sábado, 23 de diciembre de 2006

Memoria histórica a destiempo

El 25 de abril de 1974 cuando los portugueses liquidaron su dictadura, los miembros de la PIDE, la siniestra policía política, fueron perseguidos en las calles y conducidos a los mismos calabozos en los que, durante años, habían sido torturados los militantes de la resistencia. No puede haber símbolo mejor de la caída de un régimen que el que los verdugos sean detenidos por sus víctimas. Se trata de una catarsis; mediante un acto violento pero sustancialmente justo se rompen definitivamente las amarras con el pasado. A partir de ese momento, ya no puede hablarse de reivindicación de una memoria histórica que ha sido llevada hasta sus últimos extremos: ¿cabría hacerlo en Italia una vez que Mussolini y Claretta Petacci fueron ejecutados y sometidos a la indignidad de sus cadáveres colgados boca abajo en público?

En España no hubo ningún tipo de reparación, y las víctimas del franquismo tuvieron que seguir conviviendo con sus represores. Será todo lo triste que se quiera, pero la transición no hubiera sido posible sobre bases distintas a las del olvido colectivo: ¿o era lógico meter en la cárcel a la mitad de una población que tan cómodamente convivió con la Dictadura? No sólo eso, la sublevación de 1936 no fue un golpe de estado, fue una guerra civil en la que unos españoles mataron a otros con una crueldad que sólo se ha visto reproducida en Europa en las recientes guerras de los Balcanes. Tan bestias fueron unos como otros, aunque, en mi opinión al menos, los que se levantaron contra la República en general lo fueron bastante más.

Personalmente, en el año 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas, me hubiera alegrado enormemente ver detener a los responsables de las muertes de Enrique Ruano o a los siniestros miembros de la Brigada de Investigación Social cuyos nombres resulta muy difícil olvidar. No fue posible, ¿qué sentido tiene ahora remover las cosas? Lo triste de todo este debate es que, como casi siempre en nuestro país, se prescinde de una serie de datos obvios, que además no se analizan correctamente:

Primero.- Las víctimas del franquismo tienen todo el derecho histórico del mundo a la reivindicación de su buen nombre y a la proclamación de su inocencia.

Segundo.- No puede haber tampoco ninguna duda de que sus familiares deben ser protegidos, en los concretos casos en que deseen conocer su paradero y las circunstancias en que fueron represaliados.

Tercero.-El análisis de la verdadera realidad de los hechos históricos por medio de estudios, ensayos y todo género de publicaciones científicas constituye también una elemental obligación de cualquier pueblo culto.

Cuarto.- La revisión jurisdiccional de las condenas impuestas por los tribunales del régimen anterior es posible en la misma medida en que nuestro ordenamiento jurídico lo permita,

Todo lo anterior es elemental, y nadie puede dudarlo. Como tampoco que sería disparatado, en cambio, que a la altura del siglo XXI se intentase un proceso de revancha contra los vencedores en la guerra. Pura y simplemente porque han muerto, ya no existen y sus hijos no llevan género alguno de estigma, sería inmoral además que lo tuviesen. ¿O es que vamos a buscar responsables imaginarios de carácter colectivo? ¿Lo son actualmente los miembros del PP? Es evidente que no, y no sólo porque muchos antiguos demócratas militen en sus filas, sino porque habría que remontarse al inicio de los tiempos para que los crímenes individuales manchasen a las generaciones sucesivas por la eternidad de los siglos.

La guerra ha terminado y, como espléndidamente dijera Manuel Azaña en discurso pronunciado en 1938, sus cadáveres ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y “con los destellos de su luz lejana y remota como la de una estrella nos musitan el mensaje de la patria eterna que pide a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”. A lo mejor, ellos son capaces de pedirlo y los españoles actuales todavía no. Bastante torpes serían si fuere así, porque no hay nada más absurdo que inventarse problemas que el tiempo podía haber resuelto. Unos y otros, repito que bastante más los franquistas por el simple hecho de que carecieron de legitimidad, fuimos crueles y bárbaros, no tuvimos piedad. Parece que ya va siendo hora de terminar.




