sábado, 17 de mayo de 2003

Asediados en Caffa (En diarios del grupo Joly)

Después de aludir a informes médicos según los cuales el SARS, la neumonía asiática, podría llegar a afectar al 30% de la población mundial, Didier Sicard, en el diario Le Monde del pasado día 6 de mayo, advertía que la humanidad del siglo XXI se estaba comportando de manera arcaica y sin dignidad pues jamás habríamos tenido tanto miedo de nuestra propia sombra sin que existieran reales motivos para ello. Puede ser cierto, pero la historia de los hombres está llena de episodios en que el pánico no fue producto de la histeria ni de la imaginación.

La peste negra ha sido probablemente la enfermedad infecciosa que ha producido mayor número de víctimas. Así, se calcula que la de 1348 estuvo a punto de afectar a las reales posibilidades de crecimiento demográfico europeo, al morir un tercio de su población. Curiosamente, su origen se encuentra en un episodio de auténtica guerra bacteriológica. Un ejército tártaro, desesperado al no poder vencer la resistencia de unos genoveses a los que asediaban en la fortaleza de Caffa, Crimea, decidió arrojar los cadáveres del terreno de batalla por encima de las murallas. La enfermedad y la muerte se apoderaron pronto de los defensores. Un grupo de ellos, aterrorizado, consiguió huir en un navío que, desde el Mar Negro, recorrió todo el Mediterráneo oriental.

En su avance, y a la manera de jinetes del Apocalipsis, fueron difundiendo la peste. La dejaron en Constantinopla, después en todo el Egeo y Grecia y cuando llegaron a sus lugares de origen, en Génova y Venecia, a finales de 1347, el conjunto del continente se vio afectado por una epidemia que tardó en remitir cuatro o cinco años. No existía ningún tipo de remedio médico y su rápido desarrollo hacía recordar a los contemporáneos la idea de la cabalgada de la Muerte en triunfo, de la manera que quedó reflejada en cuadros e imágenes a lo largo de toda la Baja Edad Media. Se inició una era en la que el hombre no tuvo tiempo, ni ganas, de pensar en su propio perfeccionamiento o en el del mundo, le bastaba con sobrevivir, si podía.

Nuestra civilización, en cambio, no parece hecha para la peste. Vivimos en la creencia de que es posible dominar la naturaleza, mediante la utilización de técnicas de carácter científico, y sobre la base de la capaci¬dad humana para entenderlo todo y resolver los pro¬blemas que se puedan presentar. El universo sería una máquina, de tal manera que, si se llegase a conocer con precisión la enorme complejidad de su mecanismo, todo sería posible. La era del miedo y el pesimismo habrían terminado de una vez y para siempre. En la actualidad, la existencia está presidida por un mito que no resulta muy sensato discutir: el del progreso. A la manera de Descartes, se ha llegado a pensar que “conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los otros cuerpos que nos rodean podríamos aprovechar¬nos de ellas para hacernos dueños y señores de la natura¬leza".

La verdad es que la omnipotencia no ha sido nunca una característica de los seres humanos. Y, en su momento, Burke se burló de los optimistas del progreso diciéndoles: “queréis construir el mundo como quien maneja las manecillas de un reloj, pero el hombre no es un reloj”. Lo sea o no, lo que sí parece necesario es que tengamos en cuenta las consecuencias de un universo global levantado sobre la idea del beneficio, mediante la incontrolada explotación de los recursos de nuestro planeta. La naturaleza se puede vengar y cuando lo haga no existirán, ni en Caffa ni en ninguna otra parte, murallas suficientes para hacerla frente.







sábado, 26 de abril de 2003

Fidel y el eterno retorno

Decía Zoe Valdés, en un interesante trabajo publicado en El Mundo del pasado día 23, que era “una lástima que Kennedy hubiera abandonado al pueblo cubano en su lucha en contra del castrismo” y se lamentaba de la actitud de tantas personas, sensibles y defensoras a ultranza de los derechos humanos, que no son capaces de denunciar los crímenes de Fidel Castro. La verdad es que su artículo suscita preocupantes cuestiones de carácter intelectual. ¿Por qué cuesta, o nos cuesta, tanto criticar a Cuba. Sinceramente, creo que existen poderosas razones instaladas en la biología personal.

La Revolución cubana tuvo lugar en 1959 y los años sesenta representan momentos mágicos de una juventud que oía a los Beatles, se rebelaba en las Universidades de Nanterre, Berlín o Madrid, llevaba la imaginación al poder en mayo del sesenta y ocho, o luchaba en la calle contra la dictadura franquista. El Che Guevara y sus compañeros no eran solo personajes reales, que protagonizaban una lucha guerrillera contra un tirano desprestigiado llamado Batista, constituyeron también un símbolo para los jóvenes de aquella época: el de la libertad.

Sería injusto prescindir del profundo aspecto moral que supuso la revolución de los cubanos. Para nosotros no se trataba de una dictadura más. Tal calificación hubiera sido absurda, nos parecía un movimiento de los pobres de la tierra, de los desheredados de todas las fortunas. Es verdad que no vivíamos en Cuba, no sabíamos lo que realmente estaba pasando allí. Pero la historia de las generaciones está hecha de imágenes, y había muchas a favor de los revolucionarios: la del Che muerto a la manera de un héroe, la de hombres desharrapados y sencillos bajando desde Sierra Maestra, la de la humillación de los poderosos...

Ahora, se han quedado solos, ya no existe un campo socialista que pueda servir de alternativa y contrapeso frente a los norteamericanos. Y la cara de Fidel no sólo envejece, con su barba descuidada y su mirada de iluminado parece haberse deslizado hacia la excentricidad megalómana de los enajenados. Sin embargo, hay que reconocer que es muy difícil no perder el sentido de la realidad cuando en poco tiempo pasas de héroe a villano, y de revolucionario a simple dictador. La verdad es que no es algo demasiado nuevo. Desde siempre ha llamado la atención el ciclo repetitivo de los productos históricos, el del nacimiento, vida, decadencia y muerte.

Los hombres mueren, las ideas y las instituciones también. Hace bien pocos años, casi nadie, por lo menos desde la izquierda, se habría atrevido a poner en cuestión al denominado campo socialista. Hubo desde luego excepciones, y muy brillantes, como la de Arthur Koestler con “El cero y el infinito”. La mayoría de ellas, sin embargo, iban dirigidas contra las denominadas “degeneraciones” del estalinismo sin poner en cuestión la pretendida superioridad moral de los comunistas. Ahora, todo ha cambiado, y fascistas y marxistas son colocados al mismo nivel, meros productos totalitarios del nefasto siglo XX.

Es verdad que la historia comete errores, pero sería ingenuo lamentarse por la dureza de sus juicios. Es mucho más sencillo pensar que lo que sirvió en su tiempo, para promover la igualdad y la solidaridad de los hombres, deja de tener sentido en momentos dominados por la eficacia y el individualismo. Es simple ley de vida. Fidel Castro se está convirtiendo en un espantajo, despreciado y solo. Las campanas están ya doblando por él, pero también por todos nosotros porque, poco a poco, está desapareciendo el mundo de ideales en el que tan apasionadamente creímos. Pasará el tiempo, y todo se convertirá en cenizas y sueños: los nuestros.