martes, 30 de noviembre de 2010

Tormento español

Decía admirativamente Bernal Díaz del Castillo que eran poco más de cuatrocientos españoles los que entraron en la ciudad de México, pues “nunca se había visto antes, ni entre los antiguos ni en los modernos, gente que tal atrevimiento tuviesen”. Tanto que fueron capaces de eliminar a sangre y fuego una civilización, lo mismo que en Perú, en medio de querellas entre almagristas y pizarristas. Luego se arrepentían, haciéndolo también con grandeza, como Fray Antonio Montesino, que, calificándose de “voz que clama en el desierto”, tuvo la osadía de denunciar las atrocidades de los conquistadores, o el Padre Bartolomé de las Casas cuando, con la cólera que genera la injusticia, señaló: “entraron los españoles en las Indias como tigres e lobos y leones de muchos días hambrientos”.

Vivimos, como decían nuestros arbitristas del XVII, “fuera del orden natural de las cosas”, no tenemos términos medios. El arte religioso español, por ejemplo, carece de matices, no puede ser más crudo: las Vírgenes son trágicas, incluso patéticas. Las Madonnas italianas, en cambio, bellas, basta con observar las de Antonello da Messina llenas de mundanidad y femenino interés, o las de Rafael, un homenaje a la pura y simple sensualidad. ¿Y cómo calificar “la coronación de espinas” de Ribera?; los verdugos de Cristo están llenos de crueldad, expresan una soberbia personificación de la maldad. Con razón, los hispanistas franceses se lamentaban de esas iglesias tan “tristes y frías” de España. Nuestro arte, como diría Kant, es sublime, pero no se acomoda a las cualidades de armonía y belleza propias de la normalidad.

Enrique IV reprochaba a los nobles castellanos sus deseos de iniciar una contienda, señalando críticamente: “cómo se nota que no son vuestros hijos los que mandáis a matar”. No se lo perdonaron, quedó para la eternidad con el sobrenombre de “El Impotente”, el símbolo de la cobardía y debilidad, uno de aquellos españoles que mueren por “do más pecado había”. Así en plan desgarrado, y sin ningún tipo de pudor. Fuimos el último gran Imperio premoderno, cuando las ideas de racionalidad, tolerancia y punto medio estaban muy lejos, todavía, de ser aceptadas por los europeos. Para la Historia hemos quedado como una tierra de locos y santos. El mundo de Calderón era el de los sueños, todas las cosas lo eran, aunque ninguno los entendiese.

Las sociedades enfermas proyectan sus culpas, pues no pueden aceptar su propia responsabilidad. Así, los catalanes pretenden distinguirse, y huir. Llevan toda la vida a nuestro lado, son tan bestias como nosotros: ¿se han olvidado de las cruedades de los almogávares? Todos los grandes países tienen una historia detrás, también España.

martes, 23 de noviembre de 2010

¿Liberación sexual?

Bertrand Russell, una de las mejores cabezas del siglo XX, en su introducción al libro “La nueva generación” señaló, con la claridad que le valió el premio Nobel de Literatura en 1950, lo siguiente: “el sentimiento de que el sexo es malo imposibilita el amor feliz, hace que los hombres desprecien a las mujeres con quienes tienen relaciones, y que con frecuencia sientan impulsos de crueldad hacia ellas”. En su opinión, la idea de pecado “que domina a muchos niños y adolescentes, y que normalmente se mantiene toda la vida, es una miseria y una fuente de deformación que no tienen utilidad alguna”. Con rotundidad terminaba, “hay que decirlo con sencillez y de la manera más directa, la actividad sexual es sana”. Nada de esto puede ponerse en duda. Fue un auténtico precursor, faltaba mucho tiempo aún para el mayo de 1968.

¿Qué hubiera opinado de conocer la España de hoy? Un optimista, los hay muchos actualmente, proclamaría orgulloso que los tabúes han desaparecido, todas las formas de amar están permitidas, y las relaciones han dejado de estar condicionadas por la reproducción. El placer se habría convertido en un objetivo legítimo de los seres humanos, particularmente de los españoles. Estoy en completo desacuerdo, somos una nación de catetos, en consecuencia no nos damos cuenta de que las características esenciales de una actividad sana son la finura de sentimientos, la delicadeza y la sensibilidad. Por el contrario, lo que domina en los medios de comunicación, particularmente en la televisión, es el mal gusto y la ordinariez, que es algo muy distinto.

