viernes, 30 de octubre de 2020

El Poder Judicial y las apariencias. El Mundo. Madrid

Decía Jaime Gil de Biedma que “de todas las historias de la Historia la más triste es la de España porque termina mal”. No tendría por qué ser así, pero los desastres nos persiguen  una y otra vez. ¿Tan mala suerte tenemos? Probablemente sea nuestra propia responsabilidad; politólogos y comentaristas de prensa extranjeros han observado recientemente que podríamos convertirnos en un Estado fallido, que es tanto como decir a la manera de Ortega  un país invertebrado, carente de instituciones sólidas y respetadas.  Es verdad que la falta de vertebración supone un riesgo mayor en estados compuestos con articulación territorial autonómica o federal, como lo es el español, en donde parcelas de soberanía son transferidas del centro a la periferia. Sin embargo, en países serios como Alemania, claramente con esa estructura, el funcionamiento del sistema es perfectamente regular. No ocurre lo mismo en España, de hecho a la hora de abordar un tema como el de la pandemia el resultado no puede ser más frustrante. Y ello con independencia del problema de lealtad que suscitan comunidades como la vasca y la catalana.

 

Escasos mecanismos centrales se mantienen en España, prácticamente nuestra supervivencia depende, en lo que aquí interesa,  del reconocimiento de la capacidad de coordinación de distintas competencias por parte del aparato estatal, del mantenimiento de la monarquía, de un poder judicial independiente y de la política exterior. Las fuerzas armadas se han convertido en un tabú del que es mejor no hablar. Pues bien, la coordinación es objeto de embates cada vez que pretende llevarse a la práctica. El gobierno central adopta posturas de auténtico complejo cuando se trata de hacer presente a  la Monarquía en Cataluña y los ataques contra ella son expresos. La política exterior es trabada por un sinnúmero de agencias y oficinas de las Comunidades Autónomas, que nos desprestigian. Y el poder judicial, al que en concreto nos referiremos, es objeto de una campaña continuada de acoso.

 

Es de necios no darse cuenta que el origen de esta campaña nace con el intento de golpe de estado de los independentistas catalanes en 2017. Ante los distintos procedimiento de que son objeto quieren invalidar a los órganos judiciales, hacerlos parte de un combate que demuestre que no son imparciales. Lo vienen intentando desde que interpusieron una demanda contra Pablo Llarena, instructor de las diligencias  del proceso principal. Los abogados de nuestros sediciosos conocen perfectamente la jurisprudencia de los tribunales internacionales, y la utilizan en nuestra contra. Así, en el caso Piersack, sentencia de 1 de octubre de 1982, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se refiere a "la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática". Y  se añade, según un adagio inglés citado particularmente en la senten­cia Delcourt de 17 de enero de 1970, que “justice must not only be done: it must also be seen to be done”.  No sólo debe hacerse justicia, debe parecer que se hace. Y si un Gobierno pretendiera configurar jueces a su conveniencia las apariencias no podrían ser más negativas, lo que ahora está ocurriendo.

 

La función jurisdiccional no puede comprenderse sin la existencia de ficciones, lo sufi­cientemente fuertes e importantes como para que el mundo del Derecho carezca de sentido sin ellas. Así, la idea de que las "causas" han de resolverse exclusivamente con arreglo a ordenamiento jurídico constituye una de las bases sobre la que se asienta nuestra civilización. El concepto mismo del ­"pacto social" suponía que los conflictos que derivaren de la aplicación de las normas legales, mucho más cuando se tratase de la vulnera­ción de las de carácter penal, debían ser resueltos por jueces que no atendieren a otras consideraciones que las de su ciencia, pues habrían sido nombrados por la comunidad precisamente en base a su prepara­ción o bondad. En la práctica, son innumerables los factores que pueden alterar dicho principio pero lo cierto es que constituye un modelo del que, desde el punto de vista teórico, no es posible prescindir. Pueden darse casos aislados de magistrados incompetentes o corrup­tos, pero si esto fuere aceptado como regla el clima de confian­za necesario para mantener la función de juzgar desaparecería.

 

Como se indica en jurisprudencia reiterada del Tribunal Europeo, se trata de una cuestión de apariencias efectivamente. El proceso judicial no puede entenderse sin condicionamientos y seguridades de tipo psicológico.  Para resolver si en un determinado caso hay un motivo legítimo para temer que un juez no sea impar­cial "el punto de vista del acusado es importan­te, pero no es decisivo. Lo que si lo será es que sus temores estén objetivamen­te justificados", se dice en el Affaire Hauschildt, sentencia del TEDH de 24 de mayo de 1989. Lo anterior adquiere singular relevancia en el caso actual español cuando por parte del Gobierno se pretendía introducir una disposición legislativa que reducía de manera significativa las garantías de consenso para el órgano de gobierno de la judicatura. Si en la sociedad llegase a cundir la sensación de que dicho órgano obedece a una determinada corriente partidista, las condiciones de mantenimiento de la imparcialidad habrían desaparecido. La función judicial no puede confundirse con la política.

 

La imparcialidad es una consecuen­cia directa del reconocimiento del carácter no mecánico de la función judicial. Los jueces y magistrados no recitan un texto previamente establecido para cada caso. La interpreta­ción de la norma, como nos recuerda el gran Luigi Ferrajoli, es siempre el fruto de una elección prác­tica respecto de hipótesis interpreta­tivas de carácter alternativo. Los Tribunales son libres para resolver conforme a ordenamiento jurídico; por tanto, sus decisiones implican el ejerci­cio de un poder del que hay que alejar la arbitra­riedad. Sus titulares responden por sus actos y deben funcionar con transparen­cia. Es necesario saber quién los elige y por qué.

 

En una democra­cia nadie se encuentra libre de toda sospecha. Como dice  Laurence Tribe en su Constitutional Choices, "en temas de poder, el fin de la duda y la desconfianza es el comienzo de la tiranía". El Juez se debe a la norma, a  nada más,  y sería disparatado aceptar que puedan condicionarle mayorías políticas de un signo u otro. No se trata de pedirle que permanezca en una urna de cristal o que sea tan insensible que no experimente reacciones mentales ante los sucesos del mundo exterior. Es mucho más sencillo, se trata de que no las manifieste, que no deje ­traslu­cir sus convic­ciones de carácter ideológico o partida­rio en la escena pública, sobre todo si pueden referirse a asuntos que son objeto de procedimiento judicial. Caso contrario, los que deban acudir ante él van a sospechar, inevita­blemen­te, que el resultado de la litis se encuentra decidido con anterioridad a la resolución final.

