sábado, 27 de abril de 2019

Pacto de legislatura. El Mundo. Madrid


Los votantes de los Partidos Socialista, Popular y Ciudadanos constituyen un porcentaje nada desdeñable de la población, y que se sepa no están aquejados de la enfermedad de la peste ni de ninguna otra plaga bíblica. Son compatriotas y están obligados a convivir los unos con los otros, se proclaman además constitucionalistas. Entonces, ¿por qué les resulta imposible pactar? Es lo propio de cualquier sociedad civilizada, aunque los españoles no hemos sido capaces de hacerlo ni siquiera para evitar la Guerra Civil. En junio de 1936, Miguel Maura publicó varios artículos en El Sol en los que proponía un pacto de todos los partidos republicanos, sin diferenciar que fueren de izquierda o derecha, “que sean capaces de anteponer el interés supremo de España a toda mira partidista o de clase”. Advirtió que no abrigaba “la más mínima esperanza de que mis razonamientos logren convencer a quienes tienen sobre sí el peso de la mayor responsabilidad en la hora actual de España”. En efecto, nadie le hizo caso, prefirieron matarse durante tres años.

¿Es que Pedro Sánchez, Pablo Casado y Albert Rivera son irresponsables y mezquinos? No son intelectuales ni parece que les preocupe demasiado el mundo del arte ni de la cultura en general, pero al menos debería interesarles la supervivencia del país por encima de sus pulsiones narcisistas o de vanidad estrictamente personal. Si no es así, ¿qué pintan? Ya Ortega y Gasset denunciaba que en este país no existían “minorías egregias”  y “que lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado sin hacer”. ¿Son los tres tan tontos que no se dan cuanta de que lo que está actualmente en juego es el propio régimen constitucional? No sólo son los independentistas catalanes, Podemos es claramente ambiguo sobre el referéndum de autodeterminación, con olvido reaccionario de los derechos soberanos del resto de los españoles, y el PNV aboga claramente por una relación bilateral con el resto de España. ¿Cómo es posible, entonces, seguir peleándose como niños malcriados y torpes?

Un pacto de legislatura entre los partidos que se proclaman constitucionalistas no sólo parece sensato, probablemente sea lo recomendable a la vista de los desafíos que se avecinan en el caso de sentencia condenatoria de la Sala segunda del Tribunal Supremo. ¿Es que no se dan cuenta que, de producirse, Quim Torra disolverá el Parlament con una convocatoria plebiscitaria de elecciones? ¿Queremos arriesgarnos a una nueva declaración de independencia? Sería ingenuo pensar que la posición del Estado Español sería de nuevo fuerte. Todo lo contrario, las instancias internacionales podrían desequilibrar la balanza. Nos han dado bastantes advertencias: la actitud frente a las órdenes europeas de detención, la declaración de 41 senadores franceses contra la represión del Estado y el cómodo autoexilio de los rebeldes a la acción de nuestra justicia, sin que sea posible desdeñar a una opinión pública que, por razones que analizaría mejor Elvira Roca, sigue desconfiando de España.

El objetivo de ese pacto sería evidente, dedicar la legislatura a la resolución del problema territorial. La posible reforma constitucional, la actitud a adoptar ante medidas de gracia que pudieran solicitarse, el fortalecimiento del aparato estatal ante nuevos desafíos, y la adopción de políticas tendentes a la seducción de los catalanes ahora desafectos, constituyen medidas que sólo pueden afrontarse con el concurso de los partidos que representan a la inmensa mayoría de los españoles. Todo lo demás es subsidiario, pues sin un aparato estatal firme no podrían mantenerse las conquistas sociales.

sábado, 13 de abril de 2019

¿Había demócratas en la II República? El Mundo. Madrid


El ensayista Antony Beevor, al estudiar nuestra II República y la Guerra Civil, señaló que “constituyen probablemente el más convincente recuerdo de que la última palabra en materia histórica es imposible. La verdad absoluta acerca de un tema políticamente apasionado nunca puede ser conocida”, pues nada puede ser escrito de una vez y para siempre. No se trata de ninguna novedad, Nietzsche había dicho que “no hay hechos, sólo interpretaciones”. Y lo cierto es que no deja de ser positivo buscar nuevos enfoques que contribuyan al debate intelectual y la determinación de la verdad, si es que fuera posible conseguirla. Así, con respecto a la II República, durante mucho tiempo todo parecía resuelto: el Alzamiento del 18 de julio no habría sido más que un golpe militar protagonizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad española, aliados con movimientos fascistas europeos, contra la legalidad republicana. Lo que constituye una verdad con bastantes matices.

La interpretación más ortodoxa lo describe como una clara sublevación contra un régimen democrático, y no es exactamente así. Nadie, o casi nadie, era demócrata en la España de 1931. Ni siquiera lo fue uno de nuestros más grandes filósofos, D. José Ortega y Gasset, que tan destacado papel tuvo en las Cortes Constituyentes y en la fundación de la Agrupación al Servicio de la República. Todo lo contrario, defendiendo a las minorías selectas, deslizó en 1929 en La rebelión de las masas ideas claramente elitistas: “Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer”. Es muy revelador, la población en su conjunto no estaría capacitada para ejercer el poder pues no tendría la suficiente formación.

En la España de la época, se podrían contar con los dedos de la mano los partidarios del viejo liberalismo fuertemente desprestigiado por los totalitarismos de izquierda y derecha. De hecho, los partidos republicanos, esencialmente Izquierda Republicana, Unión Republicana y Esquerra republicana, integrantes del Frente Popular  que en febrero de 1936 ganó las elecciones generales, eran esencialmente jacobinos. Ni siquiera el símbolo de la II República, el señor Azaña, era realmente un demócrata. Su personalidad encajaba mejor con el estilo de Robespierre. El jacobinismo era la ideología de los que defendían la máxima según la cual “no hay libertad para los enemigos de la libertad”, tan propia de Saint Just. De hecho, constituye una forma de entender la política con enorme incidencia en la historia europea de los siglos XIX y XX, y que pretende evitar que los liberticidas se sirvan de los instrumentos del Estado de Derecho.

