jueves, 26 de abril de 2018

Delegacion de voto y fraude El Mundo Madrid


Aceptar la delegación de voto de los diputados Puigdemont y Comín no sólo constituye una maniobra fraudulenta, tiene una naturaleza claramente inconstitucional. Implica no tener la menor idea de lo que significa una Asamblea Legislativa o, más grave aún, utilizarla al servicio de concepciones políticas antiparlamentarias.  Además es ridículo, ¿cómo van a votar unos prófugos de la justicia? Veamos:

Primero.-Por su propia razón de ser, los Parlamentos se basan en la presencia de los electos. Hubiera sido inconcebible que Robespierre, Brissot o Vergniaud dejaran de acudir a las sesiones de la Convención francesa o que, en su tiempo,  Manuel Azaña y José María Gil Robles utilizaran los servicios de un “propio”. Ni siquiera sería planteable, sus palabras no podían ser reproducidas por otros. Si fuera posible otra cosa, ya no estaríamos ante un Parlamento.

Segundo.-El Reglamento del Parlamento de Cataluña señala de manera literal que “los diputados tienen el deber de asistir a los debates y a las votaciones del Pleno y de las comisiones de que son miembros”. Es algo elemental, como diría el tratadista Pitkin, los representantes tienen la obligación de hacer presentes a los ciudadanos en el trabajo del Parlamento, sin que puedan utilizar a su vez a terceros aunque sean también diputados. Caso contrario, ¿para que votar a concretas personas?

Tercero.-Ciertamente, los tiempos cambian y la práctica de la delegación de voto se ha venido admitiendo progresivamente en el ordenamiento español. Y así, el artículo 95 del Reglamento del Parlamento de Cataluña establece unos concretos supuestos de delegación “con motivo de una baja por maternidad o paternidad” así como en los casos de “hospitalización, enfermedad grave o incapacidad prolongada debidamente acreditada”. Es decir, con un carácter tasado y excepcional, evitando además la duración ilimitada.

Cuarto.- El derecho de participación política establecido en el artículo 23. 2 de la CE no tiene un carácter absoluto, no puede eliminar las trabas que derivan de la relación de “sujeción especial” que implica el sistema penitenciario o la persecución del juez penal. Un prófugo, como resulta elemental, es alguien huido de la justicia y sería demencial pensar que, mientras se le encuentra, pueda utilizar instrumentos que le servirían para dificultar su aprehensión.

Quinto. Aquí no nos encontramos ante el supuesto de una incapacidad prolongada de carácter legal, como la que los jueces han admitido en otros casos, de lo que se trata es de unos rebeldes al ordenamiento jurídico que quieren prolongar su huida por todos los medios.

Finalmente, si el Parlament sigue actuando en esta forma, sería el momento de preguntarse si no estará siendo utilizado por los independentistas como mero instrumento privilegiado de una rebelión, política desde luego, pero muy posiblemente también estrictamente jurídico penal, los tribunales en su momento lo dirán. Y si es así, habrá que hacerla cesar.




jueves, 19 de abril de 2018

Delatar no es informar ABC Sevilla


Vivimos convencidos de haber establecido una sociedad basada en las libertades informativas y de expresión, es decir, en el debate público de las ideas y las opiniones cuando en realidad lo que hemos hecho es facilitar el trabajo de ruines delatores. Lo que ocurre actualmente no tiene nada que ver con lo que pretendieron los ilustrados y los viejos revolucionarios burgueses. El artículo 11 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, nos decía con la contundencia romántica propia de la época que: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente con la salvedad de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Como reacción a las tinieblas propias de los “siglos de la oscuridad”, se aspiraba a lograr una “verdad”, religiosa y profana, sólo accesible mediante la información.