 

Así, en relación con la composición del Poder Judicial y los intentos descarados de intervención por parte de los grupos políticos, habría que decir: Primero.-Existe un aforismo bien conocido en la ciencia jurídica según el cual cuando la política entra en los tribunales, la justicia sale despavorida por la ventana.

 

Segundo.-Justicia Democrática que ejerció influencia nada desdeñable en los redactores del texto constitucional partía, al igual que sus compañeros de la Magistratura democrática italiana, del concepto de “autogobierno de la judicatura”. Los jueces y tribunales habrían de regirse por órganos propios, no sería admisible que su gobierno estuviese incardinado en cualquier  otro poder

 

Segundo.-El artículo 122 del texto constitucional, aunque previó la intervención del Congreso de los Diputados y el Senado en la elección de una parte del Consejo General del Poder Judicial, para hacer efectivo el principio de que la justicia emana del pueblo, exigió una mayoría de tres quintos para su efectividad. Cierto que una modificación legislativa posterior atribuyó a esos órganos la elección de la totalidad. Pero una mayoría de ese carácter produce confianza y seguridad.

 

Tercero.- Reducir las exigencias de consenso en la elección supone un riesgo cierto para la imparcialidad. Sería indignante que el órgano de gobierno de la magistratura fuera conformado por la mayoría gubernamental a su mera conveniencia. Lo mismo ocurriría si, para evitar la proposición legislativa presentada, la composición del órgano quedara al mercadeo pura y simple de los grupos. Al final, nos cargaríamos la justicia.

 

 

 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Golpe de Estado. El Mundo. Madrid


Bela Kun, Pilsudsky o Trotsky, cuyas distintas actuaciones le sirvieron a Curzio Malaparte para  elaborar su célebre Tecnica del colpo di Stato, no pudieron prever la más sutil manera de prepararlo: desde el propio seno del poder que se pretende derribar. Los que criticamos al Gobierno de Pedro Sánchez tendríamos que reconocer al menos que posee una indudable originalidad, consciente o inconscientemente está llevando a cabo, utilizando los resortes en su poder del aparato del Estado, la demolición del régimen de 1978 cuya legitimidad  le sirve para gobernar. Frente a un intento de esa clase, claramente desestabilizador, la oposición parece querer oponerse solamente desde la gestión, rechazando el combate ideológico. ¿Han perdido la cabeza?

 

La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria  (artículo 1.3 de la Constitución), cuyas reglas de funcionamiento están garantizadas por  jueces y tribunales que dotan de seguridad jurídica al sistema y tutelan los derechos y libertades de todos los españoles. La legitimidad de este Estado deriva de un pacto fundacional firmado en diciembre de 1978, que puso fin al régimen anterior confirmando el acto de perdón  colectivo que los representantes del pueblo español se habían dado previamente mediante la Ley de Amnistía. Es decir, el nuevo régimen nace sobre las ruinas del franquista, la aprobación del  texto constitucional mediante referéndum consagra así un nuevo pacto social. Todo esto se pretende demoler,  veamos:

 

Primero.-Desde el momento en que  se excluye la presencia del Jefe del Estado en una Comunidad Autónoma, se está privando de efectos al propio texto constitucional. El Rey es símbolo de unidad y permanencia en cualquier parte del Estado, caso contrario estaríamos aceptando por vía fáctica las pretensiones independentistas sobre la inexistencia de monarquía en Cataluña.  ¿Es que no se dan cuenta? Para conseguir objetivos tácticos, como la aprobación de los presupuestos, se estaría dando la razón a los golpistas.

 

Segundo.-Con respecto al poder judicial, es incomprensible que se esté dando la impresión de que los tribunales están solos en la lucha contra la criminalidad. Ciertamente, los indultos constituyen una forma más en la reacción frente al delito, y son una medida de gracia que puede ser utilizada por razones de reinserción, incluso de conveniencia. También es legítimo proceder a la modificación de tipos penales, como la sedición, en orden a conseguir mayor eficacia y modernidad. Pero resulta indignante proceder a todo ello, sin consenso con la oposición, y con la idea vendida públicamente de que se pretende reparar la condena desproporcionada de un tribunal que se ha limitado a resolver, con imparcialidad, un problema estricto de tipificación punitiva. ¿Cómo entonces defendemos a nuestros jueces?

 

Tercero.-Por último, vender la idea de que se puede prescindir de la ley de Amnistía en base a los textos internacionales firmados por España no sólo es un disparate conceptual, contrario a técnicas elementales de derecho constitucional y penal,  constituye la mejor demostración de que se pretende deshacer el pacto social que dio origen a nuestro Estado. Nuestros populistas quieren destruir el lema de “Paz, piedad y perdón” que con grandeza solicitaba Don Manuel Azaña

 


 

jueves, 17 de septiembre de 2020

¿Y si se encierra? El Mundo Madrid

El tópico marxista, reflejado en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, según el cual la historia se repite dos veces, la segunda en forma de comedia, no siempre es verdad. Al menos en  lo que se refiere a quienes quieren propiciar un  nuevo de golpe de estado en Cataluña. Nos referimos a las palabras de Quim Torra sobre su reacción ante la posibilidad de una sentencia del Supremo confirmatoria de su inhabilitación. Desde luego  puede parecer surrealista encerrarse en una habitación de la Presidencia de la Generalitat pero, por ridículo que sea, sus efectos pueden resultar dramáticos para una sociedad tan vulnerable como la española. Convendría precisar:

 

Primero.-El artículo 118 de la Constitución española establece taxativamente lo siguiente: “Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por éstos en el curso de un proceso y en la ejecución de lo resuelto”. Si Torra se negase a acatar el fallo incurriría en nueva responsabilidad, y nuestros tribunales  dispondrían de todos los medios para la ejecución de lo que disponga. En un Estado de Derecho nadie puede dejar de cumplimentar lo acordado por los jueces.

 

Segundo.-Además, si el Sr. Torra provocase con su incumplimiento  manifestaciones o desórdenes de carácter violento, o actitudes de resistencia activa de esa índole, incidiría inmediatamente en actos de análoga tipificación a los que fueron imputados a los protagonistas del denominado “procés”. No hace falta recordar, por otra parte, que en nuestra opinión siempre ha podido considerase palmaria la participación del referido señor en actos que expresan una continuidad delictiva con los  protagonizados, sea cuál sea la forma en que se califiquen, por el Sr. Puigdemont.

 

Tercero.-El problema es que nuestros jueces y tribunales se encuentran solos frente a los “golpistas”. Nadie en su sano juicio puede considerar normal que, mientras se sustancian unas diligencias sobre la desobediencia del Sr. Torra, nuestro gobierno quiera reanudar las conversaciones sobre Cataluña con las fuerzas políticas que se levantaron en su día. ¿Con qué tranquilidad lo contemplarán los ciudadanos que defienden nuestro ordenamiento jurídico?

