Antonio Machado advertía al viajero por tierras de España
que vería: “Llanuras bélicas y páramos de asceta –no fue por esos campos el
bíblico jardín- son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza
errante la sombra de Caín”. Es una conclusión desde la melancolía y la
tristeza, pero nada exagerada si se tiene en cuenta que en los años de la guerra
civil nuestros abuelos se dedicaron, con crueldad inconcebible en país moderno,
a matarse los unos a los otros sin ningún tipo de piedad. Y el odio subsiste,
basta contemplar la facilidad con que se trazan líneas rojas, que sirven de
mezquina exclusión de los demás, para constatar que seguimos viviendo en un
polvorín. ¿Qué nos pasa?
Decía
Ortega y Gasset en 1921: “Peor que tener
una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o
contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es
mucho más grave”. Éste es nuestro caso, pues España tendría “infeccionada la
raíz misma de la actividad socializadora”. Seríamos incapaces de vivir en
común. La ausencia de una clase dirigente brillante puede haber influido de
manera decisiva en la incapacidad para crear un proyecto que vertebre y de
sentido a la Nación. Así, el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 nos alejó
durante cuarenta años de la modernidad; el miedo y la represión sofocaron
cualquier impulso de vitalidad. Pero fue nuestra entera sociedad política la
responsable. “Venceréis pero no convenceréis”, soltó Unamuno a un enajenado
Millán Astray en la Universidad de Salamanca. La reacción militarista y
clerical se había sublevado, es cierto. Antes, las provocaciones de los
extremistas habían hecho fracasar a la República, y el 18 de julio fue su
consecuencia.
En esencia, la II República supuso el enésimo intento de consolidar en España la revolución burguesa, que los países más avanzados de la Europa occidental habían realizado en el curso del siglo XIX. Desgraciadamente, nuestra burguesía era muy débil. Como diría Henry Buckley, en su Vida y muerte de la República española: “El problema de la clase media española era que no tenía la fuerza suficiente como para gobernar el país en solitario. En aquellos momentos [en los inicios del régimen] Azaña y Alcalá Zamora podían representar el poder político, pero las riendas del auténtico poder estaban en manos de los grandes terratenientes, de la Iglesia Católica y del Ejército. Mandaba la clase media pero dependía de una oligarquía sin la cual era imposible gobernar”. Buckley consideraba que había una solución: la alianza entre los republicanos y la izquierda moderada. Y eso es lo que intentaron los escasos estadistas del régimen: el real proyecto modernizador republicano.
De
hecho, el brillante Manuel Azaña utilizaba en sus discursos los planteamientos de los dirigentes socialistas
afines. Y así, tomando como referencia a Julián Besteiro, que reconocía la
imposibilidad estructural de la toma del poder por la clase obrera, señalaba: “La
República le es tan necesaria al proletariado como a la burguesía liberal, pero
nosotros no tenemos el pensamiento ni los socialistas tienen ahora la ambición
de que nuestra fuerza común concluya en una república socialista. Pensamos en
una república burguesa y parlamentaria, tan radical como los republicanos más radicales
consigamos que sea, si tenemos opinión y votos para ello”. Toda la política de Azaña iba dirigida a
la confluencia de intereses con los partidos obreros. Es verdad que realizaba
una arriesgada apuesta, la de una evolución “reformista” de las organizaciones
de trabajadores. Pero, a la altura del tiempo transcurrido, puede considerarse
que era la única posible en la situación de nuestro país. Desgraciadamente, la división del PSOE, la
inmadurez de los republicanos, y el carácter profundamente reaccionario de una
buena parte de la derecha, impidieron el triunfo de un objetivo tan atractivo.
