sábado, 29 de octubre de 2005

Carrillo y el Partido Comunista

Decía Antony Beevor que la Guerra civil española constituye la más clara prueba de que la última palabra en historia jamás puede decirse. La verdad definitiva en un tema que suscite pasiones políticas no podría nunca ser conocida porque nadie sería capaz de eliminar suficientemente sus prejuicios. La participación de Santiago Carrillo en los sucesos de Paracuellos constituye un ejemplo paradigmático. ¿Es posible en este caso establecer lo que realmente ocurrió? Han pasado más de sesenta años y los estudios publicados hasta el momento, por lo menos los serios, no pueden prescindir del hecho de que Madrid era, entonces, una ciudad asediada, con el ejército franquista a sus puertas y abandonada por el Gobierno que había decidido trasladarse a Valencia.

Carrillo era entonces un joven de apenas veinte años nombrado, el 7 de noviembre de 1936, consejero en una Junta de Defensa de la ciudad que carecía de toda posibilidad de control efectivo sobre la misma, máxime cuando la deserción del aparato gubernamental la dejó en manos de la voluntad de unos partidos políticos que, mientras organizaban la resistencia, eran incapaces de enfrentarse a la locura asesina de los “quintacolumnistas” fascistas y los miembros de los escuadrones del amanecer de las milicias republicanas. ¿Cómo asegurar entones cuál fue su participación efectiva? La ciencia histórica no opera como la de las matemáticas ni puede sustituir al Derecho Penal que sólo reacciona cuando los hechos están establecidos más allá de toda duda razonable.

En condiciones como las de la defensa de Madrid en 1936 intentar ahora responsabilizar a Santiago Carrillo de los cobardes asesinatos de Paracuellos, cuando antes no ha podido establecerse, no obedece a un intento de recuperación de la verdad histórica sino a una voluntad política cercana al deseo de revancha. Es indudable que lo que afirmo obedece a mis propios prejuicios; fui militante del Partido Comunista de España desde que tenía dieciséis años, en 1968, hasta 1977 en que abandoné la política con el orgullo de haber participado en una de las experiencias más intensas de mi vida, en un país controlado por la irracionalidad y a merced de la cruel represión de la policía política. Pero mis prejuicios no me impiden analizar la realidad de los errores del Partido y no sólo en la Guerra.

¿Cómo justificar el asesinato de Andrés Nin o la falta de crítica interna en una organización acostumbrada a subordinar los medios a los fines? Pero eso es una cosa y otra muy distinta intentar descalificar el papel de los dirigentes republicanos, de uno u otro signo, que fueron capaces de enfrentarse al franquismo. Santiago Carrillo a estas alturas de la historia ha perdido sus señas de identidad individual para convertirse en un símbolo: el de la resistencia del Partido Comunista durante los años de la Dictadura. Y, desde esta perspectiva, el juicio no puede ser más favorable. Fue la única organización capaz de mantenerse en la clandestinidad durante los cuarenta años, elaborando una política como la de la “reconciliación nacional”, que intentaba reunir a vencedores y vencidos con el exclusivo objetivo de recuperar las libertades públicas.

En las navidades de 1970, mientras un grupo de estudiantes y obreros las pasábamos en los calabozos de la Gavidia y, luego, en las celdas de castigo de la cárcel de Sevilla, un sector importante de la población española se acomodaba, más bien que mal, en los brazos de la Dictadura. Muchos de aquellos compañeros, recuerdo siempre a Carlos Castilla Plaza, murieron jóvenes, incapaces de vivir en país tan duro como éste. Pero sería el colmo, que, quienes les hemos sobrevivido, aceptemos sin inmutarnos revisiones históricas provenientes de las filas de quienes destrozaron nuestras vidas. Pasarán más años y llegará un momento, cuando ya no estemos y nuestras pasiones se hayan convertido en sueños, en que nuevas generaciones podrán juzgar con libertad. Que ellos decidan entonces, mientras tanto más valdría que quienes sirvieron al franquismo nos dejen vivir en paz.