 

Claro que es necesario dialogar, Cataluña se ha convertido en un problema político que imposibilita la convivencia. Se puede hablar sobre una reforma de carácter federal, nuestro país es ya materialmente una federación, sobre la potenciación de los signos catalanes de identidad, o incluso de una capitalidad compartida con Barcelona. Pero no se puede ceder sobre la soberanía española en su conjunto. Y a veces da la impresión de que todo es posible…¿No comprenden nuestros representantes que ya nadie del resto del Estado quiere residir en Cataluña con lo que supone de abandono, incluso electoral.

 

Se mire como se mire, un gobierno que se apoya en fuerzas independentistas puede ser objeto de chantaje, ¡y ya está bien! No parece una política honesta buscar la conservación del poder a toda costa. En 1934 el Estado supo defenderse, ahora parece que no.

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 3 de septiembre de 2020

Martín Villa y la "memoria histórica". El Mundo. Madrid

 


Se anuncian en nuestro país diversas iniciativas sobre la denominada “memoria histórica” cuando  lo más sensato  sería olvidar. Señalaba Stanley Payne en Los orígenes de la Guerra civil española, obra colectiva en la que participó, que determinadas historias sólo sirven para dar un ejemplo negativo a otros países de cómo no debían portarse. Se basaba en consideraciones del filósofo decimonónico Chaadayev, que aludía a Rusia. Sin embargo, la II República y nuestra guerra civil constituyen un exponente bien claro de acontecimientos que sólo deben inspirar vergüenza. Unos y otros fueron responsables de aquel desastre. Los franquistas se sublevaron es cierto, pero las fuerzas de izquierda lo hicieron también en el año 1934. La República fue un sueño hermoso pero acabó mal y con crueldad.

 

Los partidarios de fomentar memorias de esa clase han aplaudido la declaración de Rodolfo Martín Villa, instada por una magistrada argentina, sobre presuntos crímenes cometidos en la transición española. Aparte de lo sencillamente disparatado que parece todo, habría que recordar los siguientes hechos elementales:

 

Primero.-En España no existe otra jurisdicción que la nuestra. Ningún órgano judicial de otro país puede incoar diligencias contra un compatriota por hechos ocurridos en el nuestro. Esto lo sabe cualquier estudiante de derecho, y lo deberían saber nuestras instituciones. Bastaría con leer las leyes de Enjuiciamiento Criminal y la Orgánica del Poder Judicial.

 

Segundo. La Ley de Amnistía elaborada por las Cortes en 1977 extendió sus efectos sobre todos los hechos con intencionalidad política, tipificables como delito, con anterioridad a la llegada de la democracia. No se trató de ninguna “Ley de punto final” como las que se dieron los dictadores latinoamericanos para protegerse frente a la acción de la justicia. Por el contrario, nuestra Amnistía pretendía servir como instrumento de reconciliación: lograr la piedad y el perdón que dramáticamente solicitaba en 1938 Don Manuel Azaña.

 

Tercero.-Nuestros populistas son de una enorme ingenuidad. Si no se hubiera elaborado la Ley de Amnistía, personajes como Santiago Carrillo, en cuyo partido milité, podían haber sido procesados por los sucesos de Paracuellos del Jarama. ¿Es que no lo saben? Cabía alegar que se trataba de un delito de lesa humanidad, incluso un genocidio, no susceptible de prescripción. La Amnistía fue dada a unos y a otros, era la única manera de inaugurar un nuevo régimen sin hipotecas. No se trató de un escudo para los represores, fue un acto de perdón colectivo.

 

Cuarto.-Todo esto obedece, además, a una dinámica lógica: si se destruye la Monarquía, se desprestigia sistemáticamente al poder judicial, y se descalifica a los personajes que hicieron posible nuestra transición hacia las libertades públicas y la democracia, el régimen constitucional quebrará. Queda bien poco ya. ¿A quién beneficia este fracaso? Es evidente: a los independentistas, a los populistas y a los irresponsables de toda clase y condición. Si a esto unimos la cobardía de partidos que prefieren eliminar a brillantes dirigentes, Cayetana Álvarez por ejemplo,  con tal de sobrevivir entre medianías, queda poco por hacer.

 

Hay jueces que pretender ser debeladores de entuertos urbi et orbi sin darse cuenta, como señalaba el pobre Tomás y Valiente, que lo único que desean es reforzar su narcisismo.

 

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 13 de julio de 2020

El asesinato de Calvo Sotelo. El Mundo. Madrid


Tal día como hoy, en julio de 1936, fue asesinado José Calvo Sotelo, uno de los portavoces de la oposición parlamentaria al gobierno surgido de la victoria del Frente Popular, en el mes de febrero del mimo año. Cinco días después, tuvo lugar el “Alzamiento Nacional” que quiso poner punto y final a un régimen que sus defensores pretendieron identificar con la inteligencia y la razón, la belleza también. Así, Manuel Azaña, definiéndose como patriota señalaba: “El patriotismo [republicano] no es un código de preceptos, sino una disposición del ánimo [que] enciende en nosotros el deseo y nos presta la energía para sacrificarnos en pro de la patria, esto es, por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la historia como testimonio de su paso por el mundo y como ejecutoria de su nobleza”.

Desde luego, en el terreno de las palabras, nuestros republicanos no merecieron perder la guerra, contaban a su favor además con el sentido de la historia. No es  nada extraño que, tras la transición, se estableciera una versión clásica, con  la contribución nada desdeñable de grandes hispanistas, como Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Antony Beevor, Ronald Fraser,  Burnett Bolloten y tantos otros, según la cual el Movimiento del 18 de julio no habría sido más que un golpe militar,  inspirado por los movimientos de la época de carácter fascista, protagonizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad española. Es verdad, pero no toda la verdad.

Ciertamente, la justificación ideológica de los sublevados era exclusivamente defensiva: la conservación del orden social y jurídico amenazado por los revolucionarios. Se diría, en el terreno de los principios, que se trataba de poca cosa frente a las ideas de libertad e igualdad preconizadas por los republicanos. Pero todo cambia si la defensa de ese orden implica la de la propia vida personal, y no sólo la de los dirigentes de la derecha parlamentaria. De eso se trataba en julio de 1936. El pistolerismo, también el fascista, se había adueñado de las calles españolas. Llegó un momento en que nadie se sentía seguro, y en casos así todo es posible, incluso un alzamiento militar. El juego democrático no era defendido por nadie.