sábado, 9 de diciembre de 2006

La casa de muñecas de Marbella

Durante siglos, los seres humanos carecieron de algo semejante a un derecho a la intimidad, es decir, a un mundo personal cerrado al conocimiento de los demás. Poderosas razones psicológicas sirven para explicarlo: En primer lugar, en un mundo dedicado a Dios, se entendía que lo oculto era pecaminoso. Por otra parte, el campesino, que representaba a la inmensa mayoría de la población, era pobre y de una incultura próxima a lo primario. Podía decirse que no existía, pues nada de carácter intelectual le era propio, ¿cómo iba a reconocérsele algo semejante a un derecho a pensar o sentir con relevancia? Se trataba de seres que habitaban en inmundas covachuelas, cuyo único objetivo era subsistir y, mientras, servir a su señor. Su mundo propio no se consideraba merecedor de protección por el derecho.

Podría sostenerse que la intimidad pertenecía sólo a los poderosos. Pero, en el fondo, ni siquiera esto. La distribución de las fortalezas del medievo, después la de los palacios señoriales que reflejan el modo de vida de los grandes de la tierra hasta finales del siglo XVIII, no estaba destinada a preservar la de sus moradores. Observemos uno de los más representativos símbolos del absolutismo, Versalles. No existen pasillos, se carece de espacios reservados pues las estancias se suceden una tras la otra mostrando su grandeza sin tapujos. Es el centro de la Corte francesa que propiamente no vive allí, lo que hace es participar en una representación, la de su propia majestad. Se trata de un espectáculo en el que cada uno tiene un papel aprendido desde la cuna. Su misión era exhibirse, desempeñar adecuadamente una función que debía repetirse intacta desde el comienzo de los tiempos.

Durante mucho tiempo, el mundo fue una inmensa casa de muñecas en donde se danzaba, rezaba o moría de la manera que lo habían hecho los antepasados, pues la individualidad carecía de sentido. Las revoluciones burguesas establecieron, por fin, el derecho a la intimidad, que era tanto como reconocer el valor de una zona de nuestra personalidad caracterizada por el carácter libre de pensamientos y actos, que no queremos que sean conocidos porque son distintos a los de los demás. Las Declaraciones de Derechos de las colonias norteamericanas establecieron la búsqueda de la felicidad como el objetivo esencial de la vida política.

A partir de entonces, se distinguió perfectamente el mundo de lo público del de lo privado, que sería inaccesible a los demás en cuanto destinado a la realización personal. Todo el ordenamiento jurídico desplegaba sus efectos para la protección de esa esfera. Han pasado escasamente dos siglos, y la intimidad parece de nuevo encaminada a la desaparición aun cuando sólo fuere por la inexistencia de mecanismos adecuados para su salvaguarda. Da la impresión de que los medios de comunicación, el factor más fuerte de despersonalización en nuestra época, hubiesen llenado el mundo de nuevas casas de muñecas para representar distintas comedias, tristes algunas, otras alegres, destinadas a la distracción y al entontecimiento del público.

Desde luego, también las hay especialmente horteras como la que, al parecer, se ha creado en Marbella. Allí, el espectáculo ha estado bien servido. Un alcalde cincuentón que, desde el momento de su elección, se considera triunfador con derecho a proclamar musa de la ciudad a una cantante folklórica, a la que después hace su amante y la pasea a caballo por El Rocío, todo muy estético desde luego. Unos ediles que concebían la política como un instrumento para proporcionar regalitos a los ciudadanos a cambio, eso sí, de enriquecerse a costa del erario público, sin olvidar a unas cuantas vampiresas entradas en años que veían pasar bolsas de basura llenas de dinero como si fuera una cosa de todas los días.

Y todo ello, sin olvidar a una ciudadanía encantada de salir todos los días en los periódicos gritando ¡guapa, guapa! a la protagonista de turno, fuere cantante, política o, simplemente, tonta.

Julián Muñoz y demás compañeros podrán ser responsables jurídicamente de todo el desaguisado, los tribunales lo dirán. Pero, desde luego, difícilmente lo serán moralmente. Se han comportado como seres patéticos, niños con zapatos nuevos encantados de jugar a estadistas y héroes, y que sólo suscitan piedad. Se han creído la obra que estaban representando, cuyo guión desde luego no habían escrito. La única responsable es nuestra sociedad, que no puede vivir sin la correspondiente dosis de espectáculo y circo, y que ha olvidado no sólo lo que es la moralidad y la decencia, sino también el buen gusto.