Su fracaso fue originado, es indudable, por un golpe de
estado de carácter militar pero no es posible desdeñar la inseguridad y el
miedo que generaron en la derecha el desorden en la calle, las huelgas salvajes
y el pistolerismo. Además, no es posible eludir el hecho de que personalidades
relevantes del sistema, y organizaciones políticas fundadoras de la República,
participaron en una revolución, la de Asturias, por el simple hecho de entrar
en el Gobierno miembros de un partido político, la CEDA, que había ganado las
elecciones. Lo que, con su conocida franqueza y honestidad, llevó a Indalecio
Prieto a declarar años después lo siguiente: “Me declaro culpable, ante mi
conciencia, ante el partido socialista y ante España entera, de mi
participación en el movimiento revolucionario de 1934. Lo declaro como culpa,
como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidades en la génesis de
aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo”. Si a eso
añadimos que, pocos días antes del Alzamiento, fue asesinado por militantes
de izquierda uno de los jefes más
destacados de la oposición parlamentaria, el Sr. Calvo Sotelo. Y que alguno de
ellos era miembro de las fuerzas de orden público, ¿qué es posible decir?
A veces da la
impresión de que en el fondo todos querían ir a la guerra. El bondadoso
cardenal Vicente Enrique y Tarancón recordaría en una ocasión: “Creo que
llegamos todos a convencernos de que el problema no tenía solución sin un
enfrentamiento en la calle. Durante meses creo que toda España estaba a la
espera de lo que iba a ocurrir. Media España estaba contra la otra media, sin
posibilidad de diálogo. Habían de ser las armas las que dijesen la última
palabra. Lo cierto es –hay que confesarlo con honradez- que todos confiábamos
entonces en la violencia y juzgábamos que ésta era indispensable, echando,
claro está, la culpa a los otros”. Siguiendo a Preston, podría aceptarse que
hubo una tercera España, en la que estarían figuras de la calidad de Felipe
Sánchez Román, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o Marañón, pero el
problema radica en determinar si podían haber influido sobre los
acontecimientos en forma real: ¿Hubieran sido capaces de defender el sistema
exclusivamente con palabras e inteligencia? Evidentemente no, el odio y la
ignorancia generalizada lo hicieron imposible.
El comportamiento de
unos y otros durante la misma guerra no puede producir más que horror. Los golpistas
fueron crueles y las consecuencias de
su triunfo son conocidas por todos, nada humanitarias. En España hubo condenas
a muerte por motivos políticos hasta el mismo 1975, año del fallecimiento de
Franco. Se persiguió cruelmente a estudiantes idealistas que luchaban por un
mundo mejor, y una vez eliminados se les quiso injuriar hasta los extremos más
denigrantes, caso del recordado Enrique
Ruano. En el mundo obrero, personalidades de la talla de Marcelino Camacho
padecieron interminables años de cárcel. Pero canallas hubo en todos lados, también en el republicano. No es
posible olvidar las “sacas” de Madrid, Barcelona, basta con leer Los cipreses creen en Dios de Gironella
para recordarlo, y demás lugares donde triunfó la legalidad. La represión,
sádica y enferma, que sufrió la Iglesia fue impropia de un país civilizado,
realmente es que no lo fuimos.
Es preciso sentir vergüenza.
Es nuestra historia y todos fueron responsables, desde luego unos en mayor
medida que otros. Ya va siendo hora de terminar. ¿Por qué no nos dedicamos a
construir un futuro desde la generosidad, es decir, desde la defensa del
régimen constitucional y de la soberanía de todos y cada uno de los españoles? Resulta
asombroso que a estas alturas sigamos arrojándonos muertos a la cara, y se
considere progresista buscar la forma adecuada para exhumar a un dictador. La memoria sin generosidad y sin
amor no es más que rencor. Julián Zugazagoitia, basta con leer su Guerra y vicisitudes de los españoles, no hubiera comprendido la mezquindad y falta
de visión de nuestros actuales dirigentes. Parece un problema de torpeza.
Utilizando palabras
del gran dramaturgo Priestley,
podríamos decir que nuestro país se encuentra ante una nueva “esquina
peligrosa”, la de Cataluña. ¿Seremos capaces de actuar con un mínimo de
categoría? Es difícil con políticos tan narcisistas y niños como los actuales.