martes, 29 de marzo de 2011

Charlot en Libia

Se cuenta que un buen día del año 2011 los dirigentes de varios países europeos, entre ellos España, decidieron embarcarse en una operación militar contra un tirano musulmán llamado Gadafi. La verdad es que el momento no parecía muy adecuado pues todo el mundo árabe ardía en revolución, y no podía decirse que tuvieran muy claro sus objetivos. Pero obsesionados por la imagen consideraron que debían estar al lado de los derechos humanos, por más que ninguno de los bandos destacase en este aspecto. Para quedar bien, y evitar que se les acusase de “imperialismo”, enrolaron a un país oriental llamado Qatar con lo que se quedaron muy contentos sin percatarse de que sus gobernantes estaban completamente desprestigiados y eran más una rémora que otra cosa.

Los españoles mandaron un submarino, cuatro aviones y dos fragatas. Sin embargo, los pilotos recibieron órdenes desconcertantes. Se les dijo que tuvieran mucho cuidado no se les fuera a ocurrir matar a los moros buenos, tenían que realizar un esfuerzo de distinción propio de un país moderno y humanitario. Al mismo tiempo se les advirtió, con mayor severidad si cabe, que no podían disparar contra ninguna mujer pues eso iría contra la política del gobierno, y podría enfadarse una tal Leire Pajín. Como desde el aire era imposible distinguir entre moros buenos y malos ni tampoco aventurarse en identidades de género, los pobres pilotos optaron por una medida bien prudente: se adentraron en lo más profundo del desierto líbico y arrojaron su cargamento de bombas contra la cabaña de camellos del país, que resultó muy mermada.

En cuanto al submarino, nadie sabía muy bien qué podía pintar allí. Pero como querían demostrar que se trataba de un país avanzado, y al tanto de las mayores novedades tecnológicas en materia de armamento, decidieron enviarlo. Lo malo es que los estrategas del Ministerio de Defensa eran una panda de mantas, con lo que las cartas de navegación que entregaron estaban completamente equivocadas, y del submarino no se volvió a saber. Se cuenta que, al cabo del tiempo, y después de disparar su carga de torpedos en la costa angoleña sin que nadie conociera la razón, embarrancó en el Atlántico sur después de que su capitán sufriera un telele nervioso diciendo, a grandes voces, que ojalá se hubiera alistado en la marina mercante.

El resultado de aquella operación militar fue la radicalización final de los árabes, dirigiéndose desde entonces de manera frontal contra Occidente. Desde luego, sin los más mínimos conocimientos históricos y de ciencia política, no puede irse a la guerra.

martes, 22 de marzo de 2011

La naturaleza y los tontos

Lo ocurrido en los últimos días en Japón pone de manifiesto la crisis de un pensamiento historicista que llegó a divinizar a la ciencia, pues a la manera de Descartes creía que era posible conocer las leyes y las acciones del fuego, del aire, del mar y de las estrellas para dominarlas, “y hacernos dueños y señores de la Naturaleza”. Nos consideramos herederos de la Ilustración, sin asumir los desastres a que ha conducido. Las dos últimas guerras mundiales, Chernobil y ahora Fukushima nos demuestran no sólo que no tenemos pajolera idea sobre el Universo, tampoco representamos nada en él. Lo único evidente es que somos seres desvalidos y, como tenemos cierta consciencia, queremos sobrevivir.

Ya Stuart Mill señaló que lo más característico de las fuerzas de la naturaleza “es su perfecta y absoluta falta de consideración. Van derechas a sus fines sin tener en cuenta qué cosas o qué personas van a aplastar en su camino. Y realizan todo esto haciendo gala del más arrogante desdén por la caridad y por la justicia, descargando sus golpes sobre los mejores y más nobles junto con los más malvados y peores”. La realidad es que cabalgamos encima de una bola, viva y extremadamente peligrosa, a través de los espacios infinitos, sin tener la menor idea de lo que hacemos aquí. Soñamos con dotar de consistencia a la vida, cuando da la impresión de que no tiene ninguna. Podría decirse que nuestra situación es trágica, si es que eso tiene algún sentido a nivel cósmico.