Siempre se ha dicho que la represión produce mentes sucias, que son las que se expresan de manera generalizada en este país. En mi opinión, la inexistencia de una burguesía ilustrada ha sido determinante en este aspecto. En su momento, nadie leyó “Daisy Miller”, “Las bostonianas”, o “Manon Lescaut”, ni siquiera “La dama de las camelias”. Los salones franceses, donde hombres y mujeres disfrutaban de los placeres del intercambio intelectual, aquí fueron desconocidos. Por desgracia, nuestra clase media tuvo un carácter rural, y en el sexo sólo fue capaz de ver la brutalidad de la naturaleza. “La Regenta” es una de las mejores novelas del siglo XIX, indudablemente, pero en forma morbosa, y significativa, se refiere a los amores de un canónigo.

La liberación no consiste en repartir preservativos por las escuelas, combatir el celibato, o difundir las innumerables variantes del Kamasutra, las sociedades enfermas lo saben hacer también. Nada de esto vale si no va unido a la búsqueda de la belleza, y a un buen gusto que en España no somos capaces de tener. Probablemente, de manera bien paradójica, seguimos siendo un país de inmaduros reprimidos.

martes, 16 de noviembre de 2010

Pepiño ante el Tribunal

Con el retorno de los emigrados y la restauración de la monarquía borbónica en 1815, el eterno Ministro de la Policía, Fouché, se vio acusado de regicida, al haber votado a favor de la muerte de Luis XVI. Con arrogancia, contestó lo siguiente: “Sólo el vulgo cree que las revoluciones políticas son el resultado de las combinaciones y la obra de los individuos. Los que parecen dirigirlas no siguen más que movimientos telúricos. ¿Quién puede erigirse en juez de la conducta de los hombres en medio de nuestras crisis y tormentas?”. Desde luego, podía ser un asesino pero conservaba sentido de la grandeza, no como otros.

Así, se cuenta que cierto día del siglo XXI fueron citados, ante el Tribunal de la Historia, Pepiño Blanco, Leire Pajín, Soraya Saenz de Santamaría y Alicia Sánchez Camacho. Sin respeto alguno a la seriedad del lugar, comparecieron armando un guirigay de mil demonios, acusándose los unos a los otros de las más inauditas fechorías, y sin tener pajolera idea de qué hacían allí. Se vieron sorprendidos al comprobar que se les acusaba de haber degradado la vida española, no tener lo más mínimos conocimientos de ciencia política y haber arrojado a la enfermedad mental, o directamente a los manicomios públicos, a lo más selecto de la intelectualidad del país.

Cuando se dieron cuenta de que la cosa iba en serio, al principio creyeron que todo era obra de la perfidia de sus enemigos, aceptaron los consejos de Pepiño, dentro de sus limitaciones conservaba algunas luces, y encomendaron su defensa a un achacoso pensador marxista al que prometieron sacar del sanatorio si conseguía su absolución. El elegido, con poco convencimiento, y menos ganas, planteó su alegato: la culpa no era de aquellos infelices. La muerte de las ideologías habia devuelto a la vida privada a los más preparados, y la ciudad había quedado en manos de los que concebían la política como un simple instrumento de jolgorio y diversión.

Como tenían poca imaginación, y menos originalidad, se dedicaron exclusivamente a la conquista de votos, ofreciendo al público todo tipo de regalitos; en consecuencia eran los menos sabios los que conservaron el poder. Nadie sabe si convenció al Tribunal, parece que no. Sólo queda constancia de que la Historia, después de encerrarnos en un parque infantil, decidió abandonar para siempre nuestro país, dejándonos en el limbo: un espacio al cuidado de charlatanes, titiriteros, cotillas y pícaros, al menos nadie podía decir que fuera aburrido. Es cierto que algunos ilusos, con algo de esperanza, decidieron exilarse en Tanzania: tierra de promisión. Paradójicamente Fraga siempre había tenido razón, España era diferente.

martes, 9 de noviembre de 2010

Una nueva Dictadura

En mi opinión, en España al menos, hemos dejado de vivir en una sociedad presidida por un intercambio libre de expresiones e información. Hemos restablecido el reino de la Inquisición con exactamente las mismas coartadas que ella utilizó. En su tiempo, todos los instrumentos, incluso la tortura, eran santos cuando se trataba de reprimir las sugerencias perniciosas del Diablo. Ahora, los medios de comunicación están legitimados para destruir las reputaciones ajenas con tal de que lo políticamente correcto pueda establecerse. Los secretos más recónditos del alma humana, los que distinguen su individualidad, carecen de derechos frente al interés de la mayoría. El Gran Hermano ha triunfado ya, y estúpidamente creemos que hemos llegado a la cima del progreso.

