martes, 27 de enero de 2009

La máscara y los políticos

Siddharta buscaba la despersonalización: “Cuando el yo se encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos los vicios y todos los impulsos en su corazón, entonces tendría que despertar lo último, lo más íntimo del ser”. Pero los orientales saben que ni siquiera la más profunda meditación trascendental es suficiente para derrotar las resistencias de un animal tan peligroso como el ego. En Occidente pocas veces lo intentamos, probablemente porque estamos convencidos de que la lucha evolutiva no hubiera sido posible sin él: cabría reducirlo, no eliminarlo.

Venimos al mundo compitiendo, de tal modo que, para ganar, nuestra identidad se habría forjado con un componente de falsedad. De hecho, en el teatro clásico, la palabra persona hacía referencia a la máscara que se ponían los actores para expresar los sentimientos que representaban. Todos la llevamos, la cuestión radica en encontrar la que se adapte a nuestras condiciones, y favorezca más. Tradicionalmente, en los tiempos convulsos, los políticos se han puesto la de la sabiduría, que iba unida a la experiencia que proporciona la edad; Winston Churchill, De Gaulle y Roosevelt constituyen los mejores ejemplos, en la II Guerra Mundial. Cuando parezca necesaria una renovación, será conveniente adoptar la del dinamismo y la juventud, es el caso de Kennedy o, en España, de Adolfo Suárez o Felipe González.

Era impensable, en cambio, usar la de un niño porque con ella no se gana un proceso electoral, además, no serviría en una sociedad madura. Sorprendentemente, las cosas ya no están tan claras, basta con observar a Soraya vestirse de princesa, a Sarkozy ejercer de seductor planetario, o al mismo Zapatero asumiendo poses de muchacho enfurruñado para no levantarse al paso de la bandera americana. Aunque sea ridículo, es lo que gusta, pues no parece que tales gestos hayan producido pérdida de prestigio ante la ciudadanía. Al contrario, como de lo que se trata es de vender la imagen, cuanto más simple mejor, y los juegos infantiles todos los entienden, con ellos se inicia la personalidad. Lo malo es que, de tanto practicarlos, su desarrollo se paralice para siempre.

Por otra parte, los riesgos del juego son enormes, ya decía Blaise Pascal que “por muy hermosa que haya sido el resto de la comedia, el último acto acaba siempre en tragedia”, con una paletada de tierra sobre la cabeza… La que nos va a echar Ahmadineyad, que de tierno infante no tiene nada, y representa perfectamente la mascara que lleva puesta: la de la destrucción de una civilización que ha llegado a su cima, y se complace en dedicarse a la ingenua diversión, por boba que pudiera ser. Nos iremos para el otro barrio sin dejar de enredar, los niños no se dan cuenta de nada, y no saben lo que se nos viene encima.

miércoles, 21 de enero de 2009

Ridícula vanidad

Asegura un dicho popular que “al que no le gusta la coba la paladea”, y es rigurosamente exacto. Todos queremos ser cultos, inteligentes y guapos, y si los demás nos lo dicen mejor que mejor. No hay duda de que el hegeliano deseo de reconocimiento constituye el último fundamento de la inmensa mayoría de las acciones humanas. Sin embargo, la búsqueda de la admiración tiene un peligro: el del autoengaño, ya sea por torpeza, habilidad del cobista o ambas cosas a la vez. Si continuamente te repiten que eres un genio, puede que termines adoptando las maneras de Einstein, aun cuando de la teoría de la relatividad no tengas más que vaga noción.

Para disminuir los riesgos, existe un método bien sencillo, aunque sea jesuítico, el de inspirarse en el “arte de la prudencia” de Baltasar Gracián. Uno de sus consejos es elemental: “conócete a ti mismo”. Los fotógrafos saben que todos tenemos un lado bueno y otro, u otros, malos, es preciso saber cuáles son. Así se evitarían errores como el de la persona llamada a disciplinas deportivas, que se pretende conocedor de la física cuántica; el del tartufo que se proclama santo; o el del charlatán que se cree Castelar, y toma la barra de la taberna por el atril del Congreso. La mayoría de las veces no tienen ninguna culpa, les han tomado el pelo, pero en una forma u otra caen en el ridículo.

Hay casos en que el perjuicio no es sólo personal, afecta a la manera de entender las reglas de la convivencia. Si un parlamentario, así en genérico para evitar problemas, se confunde de escenario, y decide exhibirse ligero de ropa y enseñando sus encantos, pondría en cuestión la forma de entender la vida pública durante siglos. ¿No era el terreno del pensamiento y el debate ideológico? Ahora ya no, se habría convertido en una casa de muñecas destinada al cultivo de la imagen, que es tanto como decir de la belleza y el interés corporal. Al fin y al cabo, la puritana América ha encontrado una nueva obsesión: la de la salud, que se conserva con la buena práctica sexual. Antes había sido el vino…

En los Estados Unidos, sin embargo, todavía hay gente que piensa, en España no. Como somos más modernos, aquí todos nos dedicamos a jugar, de ahí el auge de los espectáculos deportivos, los concursos televisivos y las pasarelas de moda. Hasta la política se ha transformado en un carnaval, ya decía Calderón que la vida es sueño. Lo malo es que, mientras dormimos, con nuestros representantes en Hollywood, Al Qaeda está reclamando Al-Ándalus, a lo mejor no es cíclica la crisis económica mundial, y el rompecabezas autonómico está todavía por fijar. A la vista del panorama, voy a ver si consigo creerme Anatoli Kárpov, el ajedrez por lo menos resulta más serio.

lunes, 12 de enero de 2009

El clemente, el misericordioso

Israel es Occidente, es cierto, y si cae estaremos en peligro. Sería estúpido no tenerlo en cuenta, pero eso no puede impedir pensar. En este momento, millones de hombres están salmodiando la misma azora, la primera de ellas, que se utiliza a manera de plegaria: “Dueño del día del juicio, a ti te adoramos y a ti pedimos ayuda, condúcenos al camino recto, camino de aquellos a quienes has favorecido, que no son objeto de tu enojo y no son los extraviados”. La belleza del Corán deriva de su expresión en árabe, la recitación y la musicalidad. Desde Indonesia a Marruecos, los minaretes lo están propagando, y quienes hemos vivido allí conocemos su fuerza.

