sábado, 4 de noviembre de 2006

Crueldad española

Michelet decía que España era “la tierra clásica de las hogueras". Y la verdad es que la visión extranjera de nuestro país se centró durante siglos en la idea de crueldad, lo que no era muy disparatado. A comienzos de los años 30, durante la II República, un viajero tan sensible como el inglés Henry Buckley no iba a dejar de asombrarse con la fiesta de los toros, las procesiones religiosas con toques que hacían pensar en prácticas propias del mundo musulmán, la grosería, la falta de higiene... Sobre todo, lo que le producía auténtico escándalo, dado sus profundos sentimientos religiosos, era el comportamiento de nuestro clero.

Como católico practicante, decía, “me molestaban esos monjes sin afeitar que, además, no hacían esfuerzo alguno por entender mi pobre español. Algo había en ello que chocaba con mi intolerancia anglosajona, que impedía conciliar un rostro seboso y mal afeitado, con un profundo sentimiento religioso”. Las clases cultivadas europeas hacía siglos que habían abandonado la rudeza. Pero no era sólo una cuestión de educación y de tiempo, para Pascal el pueblo español se caracterizaría esencialmente por su falta de piedad.

Una percepción de esta naturaleza no resulta nada descaminada, sobre todo si observamos la relación de nuestros conciudadanos con los adversarios políticos. Por ejemplo, hay una emisora de radio en la que diariamente un locutor se refiere a nuestro Presidente del Gobierno como, citamos textualmente, “ese indigente intelectual”. Y no es que nuestra opinión del señor Zapatero sea buena o mala, ésa no es la cuestión. Lo que es intolerable, por una simple cuestión de dignidad, y no sólo ni principalmente del afectado, es que se insulte impunemente a la máxima representación política de nuestro país. ¿Sería concebible en Francia?

Aquí no basta con vencer al adversario, lo que se persigue es eliminarlo. No es suficiente derrotarle en unas elecciones, si es posible se intentará también llevarlo a la cárcel. Lo que ha pasado con Aznar y Felipe González es bien significativo, y es que la falta de piedad se mezcla aquí con otro defecto bien español: la envidia. En España, destacar ha resultado siempre muy peligroso y a los que lo han hecho no se les ha honrado ni siquiera tras su muerte. En Francia, los restos de los grandes hombres tienen su refugio en el Panteón, en Inglaterra, en la Abadía de Westminster.

¿Y en España? La respuesta es bien triste: en el extranjero o desaparecidos.

A veces, el odio hacia el contrario es tan grande que imposibilita siquiera un debate ideológico. Bastaría con citar el caso de Euskadi donde definirse como españolista, independientemente de la adscripción popular o socialista, puede garantizar la más feroz de las persecuciones. Pero en el resto del Estado, por lo menos a nivel de medios de comunicación, la cuestión no es muy diferente y si no existe peligro alguno de conflicto civil, al menos por ahora, es sencillamente porque el bienestar económico de nuestra ciudadanía aleja los riesgos de una contienda.

¿Qué es lo que pasa? La verdad es que en la política española existe “un pecado original” muy difícil de superar: la forma en que se desarrolló la última contienda electoral. Acudir a las urnas en un clima próximo a la histeria, como consecuencia de las acusaciones masivas de fraude contra el Gobierno en funciones, impide desarrollar una política normal. Por ejemplo, cualquier mínima referencia a la participación del terrorismo etarra en los hechos del 11 de marzo es sentida como una infame conspiración, cuando en cualquier país serio se tomaría como parte de una indagación que, en su caso, llevaría a la práctica de diligencias de carácter policial o judicial, y ya está.

¿Por qué hay que tener miedo de la investigación? No se puede dejar la sensación de que hay temas intocables. Entre otras razones, porque ninguno lo es y el tiempo y la historia terminarán poniendo las cosas en su sitio. Mientras tanto, lo único que habría que pedir es un mínimo de piedad. Paul Preston decía que en la guerra civil existió una “tercera España” que desgraciadamente no pudo imponerse a la locura de sus compatriotas. Si hoy día existiera todavía, se caracterizaría simplemente por el respeto humano, la sensibilidad y la educación. Cosas que, desde luego, no tienen las otras dos