El secreto sería literalmente pecaminoso, y así decía Thomas Paine que “las naciones no pueden tener secretos, y lo que las cortes, igual que los individuos, guardan en secreto son siempre los defectos”. Por eso, el Juez Brandeis del Tribunal  Supremo de los Estados Unidos señaló que “la luz del sol es el mejor de los desinfectantes”. El pensamiento revolucionario si quiere triunfar debe rodearse de belleza y ampararse en fascinantes doctrinas.  Los partidarios del establecimiento de un “marketplace of ideas” lo supieron hacer, contaron con la aportación de autores como Stuart Mill: “la opinión que se intenta suprimir mediante la autoridad puede muy bien ser verdadera. Quienes desean suprimirla niegan, naturalmente, su verdad; pero no son infalibles. No tienen autoridad para decidir la cuestión por todo el género humano, ni para excluir a nadie del derecho a juzgar. Negarse a oír una opinión porque se está seguro de que es falsa, equivale a presumir que la certidumbre propia es la misma cosa que la certeza absoluta. Silenciar cualquier discusión implica una presunción de infalibilidad”.

Efectivamente, ocultar una opinión constituye una censura inadmisible en una sociedad moderna. El problema es que actualmente la  ciudadanía está interesada, o la han hecho interesarse, por los aspectos más sórdidos de la realidad. La lógica del mercado otorga trascendencia a cuestiones morbosas y sensacionalistas propia de la más primaria psicología de masas. Si la forma en que un presidente satisface sus pulsiones sexuales puede llegar a condicionar la política de los Estados Unidos de Norteamérica, como ocurrió en el caso de Clinton, lógicamente los medios de comunicación se sentirán en la obligación de cubrir el tema. Pero la verdad es que entonces ya no constituyen instrumentos de auténtica información. Al final, podría llegarse a la conclusión de que todo lo que despierta la curiosidad ciudadana, por bajo que fuese, merece considerarse un “asunto público”.

El problema es más grave aún cuando, sobre la base de las libertades informativas, se viene a juzgar a los políticos y a las élites ciudadanas. En la práctica, basta con analizar la historia española de los últimos años, cualquiera que destaque es objeto de una investigación exhaustiva tendente a sacar a la luz los aspectos más recónditos, sobre todo si parecen sucios, de su personalidad. Los afectados carecen de posibilidades de defensa dado que la jurisprudencia ha consagrado una prevalencia de las libertades informativas, justificada por un desnaturalizado  interés público, sin tener en cuenta que la vida de los hombres está llena de “actos equívocos”, es decir, que pueden ser analizados de infinitas maneras. Si permites que todas salgan a la luz, darás lugar a las interpretaciones más viles y crueles sin razón suficiente para ello.

¿De verdad alguien cree seriamente que el caso Cifuentes, por ejemplo, o las informaciones que se dieron en su tiempo sobre estadistas como  Felipe González, están basadas en el deseo de alumbrar un real debate público? Por supuesto que no, de lo que se trata es de eliminar a los que están por encima y pueden molestar a los propios intereses. Los chivatos tienen una labor muy fácil, basta con consultar internet y buscar las explicaciones más negativas posibles. Hoy nos cargaremos a un rival, mañana al otro y, al final, con absoluta irresponsabilidad destruiremos nuestra propia sociedad. Antes, las personalidades prestigiosas eran conducidas a la vida pública, ahora todo el que brilla en cualquier terreno se ve impelido a refugiarse en la intimidad de su hogar para permanecer desconocido. Conclusión, nadie que valga se dedicará a la política, no merece la pena. Y esa es la razón por la que no tenemos representantes capaces de defendernos.

En España vivimos una auténtica rebelión, incluso en sentido estrictamente jurídico, y somos tan imbéciles que nos dedicamos a destruir al contrario contándonos batallitas sobre licenciaturas y cursos. Unos y otros actúan como niños, mientras los independentistas catalanes nos van venciendo en todos los terrenos. ¡Qué vergüenza! A este paso,  dándonos garrotazos a la manera de Goya y rodeados de ineptos y memos, hundiremos nuestro país.