Ni el jacobinismo republicano ni la derecha se sentían cómodos en el estricto ámbito parlamentario. Es absurdo sostener que el 18 de julio fue un golpe contra  las libertades, nadie las quería. El propio Miguel Maura, uno de los fundadores del régimen, se mostraba partidario de una dictadura republicana en fechas inmediatamente anteriores al golpe militar. Así, cuando todo estaba ya a punto de perderse, en junio de 1936, publicó varios artículos en El Sol en los que, sin tapujos de clase alguna, se mostraba favorable, podría decirse que la exigía: "La dictadura que España requiere hoy es una dictadura nacional apoyada en zonas extensas de sus clases sociales que llegue desde la obrera socialista no partidaria de la vía revolucionaria hasta la burguesía conservadora que haya llegado ya al convencimiento en aras de una justicia social efectiva [...] Dictadura regida por los hombres de la República, por republicanos probados que antepongan el interés supremo de España y de la República a toda mira partidista o de clase".

A los defensores del régimen la situación se les escapaba de las manos, y lógicamente pretendieron defenderse, pero como se ve sólo confiaban en soluciones no parlamentarias.  Era ya demasiado tarde,  entre otras razones porque la legitimidad de los contrarios era negada por unos y otros. ¿Qué era posible esperar cuando el inteligente Azaña aseguraba continuamente en sus discursos que “contra los tiranos todo sería lícito”?.

En tales condiciones, el  asesinato de Calvo Sotelo fue entendido por sus partidarios como una especie de punto y final. De  hecho, en la reunión de la Diputación Permanente de 15 de julio, el Conde de Vallellano, de Renovación Española, se expresó en los siguientes términos (según el correspondiente Diario de Sesiones): “Nosotros no podemos convivir un momento más con los amparadores y cómplices morales de este acto”. La República había terminado. El crimen había sido perpetrado por las propias fuerzas de orden público, de la Guardia Civil y de Asalto,  junto con militantes socialistas integrados en el cuerpo paramilitar de “La Motorizada”, grupo que actuaba en funciones de escolta de Indalecio Prieto. El tema ha sido estudiado con la suficiente precisión  por Ian Gibson y Luis Romero, entre otros. ¿No fue eso un crimen de estado? Si no lo fue, desde luego pudo parecerlo.

De hecho, en sesión parlamentaria del 19 de mayo Ángel Galarza Gago, diputado socialista que llegó a ser Ministro de la Gobernación, en apasionada discusión con Calvo Sotelo le espetó, según las memorias del Sr. Gil Robles pues las palabras fueron retiradas del Diario de Sesiones, lo siguiente: “…la violencia puede ser legítima en algún momento. Pensando en S.S. encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida”. Lo cierto es que tras la victoria del Frente Popular en febrero de  1936 la guerra civil se vivía ya en el Congreso de los Diputados (lo de ahora es propio de niños malcriados).

Las sospechas de conspiración planificada contra los dirigentes de la oposición no tenían un carácter delirante. En sesión parlamentaria dedicada a la política de orden público, pocas fechas antes, el destacado dirigente del PCE, José Díaz, había deslizado amenazas semejantes contra el otro gran portavoz de la derecha, José María Gil Robles: -“El señor Gil Robles decía de una manera patética que ante la situación que se puede crear en España era preferible morir en la calle que no sé de qué manera. Yo no sé cómo va a morir el señor Gil Robles (Un señor diputado: “En la horca”. Grandes protestas); sé cómo han muerto el sargento Vázquez, Argüelles y otros compañeros en defensa de la República y por orden del Gobierno del que formaba parte el Sr. Gil Robles. No puedo asegurar cómo va a morir el señor Gil Robles, pero sí puedo afirmar…(las últimas palabras producen grandes protestas)”. La frase exacta fue retirada del diario de sesiones.

En honor a la verdad, los historiadores coinciden en afirmar el carácter espontáneo del asesinato de Calvo Sotelo, en absoluto el gobierno estuvo detrás. Pero sí que es posible constatar que con él se certificó la defunción de una república, que tantos sueños había despertado y tanto significó de positivo para la cultura española. Nadie puede sentirse orgulloso, se trató de un fracaso manifiesto.  Llegó así una Dictadura protagonizada por hombres, no sólo Franco,  esencialmente mediocres y crueles. Pero, ¿cómo es posible que hoy mismo los militantes de izquierda vuelvan una y otra vez su mirada hacia personajes y episodios de la II República como si en ellos se encontrase un modelo digno de imitación? Hay que reiterarlo una y otra vez: se trata de una parte de nuestra historia que inspira vergüenza. Y ello con absoluta independencia de la inmensa categoría de muchos de sus protagonistas y la brillantez de sus aportaciones.

Lo que ocurre es que, contra lo que frívolamente se dice, nuestra denominada izquierda no es comunista salvo en la forma de farsa con que Marx calificaba a los intentos burdos de copia de hechos históricas del pasado, y carece de proyectos: no tiene la categoría intelectual de un Gramsci ni es capaz de escribir El Estado y la Revolución, los Grundrisse o Una contribución a la crítica de la economía política, ya puestos ni siquiera el Manifiesto comunista. Son simplemente populistas, es decir, se sirven para lograr el poder de ideas infantiles que conectan con los impulsos victimistas de las masas populares, les proyectan imaginarios enemigos, como unos fantasmales “poderosos”, y presentan, como se ha dicho, soluciones sencillas a problemas complejos

Por eso, se remontan al pasado. Vencer en el terreno de los sueños es mucho más fácil, pero desestabilizan al país. Se muestran como irresponsables.


sábado, 25 de abril de 2020

Pablo Iglesias contra los jueces. El Mundo. Madrid


Todo un Vicepresidente de Gobierno, Pablo Iglesias, ha criticado la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de condenar a una diputada de Podemos en la Asamblea regional por haber incidido, según leo en prensa, en tipos delictivos calificados de atentado a la autoridad, lesiones leves y daños. El motivo de su censura, se indica, reside en que existen “corruptos muy poderosos [que] quedan impunes gracias a sus privilegios y contactos, mientras se condena a quien protestó por un desahucio vergonzoso”. Se de cuenta o no, y si no se da sería ridículo, está dando a entender que en nuestro país los tribunales adolecen de falta de imparcialidad. Es decir, insinúa que están dictando resoluciones injustas, con todo lo que significaría. Ante ello:

Primero.-El artículo 117 de la CE señala: “La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables  y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Es decir, nuestros jueces deben atenerse a la norma jurídica, y sólo a ella. Si no lo hacen, incurren en responsabilidad que les puede ser exigida penal y disciplinariamente a través de procedimientos que establece nuestro ordenamiento. Ningún miembro del Gobierno puede interferir este proceso pues atentaría contra el principio de separación de poderes.