Cuando las televisiones, el único instrumento de información que actualmente consumen las masas, se dedican día tras día a jalear este tipo de personajes como si fueran honorables y serios es evidente que no podía esperarse cosa distinta de la que finalmente ha ocurrido.












sábado, 4 de noviembre de 2006

Crueldad española

Michelet decía que España era “la tierra clásica de las hogueras". Y la verdad es que la visión extranjera de nuestro país se centró durante siglos en la idea de crueldad, lo que no era muy disparatado. A comienzos de los años 30, durante la II República, un viajero tan sensible como el inglés Henry Buckley no iba a dejar de asombrarse con la fiesta de los toros, las procesiones religiosas con toques que hacían pensar en prácticas propias del mundo musulmán, la grosería, la falta de higiene... Sobre todo, lo que le producía auténtico escándalo, dado sus profundos sentimientos religiosos, era el comportamiento de nuestro clero.

Como católico practicante, decía, “me molestaban esos monjes sin afeitar que, además, no hacían esfuerzo alguno por entender mi pobre español. Algo había en ello que chocaba con mi intolerancia anglosajona, que impedía conciliar un rostro seboso y mal afeitado, con un profundo sentimiento religioso”. Las clases cultivadas europeas hacía siglos que habían abandonado la rudeza. Pero no era sólo una cuestión de educación y de tiempo, para Pascal el pueblo español se caracterizaría esencialmente por su falta de piedad.

Una percepción de esta naturaleza no resulta nada descaminada, sobre todo si observamos la relación de nuestros conciudadanos con los adversarios políticos. Por ejemplo, hay una emisora de radio en la que diariamente un locutor se refiere a nuestro Presidente del Gobierno como, citamos textualmente, “ese indigente intelectual”. Y no es que nuestra opinión del señor Zapatero sea buena o mala, ésa no es la cuestión. Lo que es intolerable, por una simple cuestión de dignidad, y no sólo ni principalmente del afectado, es que se insulte impunemente a la máxima representación política de nuestro país. ¿Sería concebible en Francia?

Aquí no basta con vencer al adversario, lo que se persigue es eliminarlo. No es suficiente derrotarle en unas elecciones, si es posible se intentará también llevarlo a la cárcel. Lo que ha pasado con Aznar y Felipe González es bien significativo, y es que la falta de piedad se mezcla aquí con otro defecto bien español: la envidia. En España, destacar ha resultado siempre muy peligroso y a los que lo han hecho no se les ha honrado ni siquiera tras su muerte. En Francia, los restos de los grandes hombres tienen su refugio en el Panteón, en Inglaterra, en la Abadía de Westminster.

¿Y en España? La respuesta es bien triste: en el extranjero o desaparecidos.

A veces, el odio hacia el contrario es tan grande que imposibilita siquiera un debate ideológico. Bastaría con citar el caso de Euskadi donde definirse como españolista, independientemente de la adscripción popular o socialista, puede garantizar la más feroz de las persecuciones. Pero en el resto del Estado, por lo menos a nivel de medios de comunicación, la cuestión no es muy diferente y si no existe peligro alguno de conflicto civil, al menos por ahora, es sencillamente porque el bienestar económico de nuestra ciudadanía aleja los riesgos de una contienda.

¿Qué es lo que pasa? La verdad es que en la política española existe “un pecado original” muy difícil de superar: la forma en que se desarrolló la última contienda electoral. Acudir a las urnas en un clima próximo a la histeria, como consecuencia de las acusaciones masivas de fraude contra el Gobierno en funciones, impide desarrollar una política normal. Por ejemplo, cualquier mínima referencia a la participación del terrorismo etarra en los hechos del 11 de marzo es sentida como una infame conspiración, cuando en cualquier país serio se tomaría como parte de una indagación que, en su caso, llevaría a la práctica de diligencias de carácter policial o judicial, y ya está.

