martes, 26 de abril de 2011

Visca el Barça

Contaba André Maurois que en una sesión de la Asamblea francesa, celebrada en los primeros años del siglo XX, la radicalización de los espíritus impulsó a los miembros de la derecha a levantarse de sus escaños entonando con pasión la Marsellesa. Tan pronto terminaron, los diputados de la izquierda empezaron a cantarla también. Lo harían en forma distinta evocando otros deseos y sueños, pero el himno era el mismo, y cuando los enemigos utilizan idénticos símbolos es imposible la guerra entre ellos. Los ejércitos van al frente llevando a la cabeza diferentes enseñas, no comparten nada en común.

En España, en cambio, basta un simple partido de fútbol para comprobar que no somos capaces de mantener las más elementales reglas de urbanidad. ¿Cómo es posible que los hinchas del Real Madrid enarbolen la bandera española, que debe ser de todos, como propia? No hace falta ser un psicólogo de tres al cuarto, de los que tanto abundan en este país, para darse cuenta que, en lógica reacción, los aficionados del Barcelona la sentirán entonces como extraña, propia de sus enemigos. Como es también una cuestión de estilo y buena educación, sería explicable que el problema pasase desapercibido para los más bestias. El problema es que los creadores de opinión, desde políticos a periodistas, no sólo no dicen nada, a veces incluso jalean la exhibición.

A finales de los años noventa, viviendo en Granada, decidí ver un partido de la Copa de Europa en un restaurante situado en el espléndido mirador de San Nicolás. Cuando al Barça, que jugaba contra un equipo alemán, le metieron el primer gol unos camareros bastante energúmenos empezaron a lanzar gritos de alegría y a explicar, sin que nadie se lo hubiera pedido, que preferían que ganase cualquier equipo extranjero a uno catalán. Todo ello ante la mirada asombrada de unos turistas que no entendían lo que podía ocurrir. A la vista de la situación, manifesté mi indignada protesta, no debí hacerlo: no sólo me dejaron sin cena, que por supuesto tuve religiosamente que pagar, me llamaron rojo separatista, y me libré por bien poco de que me soltaran un tortazo.

Es sabido que el pobre Ortega, en la discusión del Estatuto de Autonomía en el Parlamento de la II República, señaló que el problema catalán era insolucionable, sólo se le podría “conllevar”. No lo sé, pero lo indudable es que sólo será posible mantener la unidad demostrando nuestro respeto hacia unos compatriotas que son tan españoles como nosotros, o eso decimos. Además, en materia de nacionalidades, sólo cabe la inteligencia.

martes, 19 de abril de 2011

La gran farsa

¿Tienen carácter político las elecciones que van a tener lugar en España en los próximos meses? En mi opinión no, ninguna de las grandes cuestiones que nos afectan, y son muchas, van a ser objeto de contienda ideológica. Se abordarán es cierto, pero sobre la base de tópicos e ideas preconcebidas que no merecen, ni de lejos, la categoría de un programa. Lo único que se discutirá con pasión es la honradez o desvergüenza de unos y otros. Se trata exclusivamente de destruir al adversario, no hay nada más. Felipe González y Manuel Fraga hoy día no tendrían nada que hacer, y D. Manuel Azaña no habría salido nunca del Ateneo.

Si no son políticas, ¿qué son? Pura y simplemente el instrumento para proporcionar legitimidad al mantenimiento o la renovación de las castas, conservan todavía el nombre de partidos, que ocupan el poder. Se podría objetar que, en tal caso, nadie acudiría a las urnas. Todo lo contrario, en esa lucha hay miles, por no decir centenares de miles, de interesados. Desde los rectores de universidad hasta los titulares de empresas públicas, pasando por las familias de multitud de concejales y otros cargos públicos, medio país verá su porvenir afectado por el resultado de las elecciones. La ideología ha desaparecido, es una cuestión pura y simple de descarnado interés.

Es cierto, en España todavía funciona la distinción izquierda-derecha, está presente en el inconsciente colectivo de un país que salió del subdesarrollo hace bien pocos años, y padeció una guerra fratricida en tiempos recientes. En consecuencia, en algunas regiones caso particularmente de Andalucía mucha gente seguirá votando en función de sus miedos ancestrales, lo que fortalece un sistema esencialmente falso. Como no existen ideas, el encanallamiento será progresivo hasta que prácticamente no se pueda respirar. Los propios Tribunales de Justicia tienen parte, no pequeña, de responsabilidad. Sobre la base de que la libertad de expresión es preciosa para los representantes del pueblo, como poéticamente dice el TEDH, nadie con un mínimo respeto a su propio sentido del honor se atreverá a perderlo participando en un juego que carece de escrúpulos.