Segundo.- El mismo artículo 117, en su apartado 3, preceptúa: “El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes…”. Sería disparatado aceptar que todo un Vicepresidente del Gobierno se atreviera a dar, directa o indirectamente, indicaciones a los mismos. No es sólo ya que puede incidir en responsabilidad, es que estaría poniendo en duda las características esenciales de nuestro sistema.

Tercero.- Olvida también el Vicepresidente que al Gobierno le corresponde “la defensa del Estado” (art. 97 CE), es decir, de sus tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Pensar que en una democracia consolidada, como teóricamente al menos lo es España, el Ejecutivo pueda poner en cuestión a cualquiera de los otros poderes resulta tercermundista. Lo que puede estar ocurriendo es que este señor no tenga la menor idea de lo que significa ser miembro del Gobierno ni conozca sus funciones institucionales.

¿Es de izquierdas el señor Pablo Iglesias? Es posible que sólo lo sea en el sentido infantil que irónicamente señaló Lenin no sólo en la obra que dedicó expresamente al tema, en el Estado y la Revolución también. Esos izquierdistas tenían una concepción mecanicista del marxismo de tal manera que las sociedades burguesas poseerían una superestructura (poder judicial, sistema ideológico, creencias) acordes con su carácter. Así, los jueces defenderían siempre a los poderosos como ingenuamente los califica el Vicepresidente.

Ignoran los populistas que los jueces españoles, ya desde los años setenta, piénsese en Justicia Democrática, conocen perfectamente su función y en su inmensa mayoría respetan un Estado de Derecho al que debería servir también el Gobierno.

viernes, 3 de abril de 2020

El miedo a la peste. ABC de Sevilla


La historia se repite dos veces,  y no siempre la segunda es cómica. En ocasiones, son ambas igual de trágicas. ¡Qué idiotas hemos sido los occidentales! Hace cerca de ochenta años que terminó la segunda guerra mundial. Hemos conquistado el Estado del Bienestar y conseguido las mayores cotas de igualdad y de justicia social de todas las épocas, pero lo hemos desperdiciado en querellas infantiles, la mayoría de las veces sin sentido. Ahora, es el momento de lamentarse con Jorge Manrique: sí, ¡cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado, fue mejor”.  Hemos echado por la borda lo que teníamos, y era mucho, gobernados en los últimos tiempos, al menos en España, por niños irresponsables jugando a las casitas que no son capaces de ponerse de acuerdo ni en lo más esencial. Es asombroso, pero así parece por lo menos a la hora en que escribimos estas líneas.

No es la primera vez, desde luego, que pasa una cosa así. La peste, sobre todo la denominada “negra”, se ha abatido sobre Europa en numerosas ocasiones, y en Sevilla queda algún grabado, creo que en el hospital del Pozo Santo, que recoge el transporte de cuerpos de apestados desde el de las Cinco Llagas (actual sede del Parlamento de Andalucía). Jean Carpentier y François Lebrun en su Breve Historia de Europa, nos ofrecen, un relato ciertamente impactante del origen de la de 1348: "Asediados en una ciudad de Crimea, los genoveses habrían sido víctimas de una verdadera guerra bacteriológica, dado que sus adversarios tártaros habrían lanzado cadáveres apestados por encima de las murallas de la ciudad. Los navíos italianos traen luego el mal hacia el oeste: a Constantinopla donde se difunde a las islas del mar Egeo, a Grecia, desde donde se distribuye por los Balcanes; a Sicilia, Venecia, Génova y Marsella desde donde la epidemia invade ya, a finales de 1347, al conjunto del continente, que asolará en un período de cuatro o cinco años".
  La memoria colectiva conservó su recuerdo durante siglos. Y mantuvo su influencia en la literatura y el arte occidental incluso durante los siglos XIX y XX, basta recordar Los novios de Manzoni o La peste de Albert Camus. La atmósfera de terror que generó permanece aún en el inconsciente de nuestra civilización, y se refleja en obras tan relativamente recientes como El país de las últimas cosas de Paul Auster o Ensayo sobre la ceguera de Saramago, sin que se pueda olvidar El diario del año de la peste cuyo valor documental es enorme por estar escrito por un contemporáneo de la londinense del siglo XVII, por lo que su redacción podría considerarse de carácter casi periodístico (ciertamente su autor tenía entonces sólo cinco años).  La peste ha sido uno de los grandes traumas de la humanidad y no es extraño si se tiene en cuenta que sus efectos llegaron a poner en peligro el equilibrio demográfico del continente europeo.
   Como nos dice Barbara W. Tuchman, en su excepcional obra A distant mirror: The Calamitous 14th Century, traducida al español como Un espejo lejano: "Para el pueblo en sentido amplio no cabía sino una explicación: la ira divina...Una calamidad tan abrumadora y despiadada, desprovista de causa visible, sólo podía concebirse como el castigo que el Ser Supremo aplicaba a los pecados humanos. Inclusive tal vez fuera la muestra de su definitivo desengaño”.  Para aplacar la cólera de Dios todo era poco: se ordenó el cese del  juego y la prohibición de la bebida. Igualmente se castigaron con rigor las maldiciones y la blasfemia. Los religiosos animaron  compulsivamente al desarrollo de procesiones penitenciales de toda especie; lo que, en la práctica, contribuyó a la diseminación de la enfermedad en una atmósfera apocalíptica.  
Los seres humanos meten la pata una y otra vez, y es cierto que muchas veces, sobre todo cuando de una catástrofe natural se trata, no son responsables de lo que ocurre. Pero que un gobierno de coalición haga esperar toda una tarde a los angustiados españoles sin ponerse de acuerdo sobre las medidas a adoptar, cuando parece que se debe en gran medida a la actitud obstaculizadora de dirigentes autonomistas, ¿hasta dónde vamos a aguantar? Los independentistas han causado un dolor sin límites, poniendo en peligro los sueños y la conciencia de pertenencia de muchos andaluces, españoles en general, que tanto amamos a Cataluña, ¿quieren ahora condicionar también decisiones elementales que afectan a nuestra supervivencia y salud? Si fuera así, sería unos sinvergüenzas
Las grandes crisis del siglo XX, la depresión de 1929, las dos guerras mundiales, “la caída de las torres gemelas”, otras también,  han dado lugar a agitaciones que han transformado el mundo. Siempre pasa, y, si salimos de ésta, dentro de unos años nos encontraremos con un escenario muy distinto al actual, tanto el empleo como la industria y las relaciones laborales puede que experimenten cambios esenciales. Nuestro país sin duda se verá afectado y mucho. Ojalá no tengamos que lamentarnos de la imprudencia y el descaro de unos independentistas a los que sólo les importan las propias posiciones de poder, mientras se pavonean con inmaduras operaciones de propaganda e indudable dosis de chulería.

miércoles, 18 de marzo de 2020

En defensa de Juan Carlos. El Mundo. Madrid


“Entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre”, la frase da medida de la categoría moral de Albert Camus. En su polémica con Jean Paul Sartre y los activistas franceses de mediados del siglo pasado, puso de relieve que no hay exigencia ética superior que la que debemos a  quienes amamos, sobre todo si constituyen nuestra patria. Combatir por una abstracción a veces es fácil, se queda como un héroe de cara a la galería si te matan. Sin embargo, los gestos teatrales rebeldes pueden esconder una cobardía moral. Hay quienes son capaces de morir por una idea, y son valientes. Muchos otros, con las espaldas bien aseguradas, pretenden demostrar un coraje inexistente amparándose en los tópicos bienintencionados de la mayoría social. Pueden querer aprovecharse de la situación, ser viles incluso.