¿Por qué hay que tener miedo de la investigación? No se puede dejar la sensación de que hay temas intocables. Entre otras razones, porque ninguno lo es y el tiempo y la historia terminarán poniendo las cosas en su sitio. Mientras tanto, lo único que habría que pedir es un mínimo de piedad. Paul Preston decía que en la guerra civil existió una “tercera España” que desgraciadamente no pudo imponerse a la locura de sus compatriotas. Si hoy día existiera todavía, se caracterizaría simplemente por el respeto humano, la sensibilidad y la educación. Cosas que, desde luego, no tienen las otras dos


















sábado, 21 de octubre de 2006

Espectáculo en la Audiencia

En los últimos tiempos, hay alguien que ha adquirido una sorprendente valoración mediática: el Juez. Es algo paradójico. El Poder Judicial nació para ser invisible y casi nulo. Era invisible porque era una simple máquina, carente de rasgos. Lo que hacía era aplicar la norma al caso concreto, una función de mera ejecución. Si cada supuesto de la realidad tenía su adecuada respuesta en la Ley, bastaría con la estructura matemática de un buen ordenador...Y, sin embargo, mira por dónde, muchos magistrados parecen hoy día más actores que otra cosa.

Mal asunto, si es así, porque los actores pueden ser más o menos originales, geniales incluso, pero se miran demasiado el ombligo y suelen incurrir en excesos de egolatría con los problemas que de ello se derivan. La mitología griega nos cuenta que habiendo llegado un día Narciso, célebre por su belleza, al borde de una fuente contempló su propia imagen y quedó prendado de sí mismo. Enloquecido, al no poder alcanzar el objeto de su pasión, se fue consumiendo de inanición y melancolía hasta quedar transformado en la flor que en adelante se llamó narciso. De ahí ha permanecido, no sólo para la literatura sino también para la psicología y la ciencia en general, un nombre: el narcisismo.

Como nos explicaría cualquier enciclopedia, se trata de una canalización de los afectos y emotividad hacia la propia persona. En el proceso sicoevolutivo del individuo, el narcisismo alcanza su máxima plenitud en la etapa infantil cuando el niño todavía no ha detectado el mundo exterior, y la preferencia por su yo es exclusiva. Con el descubrimiento del otro, el individuo se abre a distintas posibilidades afectivas y sexuales, madura. Existe el riesgo, sin embargo, de que la tendencia perviva como desviación patológica, y la sexualidad del sujeto quede reducida a la propia persona.

Las personalidades narcisistas se dedican a cultivar su propio yo, pues carecen de otros puntos de referencia. El mundo exterior sólo les interesa en cuanto refleja su éxito. En una civilización obsesionada con el triunfo individual, son muy frecuentes los “narcisos”. Y es casi imposible pensar en el arte o el espectáculo sin ellos. Lo malo es cuando empiezan a proliferar en ámbitos que la sociedad reservaba al estudio o la seriedad, ¿y si se dieran en la judicatura? Por ejemplo, lo que viene ocurriendo en la Audiencia Nacional desde hace muchos años, no es de ahora, no podría entenderse sin la búsqueda obsesiva por la promoción personal.

Los jueces que, en los años setenta del pasado siglo, crearon Justicia democrática como instrumento de lucha contra el franquismo no podrían comprender el comportamiento de algunos de sus actuales compañeros. En todos los planteamien¬tos de esta escuela latía una fuerte preocupa¬ción por el problema de la compli¬cidad con la injus¬ticia. Se trataba de una cuestión ética, porque aceptar los atentados a la profunda dignidad del ser humano que repre¬sen¬taba la prácti¬ca de una Dictadura exigía tomar posición. Pero jamás buscaron recompensa de clase alguna, salvo que el expediente o las sanciones pudieran entenderse en esa forma.

Un juez serio jamás deseará contemplarse demasiado en los “medios”, porque, si así fuera, correrá el riesgo de ver afectada su imparcialidad. La Justicia no puede confundirse con el espectáculo, y menos con el que diariamente están dando algunos magistrados. Y no hablemos de determinados miembros del Consejo General del Poder Judicial porque su alineamiento sistemático con la posición ideológica de sus mentores, sean quienes fueren, no puede producir más que sonrojo y escándalo. La función del Juez debe limitarse a la aplicación de la ley con sentido ético, honestidad y en silencio. Aspirar a conseguir la distracción de las masas es algo perfectamente legítimo, pero nunca ha sido tarea de los hombres de derecho.

La verdad es que España ha sido siempre país muy partidario de los toreros, seres que arriesgan su vida y se la juegan. En una sociedad tan amante de lo simple, jugársela es excitante. Por tanto, parece normal que los jueces se dediquen al espectáculo, a las buenas faenas, a perseguir la Maldad dentro y fuera de nuestras fronteras a la manera de modernos “supermanes”... Pero, con independencia de lo peligroso que resulta todo esto para la solidez y coherencia del sistema jurídico, ¿no será además muy ridículo?

