martes, 30 de diciembre de 2008

La derecha eterna

Mi química cerebral ha tenido siempre la peculiaridad de sentir una enorme debilidad por las causas perdidas. Cualquier problema ofrece tantas aristas que resulta lógico sentir cierta desconfianza hacia las interpretaciones unilaterales y “correctas”. Así, en Andalucía, el desprecio de los sectores políticamente dominantes hacia la denominada derecha me ha inspirado la simpatía que suelen suscitar los derrotados. Al fin y al cabo, a la altura del siglo XXI, sería posible preguntarse si un calificativo de ese género no constituye una simple coartada a utilizar a la mejor conveniencia del poder, sobre todo cuando las diferencias sustanciales entre los partidos puede haber dejado de ser real.

Muy recientemente, sin embargo, me he dado cuenta que esta Comunidad es tan particular, por no decir atrasada y carpetovetónica, que no solamente existe la derecha sino que está situada en momentos muy anteriores a la Ilustración burguesa, Diderot les sigue pareciendo altamente sospechoso. Lo comprobé en los primeros días de este diciembre cuando me invitaron a dar una conferencia, sobre la Constitución, en un centro religioso al que me siento muy ligado por razones familiares desde hace muchos años. Se trata de un colegio sevillano de un barrio tradicionalmente respetable y conservador.

Me limité a hablar sobre los desafíos actuales a los que se enfrenta la sociedad occidental, el problema de los nuevos integrismos, y la necesidad de luchar por el mantenimiento de unos valores por los que generaciones de demócratas han luchado. Eso sí, a manera de ejemplo de lo que significa el totalitarismo, recomendé que antes les pusieran la conmovedora película “Sofía Scholl”, inspirada en la real ejecución por los nazis de una jovencísima estudiante, que había tenido la valentía de criticarlos en plena guerra mundial. Para vergüenza de todos, la proyección originó muchas más risas y burlas que piedad.

Después, me tuve que enfrentar con preguntas de los padres y abuelos, es imposible que fueran de los chicos, que les sirvieron para arrojar afirmaciones como las de que Franco era mejor que los republicanos, que los comunistas eran más odiosos que los nazis y que ahora existe menos libertad de expresión que en el franquismo. Ciertamente, todo esto, y mucho más que dijeron, es perfectamente legítimo sostenerlo a nivel intelectual. El problema es la agresividad con que lo hicieron, la falta de educación que mostraron y, sobre todo, su incapacidad para comprender las palabras de un invitado que les había hablado de cosas completamente distintas. Como observó Talleyrand de los emigrados que volvieron de Coblenza, al cabo de los años nuestra derecha no ha sido capaz ni de comprender ni de olvidar.

martes, 16 de diciembre de 2008

El mono de Zarathustra

El mono de Zarathustra lanzaba imprecaciones contra los habitantes de una ciudad inepta e inmoral que no se preocupaba más que de las apariencias. En realidad, era un ser vanidoso que no podía vivir sin el halago de los demás, al no conseguirlo transfería a la sociedad su propio fracaso. Aseguraba que no era entendido, y la verdad es que nadie le escuchaba. Por eso, su maestro le decía que, cuando no eres amado, es preciso pasar. Es mejor dejarse morir antes que gesticular.

No sólo el personaje de Nietzsche, todas las generaciones han advertido contra el fin de los tiempos, que cada vez estaría más cerca. Nunca ha sido real, no era más que una muestra de su pérdida de vitalidad. El mundo y las instituciones cambian, y son los más jóvenes quienes encuentran su sentido. Los viejos se resisten, protestan e, indefectiblemente, mueren. Una vez y otra vez, y así hasta la eternidad. Sin embargo, un planteamiento de esta clase puede ser utilizado torticeramente. Por ejemplo, se asegura que Zapatero ha afirmado que una persona mayor de 45 años es incapaz de comprender su política. Es un método infalible para defender posiciones interesadas: los que no las entienden están caducos.

Los cincuentones quedamos desterrados, y no digamos los más maduros. Pero es un argumento falso, lo nuevo no tiene por qué ser necesariamente progresista, puede ser reaccionario, incluso absurdo. Los dinámicos bárbaros no mejoraron Roma, la destruyeron. Con un ejemplo actual basta: las personas sensatas saben que la convivencia, no sólo política, exige un estricto respeto a las reglas de juego. Los adalides de la modernidad no lo hacen, deben considerarlo antiguo, y así los nacionalistas catalanes, sin ningún género de pudor, afirman que un pronunciamiento contrario del TC sobre la reforma estatutaria sería intolerable, al ir contra la voluntad del pueblo. ¿No es eso una coacción?