AL Rey Juan Carlos los militantes del PCE lo apodábamos “El Breve”, su escaso interés intelectual y apoyo franquista parecían condenarlo a la inconsistencia de una página perdida de la historia. No fue así, hay que reconocer que la transición no hubiera sido posible sin él. Es más, fueran cuáles fuesen sus incidencias completas, el golpe de estado de Tejero hubiera triunfado sin su oposición, pues la mayoría del ejército estaba con los sublevados. Si hubiera querido le bastaba con haberse callado la noche del 23 de febrero de 1981, desde Milans del Bosh hasta Armada, los “pesos pesados” de nuestra milicia, querían destruir la  democracia. Bien aconsejado o por propia iniciativa, se enfrentó a ellos y nos salvó.

Independientemente de lo que sostengan opiniones doctrinales minoritarias, ciertamente respetables, Juan Carlos, durante todo el período de su reinado, estuvo protegido por la prerrogativa de la inviolabilidad del artículo 56.3 de la Constitución española. Es decir, no está sujeto a responsabilidad. Ciertamente, como todos los gobernantes, está sujeto al juicio de la historia. También era irresponsable Luis XVI y fue llevado a la guillotina. Pero en los cambios revolucionarios no se juzgan las actitudes personales sino el símbolo que representan. No es una crisis de esa índole la que vive España, ni es posible reconocer a Robespierre o a Saint Just, más bien a populistas malcriados. Son niños que están jugando con fuego, desde luego, porque los estados se vienen a pique cuando los dirigen mentecatos.

No es posible eludir que Juan Carlos tiene, y ha tenido, responsabilidad moral por sus actos. Se puede ser un una persona simpática, bonachona y ocurrente, como es el caso, e incidir al mismo tiempo en actitudes poco prudentes, incluso reprochables desde la ética, es cierto. Hay una cosa elemental, sin embargo: no cabe realizar un análisis sin tener en cuenta los usos de la época, sus costumbres. Es decir, utilizando terminología jurídica, sin considerar la realidad social del tiempo en que fueron realizados los  actos. Gracias al Rey emérito, España consiguió una ventajosa posición en las relaciones con las monarquías petroleras y  eso hace años podía implicar lo que implicaba. Es imposible juzgar, ni siquiera moralmente, de manera retroactiva.

En el derecho británico hay una máxima bien utilizada por William Blackstone: the king can do not wrong, el Rey no puede equivocarse, que significa sutilmente algo superior a la inviolabilidad. Implica la ficción de que la actuación del Monarca siempre es justa. Podremos estar equivocados, pero si un régimen quiere sostenerse será necesario que los súbditos lo acepten aunque tengan dudas. Pascal decía que en España no existía la piedad. Por la cuenta que nos trae, más vale que en este caso la tengamos

jueves, 5 de marzo de 2020

¿Abandonamos también Ceuta y Melilla? El Mundo. Madrid


¿Conoce el Gobierno la actual posición marroquí sobre Ceuta y Melilla?, ¿es consciente de las incidencias históricas de la relación con nuestro vecino? Tradicionalmente, la política exterior constituyó un escenario propio de  estadistas serios, expertos en los vericuetos del panorama internacional. De ahí el prestigio de la carrera diplomática. Hoy día, da la impresión de que a nuestros dirigentes lo único que les preocupa es el mayor o menor número de pateras que se dirigen a las costas españolas, sin darse cuenta de lo que realmente está detrás y supone el marco del  problema que puede plantearnos Marruecos.

Primero.- El Sahara era una provincia española en la misma forma que Málaga, Jaén o Almería lo son. Desde cualquier punto de vista, los saharauis eran compatriotas nuestros. Tras una política de chantaje, que culminó con la “marcha verde”,  aprovechando  la debilidad española en los momentos de la enfermedad y muerte de Franco, Marruecos obtuvo a finales de 1975 la cesión de la administración del territorio, procediendo a su ocupación.

De una forma vergonzosa, dejamos abandonados a sus habitantes. No tuvimos el coraje de los británicos cuando los argentinos, independientemente de sus razones de fondo, ocuparon “manu militari” las Malvinas. Desde el otro extremo del mundo, acudieron a defender a sus compatriotas. De manera similar, los portugueses supieron proteger la independencia de Timor oriental cuando fue invadida por Indonesia.

Segundo.- Previamente a la ocupación, el Tribunal Internacional de la Haya, en octubre de 1975, había concluido que “ni los actos internos ni los internacionales invocados por Marruecos indican la existencia ni el reconocimiento de lazos jurídicos de soberanía territorial entre el Sahara occidental y el Estado marroquí”. Por tanto, nuestro vecino, que siempre juega bien sus cartas, carecía de título suficiente para ello. En cerca de cincuenta años, no hemos hecho nada para  remediar el trato cruel que sufrieron los saharauis. Constituye, además,  una muestra de falta de inteligencia al tratarse del único país, junto con Guinea Ecuatorial, de lengua española en África, y suponer  la mejor defensa estratégica para Canarias.

Tercero.- Debería saber el Gobierno, da la impresión de que no lo sabe, que Marruecos rechaza la soberanía española sobre Ceuta y Melilla, las equipara con la situación de Gibraltar. Y mientras Gran Bretaña cuenta con la excusa de sus ciudadanos, nosotros estamos perdiendo esa baza desde que el censo está jugando a favor de la población musulmana; lo que sirve para constatar nuestra torpeza y falta de planificación. De nada valdrá recordar que dichas ciudades están relacionadas con la historia española desde los visigodos y el califato cordobés, en política internacional no sirven los relatos románticos.

