El
ensayista Antony Beevor, al estudiar nuestra II República y la Guerra Civil, señaló
que “constituyen probablemente el más convincente recuerdo de que la última
palabra en materia histórica es imposible. La verdad absoluta acerca de un tema
políticamente apasionado nunca puede ser conocida”, pues nada puede ser escrito de una vez y para
siempre. No se trata de ninguna novedad, Nietzsche había dicho que “no hay
hechos, sólo interpretaciones”. Y lo
cierto es que no deja de ser positivo buscar nuevos enfoques que contribuyan al
debate intelectual y la determinación de la verdad, si es que fuera posible
conseguirla. Así, con respecto a la II República, durante mucho tiempo todo
parecía resuelto: el Alzamiento del 18 de julio no habría sido más que un golpe
militar protagonizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad
española, aliados con movimientos fascistas europeos, contra la legalidad
republicana. Lo que constituye una verdad con bastantes matices.
La interpretación
más ortodoxa lo describe como una clara sublevación contra un régimen
democrático, y no es exactamente así.
Nadie, o casi nadie, era demócrata en la España de 1931. Ni siquiera lo fue uno
de nuestros más grandes filósofos, D. José Ortega y Gasset, que tan destacado
papel tuvo en las Cortes Constituyentes y en la fundación de la Agrupación al
Servicio de la República. Todo lo contrario, defendiendo a las minorías
selectas, deslizó en 1929 en La rebelión
de las masas ideas claramente
elitistas: “Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su
propia existencia, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis
que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer”. Es muy revelador, la población
en su conjunto no estaría capacitada para ejercer el poder pues no tendría la
suficiente formación.
En la España de la
época, se podrían contar con los dedos de la mano los partidarios del viejo
liberalismo fuertemente desprestigiado por los totalitarismos de izquierda y
derecha. De hecho, los partidos republicanos, esencialmente Izquierda
Republicana, Unión Republicana y Esquerra republicana, integrantes del Frente
Popular que en febrero de 1936 ganó las
elecciones generales, eran esencialmente jacobinos. Ni siquiera el símbolo de
la II República, el señor Azaña, era realmente un demócrata. Su personalidad
encajaba mejor con el estilo de Robespierre. El jacobinismo era la ideología de
los que defendían la máxima según la cual “no hay libertad para los enemigos de
la libertad”, tan propia de Saint Just. De hecho, constituye una
forma de entender la política con enorme incidencia en la historia europea de
los siglos XIX y XX, y que pretende evitar que los liberticidas se sirvan de
los instrumentos del Estado de Derecho.
Sin embargo, nadie podrá afirmar que los
jacobinos sean demócratas, todo lo contrario. El mejor ejemplo es la Convención
francesa de 1792 que implantó el reinado del terror y de la sospecha. Y lo
subrayamos porque sectores significativos de la burguesía, que aspiraron a
consolidar en el período temporal 1931-1939 un sistema de libertades en nuestro
país, estaban influenciados por esa ideología. De hecho, consideraban enemigos
del régimen a los partidos no estrictamente republicanos, sobre todo si no
habían firmado el Pacto de San Sebastián. En distintos discursos, Manuel Azaña, probablemente el más capacitado
intelectualmente de nuestros jefes de Estado en el siglo XX, defendió
sin complejos el radicalismo: "No temáis que os llamen sectarios. Yo lo
soy. Tengo la soberbia de ser ardientemente sectario, y en un país como éste,
enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, a refrenar el
libre examen y a soportar la opresión, ¡qué mejor sectarismo que el de seguir
la secta de la verdad, de la justicia y del progreso socia!”.
El problema es que con
esta mentalidad era imposible crear un régimen de consenso. Para los partidos republicanos de
izquierda, firmantes del Frente Popular, la derecha monárquica, los agrarios y
la CEDA eran enemigos del régimen. Y contra ellos todo era lícito. Lo que nos sirve
para explicar el alcance de lo ocurrido en octubre de 1934 cuando entraron a
formar parte del gobierno tres ministros de la CEDA, organización política de inspiración cristiana
y “accidentalista” con respecto a la forma de Estado, aunque ciertamente
corporativista y simpatizante de movimientos autoritarios como el de Dollfuss
en Austria. Se trataba de Giménez Fernández, en la cartera de Agricultura,
Angüera de Sojo en Trabajo, y el abogado navarro Aizpún en Justicia. Los tres formaban
parte de la línea más moderada, podría decirse progresista de la organización.
