jueves, 1 de junio de 1978

Mi padre, el Presidente en Tierras del Sur

Pienso que hacer una semblanza de mi padre, puede pecar de subjetivismo; mi visión no puede ser sino parcial y limitada. Recuerdo la influencia que para todos nosotros, sus hijos, ha tenido en la infancia la figura de Uriel. Era el personaje central de la obra de teatro La casa de los siete balcones de Alejandro Casona, representada por mis padres en Santa Cruz de la Palma. Se trataba de un chico mudo a quien su tía Genoveva enseñaba una sola palabra: No. El no de la rebeldía, del incorfonmismo. Mi padre cultivó siempre aquel espíritu, bautizando a uno de mis hermanos con el nombre de Uriel, que, curiosa, románticamente, significaba ‘Chispa de Dios’.
    Posteriormente, otra obra, Baco, de Jean Cocteau, contribuyó a llenarnos de admiración con aquella frase en la que nos venía a decir que no pertenecería a ningún «dogma» porque, en ese caso, traicionaría a su alma libre al seguir sus dictados, o bien traicionaría al «dogma» por atender a su alma. Creo que estos dos sentimientos, el de la rebeldía y la libertad, son los que mejor pueden sintetizar lo que, en pasión de hijos, representa Plácido padre para nosotros.
    De otra parte el retrato de su personalidad me viene condicionado por las numerosas vivencias que hemos experimentado juntos. Creo que no es propaganda señalar cómo la nuestra ha sido una de tantas familias perseguidas por la «Dictadura». El año 1970, estando uno de sus hijos en los calabozos de la «Gavidia», fue una de las pocas veces que le hemos sentido debilitarse, perder su rigidez de padre.
    Desde entonces, y hasta bastante después de la muerte de Franco, han sido años muy malos para la familia. Nos privaron de pasaportes, de certificados de buena conducta, para culminar con su suspensión de empleo y sueldo en el año 76. Y sin embargo, salimos adelante.
    Un rasgo anecdótico e inédito de su personalidad nos lo da el sentido casi patriarcal de su familia. Hasta hace pocos años acostumbraba, en los veranos, a recorrerse el país con todos los hijos a cuestas. Y más de una vez despertó el sentido del ridículo de los mayores, al hacernos bajar del coche en medio de la Gran Vía madrileña, para ponerse a contarnos por si faltaba alguno de los más pequeños: el público que alrededor nuestro se congregaba llegó a pensar que se trataba de alguno de los antiguos programas televisivos de ‘Objetivo Indiscreto’.
    Siempre gustó de hacer humor con los problemas derivados de su numerosa prole. En Castilleja de la Cuesta, donde vivimos algunos meses, nos llamaban «los rusos» por la cantidad de ruidos que salían de casa y quizá por la matrícula marroquí del coche de mis abuelos que a alguien en el pueblo le debió sonar vagamente esotérica y extraña. Por eso, acostumbrados a un Plácido padre, nos va a ser difícil verlo como «honorable presidente».