No obstante, siempre han existido bobos, algunos de perfecto remate, que dedican su existencia a pontificar sobre las más inauditas menudencias, también a hacerse daño sin ninguna necesidad. Así, en España las próximas elecciones están llevando a la clase política, casi sin excepción, a practicar la técnica del derribo del contrario, denunciarse los unos a los otros, y realizar todo tipo de ruindades y bajezas sin más justificación que la de alcanzar un poder que no va a servirles para cumplir objetivos o programas, por muy ilusos que finalmente se pudieran demostrar, sino para disfrutar de privilegios y prebendas en el fondo bien ridículos. ¿Por qué no se dedican a filosofar?

Si lo hicieran, tal vez se dieran cuenta que en la vida no es posible funcionar sin un mínimo de piedad. Y, sobre todo, que en el estado actual de nuestra política unos y otros son igualmente limitados y tontos, así como que la diferencia de altura moral e intelectual que les separa es prácticamente inexistente. Quizá tomaran conciencia también que los votos no pueden ser el único objetivo, pues obtenerlos a base de la idiotización de la población no constituye un triunfo real. Cuando llega el terremoto, el poder es siempre inútil.

martes, 15 de marzo de 2011

Niños robados

Forma parte de la cultura occidental el pasaje de San Mateo según el cual Jesús, reprendiendo a sus discípulos, les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos”. Ésta ha sido siempre la actitud de la Iglesia, durante siglos ha venido realizando una espléndida labor de protección de la infancia: desde la enseñanza hasta la dirección de orfanatos destinados a los más pobres y desvalidos. Basta con leer a Dickens para deducir cuál hubiera sido su suerte, en los inicios del capitalismo, sin la existencia de instituciones tutelares basadas en las enseñanzas de los Evangelios.

Ahora, en cambio, se quiere presentar a los sacerdotes y monjas como culpables de los más espantosos crímenes desde la pederastia al robo de centenares, miles incluso, de niños en España. No es nada extraño, en todas las épocas la crueldad social ha buscado víctimas propiciatorias utilizando como coartada a la infancia. En Roma, por ejemplo, se acusó a los cristianos de asesinarlos para utilizar su sangre con fines rituales. Más tarde fueron los judíos; Werner Keller nos cuenta que el día de Jueves Santo de 1475 desapareció en Trento un muchacho de tres años, Simón, hallado muerto poco después a orilla del Etsch. No hubo dudas: habían sido los despreciables judíos, miles de ellos fueron torturados. ¿Y qué decir de las brujas en Centroeuropa? Se aseguraba que utilizaban las entrañas de los bebés para sus pócimas y encantos.

¿Es mentira, entonces, lo que ahora se nos cuenta? Es evidente que no, siempre han existido seres sin escrúpulos responsables de los más horribles delitos. Se da entre los abogados, los médicos y los taxistas. Pero sería absurdo pensar que la maldad de alguno de ellos puede extenderse a la profesión en su totalidad. ¿Por qué, entonces, se acusa a la Iglesia de haber organizado una red destinada al secuestro de recién nacidos? Por una razón bien elemental: la de atribuir a otros la propia responsabilidad personal. Fue la sociedad española la que, durante siglos, consideró una deshonra el embarazo fuera del matrimonio, procurando eliminar las pruebas por el procedimiento de entregar los niños a instituciones de beneficencia. Miles de papás obligaron a sus hijas a deshacerse del fruto del “pecado”.

Y las monjitas que se encargaron, quizá torpemente, de buscar solventes padres son acusadas ahora de engaños y enriquecimiento. Es falso, con excepciones, desde luego miserables, la Iglesia no hizo otra cosa que ocuparse de paliar la vergüenza de unos individuos preocupados simplemente por las apariencias. A una morbosa opinión pública le gusta creer lo contrario.

martes, 8 de marzo de 2011

Líder mundial

Hace bien pocos días, una alumna de la Universidad de Sevilla pareció escandalizarse cuando, en una conferencia, comenté que todas las civilizaciones al llegar a su cima adquieren caracteres femeninos de tal manera que, una y otra vez, han sido destruidas por los bárbaros. No era ninguna crítica, muy al contrario, ya desde los tiempos de Diderot los ilustrados franceses del siglo XVIII se mostraban conformes en que la mujer era el auténtico factor civilizador de la historia. Lamentablemente, los salvajes, que en todos los tiempos han existido, y que suelen estar en la frontera, no han dejado que el experimento durase mucho tiempo.

