correcto.

Sin embargo, las cosas no son tan claras. Cualquier historiador advertiría que los hechos de la realidad permiten un abanico prácticamente infinito de posibilidades de interpretación. Por eso, la opción elegida es siempre ideológica, la que más conviene al que la realiza. Además, los datos aislados no sirven para extraer conclusiones científicas. Si en los largos años del franquismo un demócrata hubiera planteado una reivindicación nacionalista no hubiera sido tomado en serio, extravagante hubiera sido su calificativo. ¿Dónde estaba entonces el recuerdo de esa, prácticamente eterna, aspiración al autogobierno?

La verdad es que lo que ocurre actualmente en Andalucía es obra de sus políticos, y no de los de la preautonomía que eran gente seria y renegaban, al menos casi todos, de las pretensiones nacionalistas. Lo que se ha pretendido es ocupar espacios de poder, y asegurarse el fundamento normativo necesario para colocarse al nivel que Euskadi, Cataluña, o, si fuere preciso, del mismo lucero del alba, no faltaría más. No se dan cuenta que concebir la vida pública en esa forma, en término de comparación entre unas comunidades y otras, no sólo es cateto y provinciano, elimina también los planteamientos ideológicos e impide una política seria de carácter estatal.

martes, 7 de septiembre de 2010

El error de Dios


Nietzsche en “El ocaso de los ídolos” se planteaba una inquietante reflexión: “¿Es el hombre tan sólo un error de Dios? ¿O es Dios un error del hombre?”. Hawking, enfermo como todos saben de esclerosis lateral amiotrófica, acaba de afirmar que no es necesario un creador “para explicar el origen del Cosmos”, y en un brillante artículo de Julio Miravalls en este periódico podemos leer lo siguiente: “¿Qué motivos puede tener para creer en un buen Dios alguien sometido a tan terrible injusticia: la mente más brillante en un envoltorio tan lamentable?” Se trata de una pregunta eterna, ¿cómo un ser misericordioso ha decidido poner en marcha este mundo?

Lo que nos señala Miravalls es apasionante porque, si introducimos los factores personales a la hora de determinar la existencia de Dios, es lógico pensar que, en la disyuntiva de Nietzsche, la respuesta sensata sea la de que un ente de esa naturaleza no puede ser más que producto del error de los hombres. La enfermedad, la angustia y, fundamentalmente, la muerte deben haber influido de manera esencial a la hora de inventarse un ser omnipoptente y bondadoso, pendiente de todos y cada unos de nosotros. Dios escribiría derecho a través de renglones torcidos. Al final del camino, proporcionaría reparación y felicidad. Se trataría de un espléndido sueño para sobrevivir.

Por muy derecho que haya escrito, lo cierto es que el universo en que habitamos no puede ser más trágico, a nuestros mortales ojos al menos. Tendrían razón, entonces, los filósofos que han sostenido que el mayor reproche que cabría hacer a Dios es la existencia. Si es así, la respuesta de personalidades seguras y fuertes, como la de Hawking, resulta perfectamente coherente: no tengo ninguna necesidad de que mis limitaciones me hagan caer en delirios. Los otros se equivocarán a conciencia, pero yo no: el cosmos no requiere un creador. Sin embargo, esta actitud también puede ser fruto de un error, el de la rebeldía frente a quien me produce desazón.

Plantearse con instrumentos humanos la existencia de Dios no puede conducir más que a la confusión: será nuestra entidad y no la suya la que se ponga en cuestión. Personalmente, tengo miedo, tanto miedo a lo desconocido, al dolor y a la soledad, que prefiero seguir las tradiciones de quienes me amaron. No quiero rebelarme contra lo que experimentaron mis padres, mis abuelos, y los buenos franciscanos que me educaron en Tánger. Tampoco contra lo que me enseñaron los viejos comunistas que también, a su manera, creían en una justa divinidad. Además, para qué agitarme, si no podré alcanzar ninguna certeza. Deseo, ojalá que sea tarde, que unos y otros me estén esperando, será el momento de ver con claridad.