Lo que narramos puede parecer una broma, aunque sea de mal gusto, lo preocupante es que, entre unas cosas y otras, nos estamos quedando sin Justicia. Y el circo no parece un buen sustituto.















sábado, 7 de octubre de 2006

La risa del demonio

Decía Michelet que la Iglesia había concedido a Satanás "una herencia demasiado bella, el monopolio de la risa". Era lógico, en un mundo marcado por la desgracia, la alegría se convertía en sospechosa. Solamente los simpatizantes del demonio podían permitirse el lujo de reír. El gran historiador francés lo sabía perfectamente, no en vano, junto a sus trabajos sobre la Revolución de 1789, era autor de un librito, “La bruja”, en el que narra la persecución de esas pobres mujeres víctimas de “la fascinación de sus ojos, peligrosos tanto en amor como en sortilegios”.

Durante siglos, los valores dominantes fueron partidarios de la tristeza. Los seres bondadosos tenían que ser responsables y serios, lo contrario sería pura y simplemente un escándalo. Poco a poco, sin embargo, la rebelión del hombre frente a una naturaleza inclemente, y contra unas instituciones sociales que le enseñaban a aceptar el mal como una parte del plan del Creador, se manifestó en la afirmación como derecho de algo que no constituía más que una aspiración reprimida: la felicidad. Una larga historia había enseñado que los hombres mueren y no son felices. La muerte es inevitable, pero la desgracia no. En consecuencia, las instituciones sociales deberán estar dirigidas exclusivamente al servicio del bienestar del ser individual.

Tal conclusión supuso un cambio esencial en la historia del hombre, dándole una vitalidad que impulsó a la transformación de la sociedad, a la creación de comunidades que perseguían el progreso. Si no existe una justificación desde la eternidad para el dolor humano, su vida en la tierra debe dirigirse al bienestar. Como dice Roland Mousnier, sirviéndose de palabras de Tomás Moro, si "nuestros sentidos nos dan a conocer que estamos en la tierra para la felicidad, es decir, para el placer: debemos empezar por decirnos a nosotros mismos que lo único que debemos hacer en este mundo es conseguir sensaciones agradables. El placer es un derecho". Se podía ser un “buen cristiano” y no por ello ser triste.

Aun admitiendo que el Creador hubiere tenido otra intención, lo cierto es que el universo es claramente imperfecto. Y si la naturaleza hace al hombre infeliz y desgraciado, y no existe prueba alguna de que Dios quiera esto, resulta elemental la necesidad de rebelión y mejora. Es verdad que el escepticismo sobre la capacidad del ser humano para conseguir tal objetivo ha sido constante en la historia del pensamiento, Ya Pascal advirtió que efectivamente "buscamos felicidad pero no hallamos más que miseria y muerte".

En la Europa del XVIII, la frivolidad se convirtió en una forma de liberación. En materia sexual, por ejemplo, la aceptación intelectual del erotismo, es decir, de la posibilidad de unir placer y amor caracterizó a los libertinos y la lectura de libros como “La princesa de Cléves”, “Les liaisons dangereuses” o “Manon Lescaut” constituyó una forma de entender el mundo de una manera no trágica, alegre, incluso “inmoral”. Y cuando, aunque fuera a escondidas, los cortesanos empezaron a aficionarse a publicaciones de este género, protegiendo a sus autores, la idea de que era posible divertirse en la vida empezó a parecer una cercana posibilidad. Incluso, la depravación sexual y la pornografía llegaron a formar parte de las publicaciones de la época.

Lo profano y lo sagrado se iban a convertir en mundos separados. Podría ser más o menos moral o grosero reírse de las cosas divinas pero, si se hacía, Dios no podría sentirse ofendido porque su reino no es de este mundo y sería infantil creer que pudiera enfadarse. Parece elemental, pero es lo que nos diferencia de los fanáticos musulmanes que condenan a muerte por burdas chiquilladas de una sociedad que simplemente quiere divertirse y olvidar. La intolerancia constituye una pura imbecilidad que, por desgracia, es frecuente también en países cristianos. Así, en España, prolifera últimamente un tipo de imbécil que encierra fuertes dosis de peligrosidad: el nacionalista radical.

