jueves, 3 de septiembre de 2020

Martín Villa y la "memoria histórica". El Mundo. Madrid

 


Se anuncian en nuestro país diversas iniciativas sobre la denominada “memoria histórica” cuando  lo más sensato  sería olvidar. Señalaba Stanley Payne en Los orígenes de la Guerra civil española, obra colectiva en la que participó, que determinadas historias sólo sirven para dar un ejemplo negativo a otros países de cómo no debían portarse. Se basaba en consideraciones del filósofo decimonónico Chaadayev, que aludía a Rusia. Sin embargo, la II República y nuestra guerra civil constituyen un exponente bien claro de acontecimientos que sólo deben inspirar vergüenza. Unos y otros fueron responsables de aquel desastre. Los franquistas se sublevaron es cierto, pero las fuerzas de izquierda lo hicieron también en el año 1934. La República fue un sueño hermoso pero acabó mal y con crueldad.

 

Los partidarios de fomentar memorias de esa clase han aplaudido la declaración de Rodolfo Martín Villa, instada por una magistrada argentina, sobre presuntos crímenes cometidos en la transición española. Aparte de lo sencillamente disparatado que parece todo, habría que recordar los siguientes hechos elementales:

 

Primero.-En España no existe otra jurisdicción que la nuestra. Ningún órgano judicial de otro país puede incoar diligencias contra un compatriota por hechos ocurridos en el nuestro. Esto lo sabe cualquier estudiante de derecho, y lo deberían saber nuestras instituciones. Bastaría con leer las leyes de Enjuiciamiento Criminal y la Orgánica del Poder Judicial.

 

Segundo. La Ley de Amnistía elaborada por las Cortes en 1977 extendió sus efectos sobre todos los hechos con intencionalidad política, tipificables como delito, con anterioridad a la llegada de la democracia. No se trató de ninguna “Ley de punto final” como las que se dieron los dictadores latinoamericanos para protegerse frente a la acción de la justicia. Por el contrario, nuestra Amnistía pretendía servir como instrumento de reconciliación: lograr la piedad y el perdón que dramáticamente solicitaba en 1938 Don Manuel Azaña.

 

Tercero.-Nuestros populistas son de una enorme ingenuidad. Si no se hubiera elaborado la Ley de Amnistía, personajes como Santiago Carrillo, en cuyo partido milité, podían haber sido procesados por los sucesos de Paracuellos del Jarama. ¿Es que no lo saben? Cabía alegar que se trataba de un delito de lesa humanidad, incluso un genocidio, no susceptible de prescripción. La Amnistía fue dada a unos y a otros, era la única manera de inaugurar un nuevo régimen sin hipotecas. No se trató de un escudo para los represores, fue un acto de perdón colectivo.

 

Cuarto.-Todo esto obedece, además, a una dinámica lógica: si se destruye la Monarquía, se desprestigia sistemáticamente al poder judicial, y se descalifica a los personajes que hicieron posible nuestra transición hacia las libertades públicas y la democracia, el régimen constitucional quebrará. Queda bien poco ya. ¿A quién beneficia este fracaso? Es evidente: a los independentistas, a los populistas y a los irresponsables de toda clase y condición. Si a esto unimos la cobardía de partidos que prefieren eliminar a brillantes dirigentes, Cayetana Álvarez por ejemplo,  con tal de sobrevivir entre medianías, queda poco por hacer.

 

Hay jueces que pretender ser debeladores de entuertos urbi et orbi sin darse cuenta, como señalaba el pobre Tomás y Valiente, que lo único que desean es reforzar su narcisismo.

 

 

 

 

 

 

 

 


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