Los marroquíes son conscientes de la debilidad derivada del problema catalán, ¿queremos que nos vuelva a pasar lo del Sahara? Si los que nos gobiernan sólo saben implementar inmaduras políticas exhibicionistas, “jugando a las casitas”, más valdría que se retiraran a tiempo. ¡Desgraciadamente, ya no tenemos siquiera a Borrell!

martes, 25 de febrero de 2020

Lenguas extrañas. El Mundo. Madrid


Contaba Giovanni Guareschi las desventuras de unos campesinos algo sinvergüenzas que, en tanto los americanos avanzaban por la península italiana en el caos de la destitución de Mussolini, se apropiaron de un tanque abandonado, decían, por las tropas alemanas en retirada. Lo escondieron cuidadosamente en un granero, decididos a aprovecharlo como tractor. Llegada la paz, comprobaron que no estaban capacitados para una transformación de tal envergadura: ¿qué hacer?, ¿cómo explicar la posesión del armatoste? Tenían que evitar que se les involucrara en actividades subversivas. Angustiados, pidieron consejo al Alcalde comunista del pueblo, que puso en movimiento la maquinaria del partido para hacerlo desaparecer. Una vez conseguido, Pepón, que así se llamaba el Alcalde, les apostrofó: ¡Traidores, no era alemán, era americano! A lo que avergonzados se limitaron a responder: “Americano, alemán…todos hablan lenguas extrañas!

Cuando se hablan distintas lenguas, se resquebraja el sentimiento de pertenencia común desde el momento en que la expresión verbal afecta a los propios mecanismos de conformación cerebral, como acreditaría cualquier especialista. En esencia, incluso en sentido literal, eso es lo que nos está pasando: el experimento autonómico, que nació con la misma alegría que produjo en su día el 14 de abril de 1931, está terminando en un  fracaso que puede conducir a la ruina ahora de nuestra monarquía parlamentaria. A manera de taifas, estamos generando tan distintos intereses, separándonos en tantas lenguas, que el ambiente llega a ser irrespirable. Es imposible afrontar una política unitaria común,  inmediatamente saboteada incluso a nivel exterior ¿Cómo ha sido posible?

Primero.- La articulación territorial del Estado español, que surge con la Constitución de 1978, vino condicionada por razones históricas: la existencia de unas Comunidades con fuerte referencia nacional, y cuya singularidad jurídica se justificaba por haber contado en la II República con Estatutos de Autonomía, los casos de Cataluña, por ley de 15 de septiembre de 1932, y del País Vasco desde octubre de 1936. También Galicia plebiscitó la correspondiente norma el 28 de junio de 1936, sin poder aplicarse por la inmediata ocupación franquista. Con el advenimiento del régimen constitucional, las tres fueron consideradas, desde el inicio, como “nacionalidades históricas”. El peso determinante de sus lenguas “propias”, y la represión que sufrieron durante la dictadura, las hizo objeto de relevante atención. También la fuerza de sus relatos de autoidentificación. Era lógico que el restablecimiento de las libertades públicas implicara el reconocimiento de su particularidad.

Segundo.- El problema es que una parte importante de la clase política, la más conservadora especialmente, sintió pánico ante el potencial desestabilizador catalán y vasco. Generalizaron entonces un Estado de las Autonomías al objeto de debilitar los peligros del separatismo. Creían que si todos tenían “café” el problema se diluiría. No era mera estupidez, tenían serios argumentos: el fracaso de la Primera República no puede entenderse sin el cantonalismo. En el de Cartagena, por ejemplo, un personaje singular, Antonete Gálvez, llegó a proclamarse comandante “general de las fuerzas del Ejército, Milicia y Armada” enarbolando una bandera turca creyendo pintorescamente que se trataba de la roja. Y en la Segunda, basta leer a Hugh Thomas o a Gabriel  Jackson para darse cuenta de la responsabilidad de los nacionalistas, incluida la proclamación de un Estado Catalán en 1934, en su destrucción.

Si se juzga simplemente desde la deslealtad, habría que recordar, en plena guerra civil, el Pacto de Santoña por el que las fuerzas militares controladas por el PNV se rindieron por su cuenta a las tropas italianas sin consultar al Gobierno legítimo.

Tercero.- Hoy, 28 de febrero, se celebra el día de Andalucía y es cierto que en la transición, también en esa Comunidad, los antifranquistas se manifestaban reivindicando un  Estatuto de Autonomía. Los andaluces no eran ajenos a su rica historia,  y no podían olvidar el rasgo distintivo que los caracterizaba: un atraso social que exigía intensa labor de transformación, pues como fue poéticamente señalado el día de la investidura de su primer presidente: “Es hora de que este pueblo empiece a cantar sin pena”, para que sea “la vida [y no la injusticia de siglos] la que toque la guitarra”. Pero la misma necesidad de diferenciación sería predicable de Canarias, con su reivindicación atlántica, Aragón, Valencia y todas las demás. El problema radica en que una cosa es una descentralización administrativa y otra, bien distinta,  crear 17 estados con sus respectivos “padres de la patria”, parlamentos, ejecutivos y reivindicación de propia, e irrenunciable, nacionalidad. Después de cuarenta años, todo ha terminado siendo ridículo y bien triste

Cuarto.- Ya no hay vuelta atrás, sin embargo. Y demuestran falta de inteligencia los más radicales portaestandartes del centralismo. Eliminar el Estado de las autonomías es imposible, originaría una rebelión social imposible de contener. Decían los antiguos que nada se puede contra “las leyes subterráneas de la historia”, que favorecen en este momento tribales resistencias frente a la globalización. En casos así, lo prudente sería intentar controlar el fenómeno antes que oponerse frontalmente. Además, la proliferación de instancias intermedias no sólo acerca el poder al pueblo, puede resultar un instrumento bien eficaz para la planificación y el desarrollo. Los dirigentes de Voz, representantes de un nacionalismo puramente reactivo frente a la agresividad independentista, deberían tenerlo en cuenta.

Quinto.- Si no hay posibilidad de retorno, y la efectividad actual de nuestra articulación territorial resulta imposible, es que necesitamos una reforma constitucional; pero hay que saber qué se pretende. Claro que es necesario fomentar una política generosa de consenso, es lo que hicieron los constituyentes del 1978. La diferencia es que ellos conocían el objetivo: el restablecimiento de la democracia y de las libertades. Los temores conservadores podían chocar con las ideas de Jordi Solé Tura  cuando profundizaba sobre burguesía, naciones y nacionalismo en España. El marco, sin embargo, era bien claro: la equiparación política de nuestro país con el resto de las democracias occidentales. Un hombre inteligente como Fraga sabía que, en este sentido, sería disparatado oponerse a Gregorio Peces Barba o al respetado Miquel Roca. Las fuerzas constituyentes, desde Alianza Popular al Partido Comunista de España, compartían un mismo universo cultural. Además, eran prudentes y supieron enterrar el pasado. Los iluminados como Blas Piñar fueron apartados y, afortunadamente, no había surgido el fanatismo de Quim Torra.