sábado, 14 de abril de 2018

La razón de una querella El Mundo. Madrid


Los locos y los criminales realizan las más disparatadas acusaciones sin inmutarse. Los primeros porque se las llegan a creer en un mundo que les resulta hostil, y quieren explicarlo con tesis conspirativas de carácter paranoico que les convierten en pobres víctimas. Los segundos, que pueden combinar también el crimen con ciertas dosis de enfermedad mental, simplemente porque necesitan dificultar la prueba de los hechos, o enmarañar el proceso que se tramita en su persecución. Los miembros del Parlamento catalán que han decidido la interposición de una querella contra el Juez Llarena no están locos, al menos que se sepa, y en principio tampoco ha sido declarada su culpabilidad penal, ¿entonces cómo se atreven a dirigir una acción de esta índole? En nuestra opinión, por una razón que podría calificarse de bien fraudulenta, la ruptura del principio de imparcialidad judicial.

El tema es sencillo, si convierten al magistrado instructor en parte interesada, afirmarán que carece de las condiciones necesarias para garantizar un “justo proceso”.  Es evidente, desde cualquier punto de vista, que la acción que realizan, sobre la base de una presunta prevaricación judicial, no tiene la más mínima verosimilitud, y les consta, porque no son locos ni tontos, que las posibilidades de prosperar son prácticamente nulas. Lo que buscan, aparte de complicar las cosas más aún de lo que lo están, es sostener a nivel internacional la incapacidad del Juez Llerena para continuar la instrucción, y conseguir, de una manera u otra, la nulidad final de lo actuado con independencia del daño que vuelven a hacer a la credibilidad de nuestro país. En cualquier caso, veamos:

Primero.-Como se sabe, el Comité de Derechos Humanos de la ONU no tiene naturaleza jurisdiccional, carece de carácter vinculante y no ha dictado ninguna resolución que obligue en forma alguna a los tribunales españoles que juzgan del procés. Por tanto, es disparatado pensar siquiera que Llarena pueda estar cometiendo género alguno de ilícito penal en su tramitación.

Segundo.-Los derechos políticos de los procesados no son ilimitados, ningún derecho lo es según tiene sobradamente declarado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos: un delincuente, por muy diputado que sea, si está en prisión preventiva no puede ejercer un cargo público de carácter representativo. Y si lo está es porque el órgano judicial ha debido tener en cuenta su peligrosidad, así como los bienes jurídicos que trata de proteger en cada caso. Lo contrario implicaría una burla para las víctimas, el resto de los ciudadanos y la propia seguridad jurídica.

Tercero.- La presunta  peligrosidad de Puigdemont, Sánchez y los demás implicados en este caso es evidente: el delito de rebelión, si de tal se trata, no ha terminado de consumarse. Es más, asistimos a su desarrollo en la fase culminante del mismo: el de su internacionalización, lo que había sido previsto desde el inicio de los acontecimientos a tenor de los documentos, al parecer aportados a la causa, por la Guardia Civil.

Si se juzga una rebelión, el que haya existido o no dependerá de lo que concluyan finalmente los tribunales de justicia, es evidente de toda evidencia que los procesados no pueden quedar en libertad y menos para dirigir, desde el Govern, la propia insurrección que se trata de evitar. Quien haya estudiado derecho sabe que una querella contra un magistrado debe ser planteada desde el rigor y la seriedad. Si se hace de otra manera, y así se constata, podríamos entrar en el terreno de la acusación y denuncia falsa con todo lo que implica. En cualquier caso, todos los juristas saben también que un juez no se convierte en parcial por la querella interesada de un particular. Al juez Llarena podrán dirigirle las acusaciones que quieran pero, mientras no se demuestre otra cosa, nadie podrá negarle la calidad y buen hacer de sus resoluciones.