Hoy día, resulta enormemente arriesgado reírse de las danzas protocolarias que acompañan a cualquier acto oficial del lehendakari, de la obsesión de los catalanes por sus derechos históricos o de la profundidad intelectual de los inventores de patrias, incluso de la nuestra. Sin embargo, todo ello es ridículo y, si no nos reímos, nos convertiremos en unos seres temerosos, acomplejados y, más pronto que tarde, enormemente tristes. Me parece que, entre tantos chalados, habrá que reivindicar de nuevo una buena alianza con el Diablo. Las sanas carcajadas nunca vienen mal.










domingo, 10 de septiembre de 2006

El voto de Omar

La Declaration of Rights de Pennsylvania de 1776 contenía una tajante afirmación según la cual todos los hombres tendrían un inherente derecho a emigrar de un estado a otro siempre que aspirasen a promover su propia felicidad. Era la manera de garantizar que los Monarcas europeos no pretendiesen sujetarles de por vida al señorío feudal. Sin embargo, introducía un matiz de importancia pues subordinaba dicho derecho a que las tierras de destino estuviesen desocupadas o sus habitantes quisiesen acogerlos.

Pues bien, dando por supuesto que los españoles aceptemos el actual fenómeno inmigratorio, lo que es mucho decir, el problema ulterior sería determinar los derechos concretos a disfrutar por los nuevos llegados. Por ejemplo, ¿podrían votar en unas elecciones municipales como ahora se pretende? Los juristas medievales advertían que hay momentos históricos en que las sociedades razonan de manera tan disparatada que convierten lo blanco en negro y lo cuadrado en redondo.

Y si son capaces de tales absurdos, mucho más lo serán de considerar como progresistas o modernas las memeces más insostenibles. Así, se nos dice que la concesión del derecho de voto democratizaría nuestra sociedad, fomentando la participación de todos los que habitan en la misma localidad con independencia de su raza, condición social o de género, que suena perfecto a las mentes dominadas por lo políticamente correcto y el pensamiento único. Todo eso está muy bien siempre que se tengan en cuenta los siguientes datos elementales:

Primero: El derecho de sufragio ha ido unido desde siempre a la ciudadanía. No constituye ningún regalo que pueda atribuirse a quien nos interese.

Segundo: Sólo son ciudadanos quienes disfrutan de la misma nacionalidad. No lo son los extranjeros pues, por esencia, pertenecen a otra Ciudad.

Tercero: La razón de lo anterior es clara: Sólo votan, deciden sobre los asuntos estatales, quienes son titulares de la soberanía, es decir, los que forman parte de un pueblo caracterizado por su historia, ideología y proyecto de vida en común.

Cuarto: Ciertamente, y lo establece nuestro texto constitucional en su artículo 13, por tratado o por ley pueden reconocerse derechos políticos, en el ámbito municipal, a los extranjeros con arreglo a criterios de reciprocidad. Se trata de una excepción recogida tradicionalmente en nuestro país a favor de los súbditos de países iberoamericanos y de Filipinas, y ahora a los miembros de la Unión europea, por una razón obvia: forman parte de nuestro mismo ámbito cultural.

Quinta: Atribuir en un país europeo el derecho de voto a colectivos extranjeros caracterizados por el fanatismo religioso o la cultura medieval sería tanto como aceptar la formación de una “quinta columna” hostil en el seno mismo del Estado.

Se mire como se mire, los países europeos están experimentando una crisis de identidad. Hemos creado una sociedad dominada por la tolerancia, el respeto hacia los demás y el relativismo cultural. Todo es admisible porque se parte de la convicción de que no existen ideas trascendentes que puedan restringir la felicidad de los hombres, a los que habría que dejar vivir en paz. Y verdaderamente, al cabo de un esfuerzo de siglos, hemos conseguido Estados ricos, modernos y civilizados pero sería suicida que los pusiéramos en peligro, poniéndonos en manos de sus enemigos.