Para Javier Tusell, se trataba de personalidades
claramente republicanas y, en concreto, Giménez Fernández aparte de un
demócrata convencido, “representaba en el terreno social la extrema
izquierda de su partido”. Desde este análisis, lo
interesante no es el desencadenamiento que provocó de la revolución de Asturias
sino la actitud mantenida por las organizaciones estrictamente republicanas,
defensoras de la legalidad. Así, un partido tan de orden como el Republicano
Conservador, de Miguel Maura, publicó una nota del siguiente tenor: “Asistimos
con tanta amargura como asombro a la entrega del régimen en las manos de
quienes representan la negación de los postulados y principios del 14 de abril
y rompemos toda solidaridad y trato con los órganos de un régimen desleal a sí
mismo y a quienes por él lucharon victoriosamente”.
En un sentido muy
significativo, el Partido Republicano
Federal señaló que estaba dispuesto a solidarizarse “con todos aquellos
partidos que pretenden rescatar y aun superar el 14 de abril”, con
independencia de los medios que utilizasen se sobreentendía. Lo que era tanto como legitimar cualquier reacción, incluso
la que tuvo lugar mediante la revolución de Asturias. ¿Qué podía justificar un
rechazo de esta naturaleza? La respuesta es clara: la mentalidad de la clase
política republicana que consideraba fuera del sistema a los que no hubiesen
fundado el régimen. Azaña en discurso pronunciado el 17 de julio de 1931 había
ya señalado:”La república es para todos los españoles. Todos
los españoles, todos los ciudadanos, aunque no sean republicanos, están en la
República amparados por la ley, pero la República ha de ser gobernada, pensada
y dirigida por republicanos”. El Gobierno no podía quedar en manos de los
enemigos del régimen, “no lo permitiremos” advertía.
¿Se
pueden calificar como demócratas a quienes así se expresaban? No es posible
obviar que la CEDA había ganado las elecciones de 1933, jurídicamente no
existía ningún obstáculo para su entrada en el gabinete. Esta mentalidad es la
que desgraciadamente llevó a la revolución de 1934, Sir Raymond Carr lo denunció expresamente: “La
revolución de octubre es el origen inmediato de la Guerra Civil. La izquierda,
sobre todo los socialistas, habían rechazado los procedimientos legales; el
Gobierno contra el que se rebelaron estaba electoralmente justificado”,
añadiendo que “el
argumento de que el señor Gil Robles intentaba traer el fascismo era a la vez
hipócrita y demostradamente falso”.
Los republicanos defendían
la separación de la Iglesia y el Estado, la esencial igualdad de los hombres
así como un orden social que mejorase la suerte de la clase obrera y eliminase
la miseria en el campo, la liberación de la mujer, la generalización de la
enseñanza y la identificación con los países más próximos de la Europa
occidental. También es cierto que su intelectualidad, basta citar a Ramón J.
Sender y Arturo Barea, llevó a nuestro país a uno de sus momentos culturalmente
más brillantes. La España republicana es por tanto la nuestra, la de las libertades
y el progreso. Es verdad, pero también es cierto que el respeto a las reglas
democráticas no fue una de sus características y sería absurdo obviarlo. También
que la represión que llevaron a cabo algunos de sus representantes durante la guerra
civil tuvo idénticas características arbitrarias y crueles que la de los
nacionalistas. La misma Clara Campoamor tuvo que refugiarse en Suiza amenazada
por los anarquistas. En más de una ocasión, se ha señalado que nuestra historia a veces sólo despierta
vergüenza y puede ser verdad. Si queremos ser honestos con nuestra memoria
histórica así tendremos que reconocerlo.