Dos opciones políticas se ofrecían al país a la muerte de
Franco: evolución o ruptura. La elección de la primera, posibilitada por el
engarce que con el sistema anterior suponía el protagonismo real, iba a tener
consecuencias fundamentales.
El proceso del postfranquismo ha venido, de un modo claro,
condicionado por el hecho de que la legalización de las fuerzas políticas, de
las reglas de la democracia, tenía como contrapartida el respeto al “status”
jurídico anterior, la no desvinculación con el mismo.
La justificación fue fácil de encontrar, teniendo en
cuenta que el aparato del “régimen” difícilmente se dejaría arrebatar el poder
de las manos para que fuera, luego, utilizado contra él. Todo ello permitió un
cambio sin traumas, pero impidió la ruptura jurídica, lo que ha supuesto una
hipoteca para todo el curso posterior de los acontecimientos.
Toda situación política ha de guiarse por unas reglas del
juego, que no sólo han de ser ideológicas sino también de derecho. El orden
jurídico de la Libertad ha de ser completamente distinto del de la Dictadura. Y
es aquí donde podemos encontrar la esencia del problema. Este país no ha tenido
una pauta jurídica en su evolución. Nos dirigíamos hacia la democracia,
legitimando, al mismo tiempo, al franquismo.
La transformación se ha producido, así, lentamente y a
través de compartimentos estancos. La permeabilización de algunos sectores ha
sido y sigue siendo aún muy difícil.
La mejor constatación de lo expuesto la encontramos en el
juicio del capitán Domínguez, así como el reciente procesamiento y posterior
condena de los miembros de un conocido grupo teatral. Sin olvidar, no podemos
hacerlo la incoación de expediente al señor Chamorro, miembro de la carrera
fiscal.
En definitiva, la cuestión radica no sólo en que los
mismos órganos de poder han pretendido servir para la democracia, sino que, en
ocasiones, se produce una superposición
de normas provenientes de aquella época para los cuales no ha llegado
aún la hora de su reforma. Y esto trae al ánimo de las gentes una confusión que
se hace preciso salvar a toda costa.
La gran paradoja del proceso político que estudiamos la
constituye el hecho de aparecer como heredero del régimen franquista. Ha sido
su complejo normativo, fundamentalmente el sucesorio, el que ha permitido el
control, y desarrollo de la “evolución”. Es cierto que los diversos cambios
cuantitativos habidos posibilitan hablar de un salto de tipo cualitativo, pero
el excesivo respeto al ordenamiento jurídico preestablecido determinó la
coexistencia y consiguiente confusión de dos estados de legalidad que tendían a
contrarrestarse.
Sin llegar, por tanto, a la nulidad absoluta de las
disposiciones normativas obsoletas que constituyeron cauce al ejercicio del
poder político anterior y sin un honesto saneamiento de sus principales
órganos, no será posible, todavía, hablar de democracia en este país