Proclamamos que hemos eliminado a los servicios secretos de carácter totalitario, cuando estamos sometido al más peligroso de todos ellos: el de los grupos mediáticos de investigación, que no tienen ningún interés por la verdad ni por la batalla de ideas, sólo persiguen el morbo y el escándalo porque tristemente creen que es lo único que puede ser cotizado en el mercado, han renunciado a pensar. En el fondo, lo que domina es la sádica búsqueda de la destrucción de la personalidad: hoy le tocará caer a uno, mañana a otro y, poco a poco, todos quedaremos marcados por los sambenitos del Santo Oficio. Si el Infierno de Dante tuviera realidad, allí deberían estar nuestros modernos Torquemadas.

Cuando a una sociedad sólo le interesa profundizar en los males ajenos es que está enferma y sucia. Los ideólogos norteamericanos cándidamente sostuvieron que, “en la libre lucha intelectual de las opiniones, se impone al final lo correcto y razonable”, pues “cuando un hombre carece de motivos para aferrarse al error, lo natural es que abrace la verdad”. Y como no hay nada que pueda determinar a priori el carácter de una idea, lo que hay que hacer es sacarla a la plaza, y que se ofrezca a la luz pública. Salvo desviaciones patológicas, consecuencia de intervenciones irregulares, las buenas serán aceptadas por la ciudadanía y las malas no.

No se dieron cuenta que en España, a la altura del siglo XXI, tal fundamentación no serviría más que para dar rienda suelta a la venganza, al odio y a la persecución de los enemigos políticos y personales, porque desde luego en este país ni hay ideas ni generosidad de espíritu, y lo que domina es la ruindad. Existen excepciones, desde luego, como las de este periódico que me permite escribir. Por lo demás, asistimos a un espectáculo cruel y antiestético sin que los tribunales sean capaces de reaccionar. En el fondo, vivimos en la más cínica, pues se dice democrática, de las Dictaduras.

martes, 2 de noviembre de 2010

Las desventuras de Nepomuceno

A comienzos del siglo XXI, La Nueva Iberia, diminuto estado de origen hispano, nombró embajador en nuestro país, para lo que expidió credenciales a favor de uno de sus más dignos y competentes funcionarios, el Honorable Nepomuceno Cienfuegos: hombre chapado a la antigua, facundia barroca y acreditada buena fe, algo cursi también para qué negarlo… Lleno de entusiasmo, invitó a un banquete a las más insignes personalidades de la “Madre Patria”. A la hora del discurso, bien pomposo por cierto, se vio sorprendido cuando, al citar las palabras de Bernal Díaz del Castillo sobre la gloria de los españoles, observó cómo abandonaban el salón más de la mitad de los concurrentes, creyó oír incluso voces airadas que le llamaban “carca imperialista”, lo que le dejó muy corrido amén de estupefacto.

Algo había salido mal pensó tristemente Nepomuceno, debía tratarse de un problema de interpretación. Para arreglarlo, como buen caballero, envió ramos de flores a las distinguidas esposas de los asistentes, con delicadas notas relativas a la tradicional elegancia de la mujer española... ¡La que se armó!, aunque nadie devolvió los ramos, fue tildado urbi et orbi de personaje repulsivo y descarado machista. Para mayor vergüenza, se le amenazó, por conducto oficial, con la ruptura de las relaciones diplomáticas. ¡Qué dirían en su país de tamaño fracaso! Como no entendía nada, con enorme voluntad, y auxilio de ron cubano, reflexionó que sería mejor andarse con pies de plomo, no hacer declaraciones, y limitarse durante un tiempo a estudiar tan peculiar idiosincrasia.

No le dieron margen ninguno. A los pocos días, se vio denunciado en la prensa por poseer una hacienda, con origen en los tiempos de la colonia, probablemente adquirida con malas artes y abuso de la población indígena. Además, sacaron a relucir distintos cotilleos de alcoba que le relacionaban con una criolla, al parecer de belleza deslumbrante, con la que habría tenido una aventura desde luego poco santa. La verdad es que nada de esto había sido comprobado, pero, cuando protestó, le contestaron que un personaje de su calaña no podía entender lo que era la libertad de expresión. El pobre sufrió un telele nervioso, y al verse abandonado por su respetable esposa, dimitió de su encargo.

Vuelto al terruño, solo y amargado, se empeñó en comprender lo ocurrido, para lo que repasó una y otra vez nuestra historia desde los tiempos clásicos. Sólo pudo extraer una conclusión: Michelet tenía razón; España seguía siendo la tierra de las hogueras, la intolerancia y, sobre todo, la crueldad. Antes se quemaban herejes, ahora, no sólo a los enemigos políticos y personales, también a los que no se adaptan a los delirantes designios del Gran Hermano.