miércoles, 8 de noviembre de 2000

La psicosis del terror (en El País)

Decía Albert Camus que "ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas... Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan". Hasta hace poco, los andaluces tampoco creíamos en las plagas. Sin embargo, los recientes asesinatos de Luis Portero y de Muñoz Cariñanos han provocado un estado de angustia colectivo no siempre expresado, pero desde luego perceptible.

Todos los días surgen nuevas listas, que cada vez se sienten más próximas. Y así, de amenaza en amenaza, la ciudadanía en su conjunto parece haberse reencontrado con una nueva modalidad de la peste bíblica, el terror. Todo el mundo quiere seguridad y surgen los reproches por la que se pudo tener y no se tuvo. Sin embargo, por mucho que se busquen escoltas y guardaespaldas, de poco servirá. Es muy difícil mirar todos los días los bajos de tu coche, cambiar de itinerario, observar caras nuevas en el vecindario... sin que al final no te quiebres psicológicamente, no te domine la neurosis. La angustia es una horrorosa experiencia individual, pero es su generalización a nivel colectivo lo que precisamente persigue el terrorismo.

Se trata de conseguir que la sociedad se desestabilice, sea incapaz de tomar decisiones racionales sin estar poseída por el miedo. El ¡que se vayan! será al final una decisión liberadora. La gente justifica siempre lo que necesita creer. Y, cuando no puede más, de nada servirá plantear la inmoralidad de abandonar a más de la mitad de un pueblo a su suerte, el carácter fraudulento de una decisión adoptada exclusivamente por las tres provincias del País Vasco sin tener en cuenta a Navarra o a los departamentos del norte francés, o la necesidad de una modificación de carácter constitucional que haría surgir siempre el problema de que un pacto social, el que dio lugar en su día a la realidad histórica que llamamos España, no puede romperse por la decisión unilateral de una de las partes que lo hubieron firmado.

Lo que exclusivamente importará será la necesidad de eliminar el miedo, y nada más. Y si ello es así, será sin duda lamentable. Un problema como el del País Vasco sólo puede solucionarse partiendo de la lógica y la razón. Desde que la Ilustración dejó establecidas las bases de lo que denominamos civilización occidental, se ha partido de la creencia generalizada de que todo problema puede ser resuelto buscando el método adecuado para llegar a su esencia, huyendo de la irreflexión y los prejuicios. Euskadi se ha convertido en un trauma para nuestro país. Ojalá seamos capaces de solucionarlo con inteligencia, generosidad y, sobre todo, serenamente.

viernes, 6 de octubre de 2000

Prensa,tribunales y el sambenito de los inquisidores (en el diario El País)

Como nos cuenta Henry Kamen en su excelente trabajo La inquisición española, el sambenito, corrupción de las palabras saco bendito, era un traje penitencial usado en la Inquisición medieval y adoptado por la española. Por lo general era amarillo con una o dos cruces diagonales pintadas sobre él, siendo condenados los penitentes a llevarlo como señal de su infamia por un periodo indefinido que podía ir de varios meses a toda la vida. Cualquiera que fuese condenado a llevarlo tenía que ponérselo cada vez que salía de su casa. Deliberadamente se quería originar vergüenza, pero también perpetuar la infamia. Así, en algunos casos, quedaba colgado en la iglesia parroquial ad perpetuam memoriam. Las llamas y demonios que en él se dibujaban constituían el símbolo eterno del pecado contra Dios. El penitente quedaba fuera de la comunidad, marcado para siempre por el horror.Hoy día, en cambio, la propaganda dominante nos ha hecho creer que vivimos en un perfecto Estado de Derecho, completamente asegurados por el establecimiento del imperio de la legalidad. Habrían desaparecido los sambenitos.

Lamentablemente tal idea no deja de constituir más que una aspiración, en el fondo completamente falsa. Existen ahora medios mucho más eficaces para la humillación de los delincuentes, basta con someterlos al ojo vigilante de la prensa y, sobre todo, de una televisión que quiere sacar a la luz del día los reductos más secretos de la intimidad. Es verdad que la actuación de los medios de comunicación aparece legitimada por su condición de garantía de la formación de la opinión pública, que constituye la base sobre la que descansa cualquier Estado democrático. Esto es cierto, pero no debe llevar a olvidarnos que, como indica el artículo 10 de la Constitución española, la dignidad de las personas es el "fundamento del orden político y de la paz social" y que lo que conocemos como civilización occidental no puede entenderse sin la misma.

Y decimos lo anterior porque el problema de la información en los tribunales no supone otra cosa, en la práctica, que una permanente colisión entre esa libertad y la profunda dignidad de todos aquellos que, en un concepto u otro, deben presentarse ante el juez. ¿No constituirá la prensa, en ocasiones, el nuevo sambenito a sufrir por quienes transgreden el orden social? El símbolo más eficaz de la pérdida de la honorabilidad lo constituye actualmente el ingreso en prisión, o la simple incoación del proceso. No hay mayor tacha que la comparecencia ante el juez en concepto de imputado. Las cámaras fotográficas, el atosigamiento de los reporteros, la imagen tomada por unas televisiones atentas a cualquier señal de inseguridad o de temor... En estos casos no será necesario esperar a la conclusión del "juicio", la condena ya habrá sido impuesta pues el inconsciente colectivo quedará fijado por la escenográfica llegada a los Palacios de Justicia.

Miguel Delibes describiendo un auto de fe en Valladolid, en su espléndida novela El hereje, nos dice: "Eran apenas las cinco de la mañana pero un incierto resplandor lechoso anunciaba el día por encima de los tejados. A la cabeza de la procesión, a caballo, portado por el fiscal del reino, flameaba el estandarte de la Inquisición". Y, tras él, "dos dominicos portando la enseña carmesí del Pontificado y la cruz enlutada de la iglesia del Salvador, precedían a los reos relajados, destinados a la hoguera, con sambenitos de demonio y llamas y corozas decoradas con los mismos motivos". Se trataba de un magnífico espectáculo efectivamente, pues históricamente la lucha contra el crimen ha basado su eficacia en la representación escénica, es decir, en su capacidad para impresionar, para producir temor. Actualmente, sin embargo, la simple compasión que es la base de todo sentimiento civilizado nos debería llevar a rebelarnos enérgicamente frente a situaciones de esta índole, intentado evitar que la información periodística pueda degenerar en humillación y crueldad.