Hoy por hoy, el universo de los integristas islámicos considera perfectamente legítima la inmolación en nombre de Alá, las fatwuas contra disidentes, como Salman Rusdhie, o los viles asesinatos contra occidentales por el simple hecho de serlo. Y encima, en España, se les quiere regalar el voto. La verdad es que si ser progresista consistiese en aceptar las decisiones de los fanáticos, hubiera sido imposible abandonar los tiempos de la barbarie.







sábado, 8 de abril de 2006

El sueño de Matrix

Decía Ortega y Gasset en 1925 que “todavía en mi generación gozaban de gran prestigio las maneras de la vejez. El muchacho anhelaba dejar de ser muchacho lo antes posible y prefería imitar los andares fatigados del hombre caduco. Hoy los chicos y las chicas se esfuerzan en prolongar su infancia y los mozos en retener y subrayar su juventud. No hay duda entra Europa en una etapa de puerilidad”. Se iniciaba el siglo XX y Ortega supo adivinar una de las consecuencias de lo que iba a ser el Estado del Bienestar: la creación de ciudadanos pasivos, desinteresados de la vida pública y obsesionados exclusivamente por su felicidad.

El aparato estatal va a subsistir sobre la base de la disminución del nivel mental de la población, su infantilización. El continuo aumento de la riqueza le va a permitir colmar de regalos a sus súbditos, haciéndolos felices. Todo el mundo exige prestaciones al Estado. A la manera de niños malcriados, nuestros contemporáneos quieren más y más; a todo creen tener derecho, pero sin ninguna responsabilidad. El “maná” garantizado, la vida política, entendida como instrumento de participación, tiende a desaparecer. Para qué intervenir, para qué pensar, si se nos da todo hecho. La consecuencia la había adivinado, en su momento, Stuart Mill: “La tendencia general de las cosas del mundo consiste en hacer de la mediocridad el poder dominante entre los hombres”. Existen espléndidos instrumentos para conseguirle, la televisión por ejemplo.

El estilo de vida de la sociedad occidental es moldeado, incluso en sus aspectos más insignificantes, por unos medios de comunicación que desde finales del siglo XX han adquirido una enorme fuerza de penetración con el perfeccionamiento de sistemas que propician la pasividad en el espectador, facilitando la asimilación de sus mensajes. Todo lo que se transmite viene a suponer, directa o indirectamente, oferta de productos; las ideas han desaparecido. Durante un tiempo se dijo que la opinión pública se había convertido en la reina del mundo, la verdad es que desde hace tiempo, si queda alguna, es la publicidad. Se diría que jamás una entronización ha sido más estúpida, a base de juegos de muñequitos en un aparato que emite continuamente imágenes. Es muy posible que Matrix sea ya una realidad, y si lo es ¿cómo podremos salir?

Ciertamente, lo anterior puede predicarse de todo Occidente pero quizás en ningún sitio en forma tan clara como en España. Llevamos años dedicados a un juego absurdo, el de la comparación de la mayor o menos identidad nacional de las distintas partes de nuestro Estado: Euskadi sería el hogar de un pueblo milenario; Cataluña, la forjadora de un gran imperio mediterráneo; Extremadura, la que alumbró América, llenándola de aventureros y conquistadores y así hasta casi el infinito... Por supuesto, no se nos puede olvidar la hermosa Andalucía, sede del califato de Córdoba y cruce de todas las culturas. ¿No es absurdo?

Mientras nos dedicamos a este espectáculo, la península se va llenando de integristas islámicos, nada infantiles, que de vez en cuando nos obsequian con atentados sanguinarios para que los contemplemos como quien observa un film especialmente intenso. Al mismo tiempo, Estados Unidos se desangra en Irak sin que nosotros nos planteemos lo que realmente se está ventilando allí, y no lo hacemos porque, en nuestro sueño, eso del choque de civilizaciones se percibe como una simple pesadilla. No hay que preocuparse de nada, todos los días la televisión nos suministrará la suficiente dosis de cotilleo, circo y escándalo para mantener nuestro letargo. Y nadie se preocupará por la eliminación de bienes jurídicos tan esenciales como la dignidad y el honor sobre los que se construyó el propio concepto del individuo en Occidente.

Nuestros sueños están llenos de hombres venerables de nombres muy bellos: Sabino Arana, Blas Infante...Eso sí, se pelean mucho, parecen irritados y celosos. Y cada uno de nosotros se siente identificado con unos u otros. ¡Que sueño más tonto! Lo malo será que, más pronto que tarde, despertaremos y nos espera la cruda realidad.