Es significativo que absolutamente todas las azoras se inicien calificando a Dios en la misma forma: “el clemente, el misericordioso”. En la Biblia, la divinidad se manifiesta mucho más cruel. En la excelente película “The believer” se narra la historia, al parecer real, de un judío que reniega de su religión, y se convierte en nazi por despecho hacia un ser que ha sido capaz de someter a Abraham a la injusta prueba de sacrificar a su hijo. ¿Es necesario que muera Isaac para demostrar su poder? Una exhibición tan grande de soberbia, y de vanidad, no podría expresar la suprema bondad.

Es verdad que El Corán tiene aspectos, como el derecho de golpear a la mujer (4,34), incompatibles con el mundo moderno pero la evolución histórica ha sido siempre dueña de la interpretación de los textos, y los puede cambiar. La única diferencia esencial entre ellos y nosotros está en el desarrollo, es decir, en la utilización de la ciencia y de la técnica. Alexander Pope explicó con enorme talento lo que hizo de Occidente el mundo en el que vivimos: “La naturaleza y sus leyes estaban ocultas en la noche. Dios dijo hágase Newton, y la luz fue hecha”. Desde que se legitima la inteligencia, las reglas de funcionamiento del universo pueden ser comprendidas, y el hombre tiene derecho a servirse de ellas para ser feliz.

La inmensa mayoría de los países musulmanes no han podido darse cuenta de ello. El integrismo es una respuesta psicológica: cuando has fracasado tiendes a refugiarte en certezas simples, sobre todo, si un día sirvieron para elevar a tu comunidad entre las más poderosas de la tierra. Además, habrá que destruir a los culpables, que ahora están sumidos en una arrogante decadencia, y prefieren vivir y no morir. Es casi imposible ya una solución; si alguna hubiese estaría en el avance cultural, es decir, en el dinero que no estamos dispuestos a dar. Hamas es terrorista, pero si tenemos que matar a toda una población para eliminarla, nada habremos conseguido. Israel somos nosotros, pero precisamente por eso…

martes, 6 de enero de 2009

El animal interior

La realidad es tan compleja que necesitamos simplificar para vivir: decimos que una cosa es buena o mala, noble o indigna, según criterios establecidos de antemano. Pero no las conocemos, ni siquiera sabemos nada de nuestra propia alma. Recientemente, en una excelente película de Philippe Claudel, “Il y a longtemps que je t’aime”, se narra la historia de una mujer admirable, caritativa y sensible, que oculta su pasado: el de una asesina convicta y confesa. No es que sea capaz de engañar a los demás, su personalidad es poliédrica, y comprende, entre otras, la faceta del crimen. Ya Nietzsche advertía sobre el animal interior que todos albergamos, lo inteligente es saber sacarlo a la luz.

Es un fenómeno que no ha permanecido al margen de la literatura. Aldoux Huxley, en “Los demonios de Loudun”, nos cuenta la historia real de una monja cuya sed de poder le impele a ser elevada a la única dignidad que le está permitida en su estado: la de superiora del convento. Sabe que sólo puede obtenerla mediante el cultivo de virtudes de bondad, obediencia y oración, ajenas a ella. Lo consigue, pero no puede controlar el esfuerzo de represión de sus instintos; pierde la conciencia de la realidad, y denuncia por posesión diabólica a su párroco, Urbain Grandier, del que se había enamorado en secreto. Al final, termina llevándolo a la hoguera. La verdad es que estaba realmente poseída por el infierno de sus contradicciones.

Reiteradamente, ante crímenes especialmente horrendos, la televisión nos proporciona el mismo escenario: el de los vecinos de rellano asegurando que nadie lo hubiera dicho. El autor de los hechos había dado sobradas muestras de cortesía, deferencia y bondad, parecía incapaz de matar a una mosca…Sin embargo, en su casa, cuando nadie lo veía, o en un callejón oscuro, había protagonizado un hecho especialmente morboso y sin sentido. No se trataba de un hipócrita, ni era víctima de un trastorno mental de una clase u otra, con independencia de los que absolutamente todos padecemos. Son seres idénticos a nosotros, sólo que en un determinado momento, la mayoría de las veces por accidente, han sacado a la luz un rasgo desconocido de su personalidad. Mañana le puede ocurrir al que esto lee.

Los juristas saben que las cárceles están llenas de locos y enfermos. Antes no lo eran; es con posterioridad al delito cuando la conciencia de su acto les arroja fuera de la normalidad, no son capaces de reconocerse a sí mismos. Para mantener la cohesión social, y seguir funcionando, necesitamos condenarlos mediante un juicio penal. Además, los convertimos en proscritos. Lo que es un error moral: son dignos de tanta piedad como usted o como yo, que en cualquier momento podemos también ser culpables.