viernes, 6 de abril de 2018

Así no se puede seguir ABC Sevilla



Ortega y Gasset decía que los pueblos que carecen de proyectos en común eligen sistemáticamente a los peores hombres para dirigirlos. Si fuera verdad, España se encuentra en uno de los peores momentos para comprobarlo. El problema de Cataluña no encuentra solución, y no por torpeza de los independentistas, no. Todo lo contrario, de lo que resulta del auto de procesamiento y es reflejado en filtraciones periodísticas, lo que ocurre había sido previsto al milímetro: la existencia de un tiempo en el que coexistirían dos legalidades hasta que la resistencia continua de los rebeldes terminara por derrotarnos por cansancio y por el inicio de una crítica internacional. La insistencia en votar a Puigdemont, Turull o Sánchez va encaminada a ese objetivo. ¡Y no sabemos cómo reaccionar! Ante ello, me gustaría advertir lo siguiente:

Primero.- A la muerte de Franco, la astucia de nuestros vecinos marroquíes nos condujo a una crisis internacional cuyas consecuencias seguimos aún viviendo. Con plena conciencia de la debilidad española, y el apoyo al menos pasivo de Francia y los Estados Unidos, Hassan II impulso la denominada “Marcha Verde” sin tener la menos delicadeza por nuestra situación interna ni respeto por el Tribunal Internacional de la Haya que, en una Opinión Consultiva, había señalado que sólo era posible reconocer vínculos jurídicos de fidelidad entre el sultán de Marruecos y algunas, sólo algunas, tribus saharauis, sin que ello pudiera constituir título legítimo para un ejercicio de soberanía. El pánico de la clase política española la llevó, sin embargo, a abandonar a los saharauis, paisanos nuestros por cierto, y ceder la administración del territorio a Mauritania y Marruecos. ¿Somos conscientes de que las ciudades de Ceuta y Melilla, y los peñones pueden ser objeto de un chantaje similar? A juzgar por nuestra inoperancia colectiva, parece que no.

Segundo.-Mientras se resuelve el problema catalán, que no se resolverá sin un nuevo gobierno que se decida a romper de manera definitiva  con el procés (lo que no se vislumbra), Gobierno y Congreso de los Diputados se muestran incapaces de abordar el instrumento clave para la dirección política: la elaboración de un presupuesto. ¿Cómo es posible? Sería simplemente una vergüenza que Ciudadanos y Partido Popular se embarquen en rencillas infantiles, y celosas, relacionadas con las próximas elecciones, nos estamos jugando demasiado como para que lo que importe sean escaños y parcelas de poder. ¿Y el Partido Socialista a qué espera? ¿Dónde está su política diferenciada en defensa del sentido común y la legalidad? Julián Zugazagoitia, Indalecio Prieto y Besteiro ante todo amaban España. No eran niños chicos jugando a las casitas, y a ver quién era más guapo que quién. Sería suicida dedicarse a la política con el único objetivo de alcanzar el gobierno, con independencia de la moralidad de los medios. Nos estamos jugando el país.

Tercero.- Nos encontramos es un momento decisivo de la historia española, también occidental, nuevas perspectivas sobre el género, la familia, la participación de las masas y la globalización nos encaminan a otro tipo de sociedad. Mientras tanto, en España, carecemos de conciencia de lo que nos jugamos. Y el problema no es sólo de nuestra clase política, es de todos los españoles. Lo único que nos parece interesar es el amarillismo y la crueldad. Es significativo que, en las últimas fechas, sean tres cuestiones de carácter inquisitorial las que nos preocupan: la posible condena de Urdangarín, el master de Cifuentes y el juicio de los ERE. Si esto es lo que nos afecta es que tenía razón Ortega: nos merecemos los políticos que nos representan.

El caso de Urdangarín lo que merece, después de tanto tiempo, es piedad.  Incluso aunque lo absolvieran está ya destruido, y no veo la razón para alegrarse. En cuanto a los ERE, por lo menos en el caso de Chaves y Griñán, en el de otros también, no es posible comprender cómo dos personas esencialmente honestas y brillantes han podido ser llevadas a juicio. Responsabilidad política es indudable que tuvieron por el dato elemental de que, a juzgar por lo ocurrido, se equivocaron gravemente o actuaron con torpeza. Pero, ¿llevarlos a juicio? Eso sólo es la muestra de la crueldad y venganza de sus conciudadanos, que confunden la responsabilidad penal con la política. Y ello lo decimos con absoluto respeto a las decisiones procesales de nuestros tribunales de justicia, pero con la amargura que supone comprobar cómo han sido utilizados en la guerra sucia de los políticos.