Sexto.-Hoy día, antes de abordar una reforma de esa naturaleza, sería imprescindible saber lo que se quiere, y no se sabe. Mientras los independentistas sigan insistiendo en el referéndum unilateral sería imposible cualquier negociación, y lo mismo cabría decir sobre la opción república-monarquía que todo el mundo es consciente que constituye un tema nada secundario. No existen puntos mínimos comunes. Los esfuerzos de entendimiento del gobierno, incluso para una sensata salida al tema de los presos, recomendable muestra de humanidad, no serían rechazables siempre que tengamos la tranquilidad de que no se nos quiere engañar. ¿Por qué no se explica Pedro Sánchez? ¿Por qué es incapaz de llegar a acuerdos previos con la mitad del pueblo español representada por el resto de partidos constitucionalistas?

Nuestro Presidente debería saber que Cataluña no es Québec ni Escocia con sistemas constitucionales distintos, cualquier jurista se lo podría explicar. Y es el derecho el que determina la nacionalidad, pues constituye el “pacto social” que une a todos los que poseemos el mismo pasaporte. Si se rompe, nada es eterno, tendría que ser con nuestra voluntad. Nadie duda de que hay que buscar una generosa solución al problema catalán, pero si alguien llegara a pensar que cabe dividir, según líneas estrictamente geográficas a catalanes y andaluces, demostraría ignorancia e irresponsabilidad. ¡Sería un memo, vaya!


La tiranía de la mayoría. ABC. Sevilla


La Revolución francesa supuso la creación de un mundo en el que todavía estamos viviendo, y que consagró el gobierno de los hombres sobre criterios de libertad y de mayoría, pues no había ningún ciudadano que fuera  más que otro. La democracia, el poder exclusivo del pueblo, fue una aspiración sacralizada desde entonces. Si alguien plantea alguna objeción, será arrojado inmediatamente a los infiernos. Pero como diría el brillante Yuval Noah Harari tal idea no es más que una ficción, bien hermosa desde luego, que carece de posibilidad de prueba. La historia ha demostrado que un poder sin límites, por legitimado que estuviese el que lo ejerciese, es siempre peligroso. Como decía Alexis de Tocqueville, “mientras la mayoría está dudosa, se habla, pero desde que se ha pronunciado irrevocablemente, todos se callan y amigos y enemigos parecen entonces uncirse a su carro de común acuerdo. La razón es sencilla: no hay monarca tan absoluto que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad y vencer las resistencias como lo puede hacer una mayoría revestida del derecho a hacer las leyes y ejecutarlas”

 En la misma Francia, los sucesos de la Convención en 1793, con su espectáculo de sangre y maldad,  demostraron que las dictaduras populares pueden degenerar en puro y simple terror.  El miedo a disentir de los demás lleva a una obediencia ciega, que imposibilita la crítica. Y el futuro nos depararía episodios como el alemán nacionalsocialista, que pondrían trágicamente de relieve que el hecho de ostentar la mayoría de votos no es garantía de bondad ni de justicia.  El franquismo, por ejemplo, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, llegó a contar con el asentimiento del pueblo. ¿Nos dice algo eso desde un punto de vista ético?

En cualquier caso, el poder de la mayoría, a lo largo de los siglos XIX y XX, ha determinado una relevante política de transformación social inspirada en la necesaria superación de la miseria y desigualdad de los hombres. Fue protagonizada por movimientos ideológicos de indudable carácter marxista o anarquista, también por sociedades cristianas, incluso meramente por personalidades  bondadosas ¿Quién podía oponerse al gran Víctor Hugo cuando ante la Asamblea Legislativa el 9 de julio de 1849 describía la situación de la clase trabajadora?:"En París, en los arrabales de París, donde el viento de la revuelta soplaba con tanta fuerza no hace mucho, hay calles, casas, cloacas, donde familias enteras viven amontonadas, hombres, mujeres, muchachas, niños, sin más lecho sin más mantas, incluso diría, sin más vestimenta que jirones infectos de trapos putrefactos, recogidos en el fango de las calles de las afueras, en esos estercoleros de las ciudades, donde las criaturas se sepultan vivas para escapar del frío del invierno… tales hechos no son solamente injusticias para con los hombres: ¡son crímenes contra Dios!”

Crímenes contra Dios efectivamente, el problema es que en la práctica la defensa de ideas de esa naturaleza, ciertamente generosas y cristianas,  ha dado lugar a fenómenos totalitarios como el estalinista. El poder del pueblo degeneró en el de una minoría sin escrúpulos obsesionada con la uniformidad: los sentimientos del hombre, su “alma”, no podían oponerse a las matemáticas que establecían las leyes históricas. El individuo no contaba nada a la hora de la construcción científica de una nueva sociedad. Como le diría el estalinista Gletkin a Rubachov en Darkness at Noon: “Para nosotros la cuestión de la buena fe subjetiva carece de interés. Aquel que se equivoca debe pagar; el que tiene razón será absuelto. Era nuestra ley...”. Desde luego, la ternura o la piedad no entraban en juego.

Desgraciadamente,  no sólo han sido mayorías estalinistas o fascistas las que han destruido la libertad individual. Todas son capaces de hacerlo, pues se sienten en posesión de la verdad, incluso la bondad. ¿Por qué no van a ver Vida Oculta de Terrence Malick? Los nazis se consideraban hombres de orden, amantes de su patria. El objetor de conciencia es el traidor, el peligroso. ¿No les suena? Es muy posible que sí: es lo que ocurre actualmente en un mundo en el que oponerse al pensamiento dominante se ha convertido en peligroso. La policía política franquista te llevaba a la cárcel si te atrevías a ingresar en el PCE, pero al menos podías tener la compensación psicológica de sentirte un héroe admirado por tus amigos. Al salir, contarías con los vientos de la historia a tu favor.

Hoy día, en Europa Occidental nadie va a la cárcel por sus ideas. Es mucho peor, si disientes de la opinión dominante serás objeto de destierro intelectual, perderás la paz social. Vivimos en un mundo que rechaza la excelencia, odia a los que son capaces de sobresalir. En el siglo XIX y gran parte del XX, las personas destacadas en lo privado eran llamadas a la vida pública para aprovechar sus talentos. Hoy, por el contrario, nadie brillante querrá hacerse visible porque lo destrozarán. La transparencia, idea bien engañosa de origen calvinista, se ha convertido en el medio de destruir a las personalidades valiosas. Si no tienen nada que ocultar, lo tendrá su padre, la mujer, la amante o el tatarabuelo. Así, los que protagonizan nuestra vida pública son mediocres o niños.