Sin embargo, nadie podrá afirmar que los jacobinos sean demócratas, todo lo contrario. El mejor ejemplo es la Convención francesa de 1792 que implantó el reinado del terror y de la sospecha. Y lo subrayamos porque sectores significativos de la burguesía, que aspiraron a consolidar en el período temporal 1931-1939 un sistema de libertades en nuestro país, estaban influenciados por esa ideología. De hecho, consideraban enemigos del régimen a los partidos no estrictamente republicanos, sobre todo si no habían firmado el Pacto de San Sebastián. En distintos discursos, Manuel Azaña, probablemente el más capacitado intelectualmente de nuestros jefes de Estado en el siglo XX, defendió sin complejos el radicalismo: "No temáis que os llamen sectarios. Yo lo soy. Tengo la soberbia de ser ardientemente sectario, y en un país como éste, enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, a refrenar el libre examen y a soportar la opresión, ¡qué mejor sectarismo que el de seguir la secta de la verdad, de la justicia y del progreso socia!”.

El problema es que con esta mentalidad era imposible crear un régimen de consenso. Para los partidos republicanos de izquierda, firmantes del Frente Popular, la derecha monárquica, los agrarios y la CEDA eran enemigos del régimen. Y contra ellos todo era lícito. Lo que nos sirve para explicar el alcance de lo ocurrido en octubre de 1934 cuando entraron a formar parte del gobierno tres ministros de la CEDA,  organización política de inspiración cristiana y “accidentalista” con respecto a la forma de Estado, aunque ciertamente corporativista y simpatizante de movimientos autoritarios como el de Dollfuss en Austria. Se trataba de Giménez Fernández, en la cartera de Agricultura, Angüera de Sojo en Trabajo, y el abogado navarro Aizpún en Justicia. Los tres formaban parte de la línea más moderada, podría decirse progresista de la organización.

Para Javier Tusell, se trataba de personalidades claramente republicanas y, en concreto, Giménez Fernández aparte de un demócrata convencido, “representaba en el terreno social la extrema izquierda de su partido”. Desde este análisis, lo interesante no es el desencadenamiento que provocó de la revolución de Asturias sino la actitud mantenida por las organizaciones estrictamente republicanas, defensoras de la legalidad. Así, un partido tan de orden como el Republicano Conservador, de Miguel Maura, publicó una nota del siguiente tenor: “Asistimos con tanta amargura como asombro a la entrega del régimen en las manos de quienes representan la negación de los postulados y principios del 14 de abril y rompemos toda solidaridad y trato con los órganos de un régimen desleal a sí mismo y a quienes por él lucharon victoriosamente”.

En un sentido muy significativo, el Partido Republicano  Federal señaló que estaba dispuesto a solidarizarse “con todos aquellos partidos que pretenden rescatar y aun superar el 14 de abril”, con independencia de los medios que utilizasen se sobreentendía. Lo que  era tanto como legitimar cualquier reacción, incluso la que tuvo lugar mediante la revolución de Asturias. ¿Qué podía justificar un rechazo de esta naturaleza? La respuesta es clara: la mentalidad de la clase política republicana que consideraba fuera del sistema a los que no hubiesen fundado el régimen. Azaña en discurso pronunciado el 17 de julio de 1931 había ya señalado:”La república es para todos los españoles. Todos los españoles, todos los ciudadanos, aunque no sean republicanos, están en la República amparados por la ley, pero la República ha de ser gobernada, pensada y dirigida por republicanos”. El Gobierno no podía quedar en manos de los enemigos del régimen, “no lo permitiremos” advertía.

¿Se pueden calificar como demócratas a quienes así se expresaban? No es posible obviar que la CEDA había ganado las elecciones de 1933, jurídicamente no existía ningún obstáculo para su entrada en el gabinete. Esta mentalidad es la que desgraciadamente llevó a la revolución de 1934, Sir Raymond Carr lo denunció expresamente: “La revolución de octubre es el origen inmediato de la Guerra Civil. La izquierda, sobre todo los socialistas, habían rechazado los procedimientos legales; el Gobierno contra el que se rebelaron estaba electoralmente justificado”, añadiendo que “el argumento de que el señor Gil Robles intentaba traer el fascismo era a la vez hipócrita y demostradamente falso”.

Los republicanos defendían la separación de la Iglesia y el Estado, la esencial igualdad de los hombres así como un orden social que mejorase la suerte de la clase obrera y eliminase la miseria en el campo, la liberación de la mujer, la generalización de la enseñanza y la identificación con los países más próximos de la Europa occidental. También es cierto que su intelectualidad, basta citar a Ramón J. Sender y Arturo Barea, llevó a nuestro país a uno de sus momentos culturalmente más brillantes. La España republicana es por tanto la nuestra, la de las libertades y el progreso. Es verdad, pero también es cierto que el respeto a las reglas democráticas no fue una de sus características y sería absurdo obviarlo. También que la represión que llevaron a cabo algunos de sus representantes durante la guerra civil tuvo idénticas características arbitrarias y crueles que la de los nacionalistas. La misma Clara Campoamor tuvo que refugiarse en Suiza amenazada por los anarquistas. En más de una ocasión, se ha señalado  que nuestra historia a veces sólo despierta vergüenza y puede ser verdad. Si queremos ser honestos con nuestra memoria histórica así tendremos que reconocerlo.