Prescinden del dato elemental de que el Tribunal Constitucional interviene porque así viene previsto en nuestro ordenamiento jurídico. Por muy imperfecto que sea ese órgano, entre todos lo han desprestigiado, no hay más remedio que atenerse a sus decisiones. Igualmente grave es la negativa actitud que vienen mostrando sectores de la oposición frente a las Asambleas Legislativas, y quienes las representan. No es una crítica doctrinal, antes bien es vulgar, a veces incluso personal ¿No se dan cuenta que sin ellas desaparece su propia legitimidad? Si las menosprecian, ponen en cuestión el mismo sistema, y aumentan el grado de desconfianza frente a las instituciones. Pretenden torpemente obtener ventaja a corto plazo, pero no reflejan otra cosa que estrechez de miras.

martes, 9 de diciembre de 2008

El suicidio de la cultura


Decía Bertrand Russell que la civilización tiene “la curiosa característica” de que los hombres y las mujeres que la adoptan se vuelven estériles, y cuanto más civilizados más estériles. Lo que le llevaba a afirmar, en 1930, que los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. No se trata de una extravagante elucubración del filósofo británico, ya Alexis Tocqueville había aventurado una afirmación semejante en el siglo XIX.

Hace algunos años, ante una consideración similar, una amiga me objetó que era una simple cuestión de progreso: la liberación de la mujer y su incorporación masiva al trabajo habría llevado a controlar el crecimiento de las familias. Sin embargo, las dudas son legítimas. ¿Y si hubiera algo más? Desde niños, somos conscientes de que la vida es un proceso que termina con la muerte. Por mucha altura que consigamos, tarde o temprano se producirá la caída. Los seres vivos, las ideas, los grandes imperios...

Viene siendo una afirmación repetida que los escalones más altos de la ciencia colindan con la metafísica, con la poesía también; así, se dice que somos “polvo de estrellas” en un camino evolutivo que lleva a la inteligencia. La finalidad del universo sería hacerse consciente de sí, de manera que los hombres constituirían el destino de todo el proceso. ¿Preferiríamos morir una vez que comprendemos? Tendría entonces razón Albert Camus cuando señalaba que el único problema verdaderamente serio es el suicidio: “Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

La civilización es un fenómeno que se expresa a través del pensamiento, la sensibilidad, el arte… Si desaparece, qué quedará de nosotros. De manera optimista, podríamos contestar: la memoria. Ya en un viejo papiro, conocido como Chester Beaty IV, del Imperio Nuevo, se decía que “el hombre perece, su cuerpo se vuelve polvo, pero el libro hará que su recuerdo sea transmitido de boca en boca”. La verdad es, sin embargo, que los bárbaros no aman la literatura, prefieren quemarla. Y no parece que sea un consuelo esperar que vuelva otro Renacimiento.

Vivimos bajo el mito del progreso. Paradójicamente, bajo su amparo, acogemos lo que nos destruye: la tolerancia ante los fanáticos, el relativismo cultural, la debilidad frente a los agresores… ¿No será que de manera inconsciente nos dirigimos al suicidio? Si, al final, de nosotros no queda ni el recuerdo, a lo mejor es que no hemos hecho nada para merecerlo.

martes, 2 de diciembre de 2008

El crucifijo y la sensibilidad

Es de sobra conocido que la realidad puede modificarse describiéndola mediante palabras que varían su esencia. En la ciencia política, el fenómeno suele tener un carácter intencionado. Así, los franquistas calificaron al Régimen como democracia orgánica y se justificaron. ¿Y si llevamos al terreno de la neutralidad religiosa un simple problema de sensibilidad?

Ha sido noticia bien reciente, y calificada de atentado a la aconfesionalidad del Estado, la existencia de un crucifijo en un centro de enseñanza. ¿Realmente se trata de un problema de esa índole? Indudablemente lo sería si a los poderes públicos les diese por impedir, en Europa no ha sido inusual, acceder a determinados cargos públicos a los que profesan una concreta religión, o imponer la misa dominical a los soldados de nuestro ejército o establecer cualquier género de discriminación a los fieles al Islam o al budismo.

Admitamos incluso que lo fuese la imposición normativa de un símbolo cristiano en los colegios públicos. Pero, al menos según se ha dicho, aquí no se trata de eso. El problema ha surgido por el hecho de la pervivencia de un simple crucifijo en un aula, probable residuo de los tiempos del franquismo. Nadie había decidido colocarlo, se limitaba a permanecer viejo y solo en un rincón. ¿Quitarlo no es tan traumático como ponerlo? La aconfesionalidad no es un valor abstracto, quiere evitar que ningún ciudadano sufra daños, sobre todo si son gratuitos, como consecuencia de sus sentimientos religiosos. El español no necesita ser cristiano.

Si de lo que se trata es de respetar las creencias de todos, mantengamos una exquisita neutralidad de cara al futuro. Pero en la formación del proceso educativo puede resultar igualmente lesivo, y condicionante para las creencias, observar como determinado símbolo, respetado en el entorno familiar, resulta arrojado del espacio de la convivencia. No hace falta leer a Charles Dickens para darse cuenta que el mayor daño a un niño deriva siempre de las heridas a su mundo de emociones. Además, si de imágenes se trata, ningún país con nuestra historia puede librarse de ellas. ¿Cómo enseñarla sin hacer referencia a la evangelización de América, la Reconquista o la cruzada contra el turco? ¿Nos hacemos todos malgaches para evitar problemas?

Por otra parte, “La libertad guiando al pueblo” de Delacroix, el retrato del Che Guevara, la estatua de la libertad y tantos otros iconos, también el del crucifijo, forman parte de nuestro patrimonio cultural, son Occidente, y a nadie deberían molestar. Es cuestión de pura sensibilidad, hay quienes no la tienen.