¿Y en el caso de Cifuentes? ¿No podrían dedicarse nuestros representantes a estudiar proyectos de regeneración social? Parece que lo único que les interesa es eliminar al contrario mediante delaciones y chismes. Da la impresión de que vivimos en una sociedad dominada por una Inquisición que ya no lleva a nadie a la hoguera, pero que destruye reputaciones ajenas para ocupar sus posiciones y disfrutar con el mal ajeno. Este tipo de políticas sólo sirven para destruir a España y envilecernos aún más de lo que estamos.

martes, 3 de abril de 2018

El juez Llarena y la libertad de expresión. El Mundo.Madrid






El que insulta, escupe, chilla o silba a otro está expresando sus sentimientos hacia él, es indudable. Y el que pintarrajea  la casa del juez Llarena también. Pero eso no tiene nada que ver con la libertad de expresión tal y como ha sido entendida por la doctrina jurídica de los países occidentales, desde el Areopagítica de John Milton, que se refiere a las ideas y opiniones, es decir, al combate intelectual. Si confundimos ambos conceptos, como viene ocurriendo tras el último arrêt del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso de la efigie quemada de la pareja real española, se incide en un error conceptual  susceptible de afectar de manera grave a la seguridad jurídica. Es más, puede ocurrir que se concluya que no cabe reaccionar contra quienes aprovechen dicha resolución para convertir en costumbre burlona la mofa del Jefe del Estado o de la autoridad judicial. No es posible tal cosa ni mucho menos, pues es preciso matizar lo siguiente:



          Primero.-El artículo 11 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, nos decía con la contundencia romántica propia de épocas revolucionarias que: “La libre  comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente con la salvedad de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Como reacción al oscurantismo y la censura del Antiguo Régimen, la nueva sociedad quería crearse sobre la base del debate.


Segundo.- La libertad de expresión e información constituye, así, uno de los principios esenciales de nuestro ordenamiento jurídico, y opera, al mismo tiempo, como un derecho fundamental de todos y cada uno de los ciudadanos. Pero la grosería, el insulto y el mal gusto, que no vengan acompañados de una exposición intelectual, no pueden realizarse a su amparo porque son otra cosa. Ciertamente, puede ocurrir que una expresión concreta no tenga la entidad suficiente para merecer un reproche penal, pero eso es  distinto.

Tercero.-Por otra parte, lo que dice el arrêt del TEDH es que en este caso concreto, el sometido a enjuiciamiento, la pena de prisión resultaba desproporcionada en relación con los valores a defender en una sociedad desarrollada. En cada supuesto, entonces, será necesario ponderar los hechos y elementos jurídicos en presencia. Por tanto, es absurdo hablar de despenalización.

Es preciso advertir de manera tajante, a la vista de lo resuelto por dicho tribunal, que  sería disparatado pensar que nos encontramos ante una acción lícita. Ni mucho menos, se trataría de una infracción del ordenamiento jurídico no sancionable con pena de prisión por su desproporción, y punto. El aparato del estado seguiría conservando intacta la posibilidad de reprimir unos hechos que atentan el orden de valores propio de una convivencia democrática avanzada, incluso por la vía, en su caso, de la tipificación administrativa.

La confusión conceptual que estamos sufriendo en materia de libertad de expresión ha llegado a un nivel tal que vienen siendo continuas las manifestaciones de desprecio, humillación, incluso odio, contra los titulares de nuestras instituciones representativas. Y, volvemos a repetirlo, no son acciones lícitas. Pueden y deben ser perseguidas, pues son contrarias claramente a nuestro ordenamiento jurídico. Caso contrario, dejamos desprotegidos a los que defienden nuestros sistema constitucional, empezando por las fuerzas de orden público.