En cualquier caso, el problema principal radica en determinar si, efectivamente, Occidente se encuentra en decadencia. Es indudable que la respuesta debe ser afirmativa en el caso europeo; todo el mundo está de acuerdo en que el centro de la política mundial se ha desplazado hacia el Pacífico, ya no contamos. Lo malo es que los Estados Unidos, únicos capaces de defender los valores culturales que durante siglos hemos creado, parecen vivir el mismo proceso. No sería nada nuevo, Arthur de Gobineau, aunque citarlo sea todavía políticamente incorrecto, señaló: “Toda congregación de hombres, por ingeniosa que sea la red de relaciones sociales que la protege, adquiere en el día mismo de su nacimiento, escondida en los elementos de la vida, la semilla de una muerte inevitable”.

Maquiavelo ya había advertido que la historia sigue un proceso cíclico que, desde la pobreza, lleva al lujo y la comodidad para terminar indefectiblemente en la decadencia, y vuelta a empezar. Por desgracia, Zapatero no parece muy consciente de los tiempos que corren, todo lo contrario, sigue siendo un historicista incorregible. En medio de la que está cayendo, se ha desplazado a Tunez para, en plan líder mundial, anunciar urbi et orbi que: “los españoles quieren que su Gobierno apoye los cambios en en el mundo árabe desde el primer momento”. ¿Sabe realmente lo que está diciendo? ¿Todos los cambios? No parece que sea muy consciente de los riesgos que se derivarían de la desestabilización de Marruecos.

Su intervención llegó a la genialidad cuando dijo que la democracia siempre tiene problemas: “en España fue clave la cuestión territorial. Y en los países árabes será fundamental la cuestión religiosa”. ¡Toma ya, profundidad filosófica en la comparación! Aunque el sufragio censitario hace tiempo que fue superado, a veces parece necesario que, al menos para ser Presidente de Gobierno, se exija cierto conocimiento de ciencia política: el necesario para distinguir cuándo unos países permanecen en el medievo. Si no, terminaremos en el siglo VIII acompañados de Zapatero.

martes, 1 de marzo de 2011

Desde las montañas

Decía Nietzsche que para sobrevivir sería imprescindible “trasladarse a la cumbre de las montañas para contemplar muy por debajo la despreciable charlatanería de la política”. Se expresó en forma bien pesimista, como siempre de otra parte, pues su época coincidió con el surgimiento de los sistemas ideológicos, dirigidos a interpretar y organizar la vida de los hombres, que han dominado la intelectualidad europea hasta tiempos recientes. Por muy charlatanes que pudieran ser algunos de sus partidarios, nadie podrá negar la pasión que pusieron en la lucha ni la grandeza de sus construcciones teóricas. ¿Qué habría dicho entonces de la política española de nuestros días? Probablemente, creería que asistía a una opera bufa francamente antiestética.

Nadie con un mínimo de seriedad se atreverá a sostener que lo que ocurre en este país, al término de la legislatura, tiene alguna relación con el debate ideológico, entre otras razones, por la elemental de que las ideas han desaparecido: una clase política pretende sustituir a otra en el ejercicio del poder y punto, no hay nada más. Una multitud de candidatos aspira a obtener los cargos públicos, empleos y prebendas que han difrutado sus enemigos durante los ocho años anteriores, a esto se reduce todo. Y se desarrolla con la misma crueldad que ya se manifestó en los momentos finales de Aznar y también, por supuesto, en los de Felipe González. Como miles, por no decir cientos de miles, de nuestros paisanos se han acostumbrado a vivir a costa del erario público la lucha se desarrolla sin ningún tipo de cuartel. Se trata de un espectáculo vergonzoso.

En el fondo, obsesionados por los votos, nuestros dirigentes desprecian la inteligencia. Lo único que les interesa es el individuo medio al que piensan es necesario dirigirse desde la demagogia y la simplificación. Todas las promesas serán pocas cuando se trate de eliminar los pretendidos “privilegios” que ostentan: obligatoriedad de declarar sus actividades y bienes, de sus cónyuges y amantes, absoluta incompatibilidad de funciones, supresión de institutos clásicos del parlamentarismo como la inviolabilidad e inmunidad… ¿Saben de qué están hablando?

Por supuesto que no, cavan su propia tumba así como la de una civilización basada en la racionalidad y en la primacía del Legislativo. Cualquier doctorando en derecho constitucional conoce que las “prerrogativas” no son privilegios, todo lo contrario, constituyen la más clara defensa de la representación de la ciudadanía. Si además pretendemos eliminar hasta su derecho a la intimidad, sólo los memos, que no tienen ninguna, se dedicarán a la política. Habrá que hacerse alpinista para huir con rapidez al Himalaya.