La farsa forma parte de la cultura occidental, no hace falta remontarse a Grecia, pero siempre ha tenido un carácter estético. Cuando es utilizada para engañar a los demás, creando una apariencia de legitimidad inexistente, constituye un espectáculo bien triste y absurdo. Sería un error, sin embargo, que echáramos la culpa con nombre y apellidos a los políticos actuales, en cierta medida son también simples víctimas. La responsabilidad es nuestra, de los ciudadanos, que una y otra vez caemos en la trampa, y no somos capaces de influir en quienes protagonizan el circo.


martes, 12 de abril de 2011

Alegato antidemócrata

En su momento, Blackstone describió a la perfección el resultado de una evolución constitucional cumplida en lo sustancial durante el siglo XVIII al señalar que el poder del Parlamento es absoluto : "tiene autoridad soberana e incontrolable para hacer, confirmar, ampliar, restringir, abrogar, revocar, restablecer, interpretar cualquier ley. En verdad, lo que hace el Parlamento ninguna autoridad sobre la tierra puede deshacerlo". Es cierto que una posición de esta naturaleza podía ser objeto de fáciles ironías, y Tomás Moro con agudeza preguntaba: “Suponed que el Parlamento hiciese una Ley declarando que Dios no era Dios: ¿Diríais entonces, Maestro Rich, que Dios no era Dios?”.

Se le podría contestar que, en ese momento, los racionalistas eran conscientes de que la divinidad parlamentaria estaba hecha de contingencias humanas, fugaces e imperfectas, pero representaba la “voluntad general” con lo que no había autoridad mayor sobre la tierra; en este sentido era omnipotente. Sin embargo, las cosas han cambiado de manera tan profunda que el Poder Legislativo se ha convertido en la instancia legitimadora del sistema y punto. Realiza funciones puramente formales que no tienen nada que ver con aquellas para las que fue concebido. La Ley era el producto de un debate y contradebate, que aseguraban su lógica matemática y claridad intelectual. Nada de eso queda ya, los Grupos políticos dictan sus consignas y los Diputados las siguen. Por la cuenta que les trae, unos y otro se mostrarán fervientes defensores del parlamentarismo; es lógico en otro caso desaparecería todo el tinglado.

El Dios parlamentario ya no existe, sustituido por las urnas que actúan como una instancia mágica que no es posible eludir. El problema es que los electores no forman ya sus convicciones en virtud de ideas. No, actúan siguiendo sus pulsiones más primitivas, morbosas, incluso irracionales. Los partidos políticos y los medios de comunicación, en mi opinión el único poder real, se han dado perfecta cuenta de lo anterior, y han dejado de estar interesados en los programas. Tratan a los ciudadanos como seres infantiles e inmaduros, y les ofrecen lo que creen que necesitan: espectáculo, circo y, sobre todo, escándalo, mucho escándalo. Les convierten además en víctimas permanentes de todos, de los poderosos, de los banqueros, de los americanos, incluso de los mismos políticos.

Los individuos ya no son responsables de nada, la culpa estará siempre en los demás. Como siempre he defendido la centralidad del Parlamento, reniego de la manera más absoluta de la actual democracia de masas que no conduce más que al empobrecimiento intelectual de los ciudadanos, no hace falta recordar que los nazis llegaron al poder legalmente por medio de las urnas. Me proclamo radicalmente antidemócrata, puede que no sea muy difícil dado mi origen comunista, también podría decirse que me he vuelto un reaccionario elitista. En mi descargo, alegaré que lo hago porque en España al menos la democracia real ha dejado de existir, y me rebelo por escrito.


martes, 5 de abril de 2011

¿Nos indignamos?

Stéphane Hessel, héroe de la resistencia francesa, superviviente de Buchenwald, miembro del equipo redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y antiguo embajador ante la ONU acaba de publicar a sus 93 años un apasionado opúsculo, con el título ¡Indignaos!, de asombroso éxito incluso en España. Su tesis central es que la generación protagonista de la lucha contra los totalitarismos del siglo XX se ve decepcionada “por la dictadura actual de los mercados financieros que amenaza la paz y la democracia”. Además, “nunca habría sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos, ni tan alentada la competitividad y la carrera por el dinero"

No es el único que piensa así, un intelectual tan interesante como Tony Judt ha venido denunciando la progresiva destrucción del Estado del Bienestar. Sin embargo, no estoy de acuerdo con sus planteamientos; claro que hay razones para indignarse, y mucho, pero por causas distintas a las señaladas. Nunca han sido menores las diferencias entre ricos y pobres a escala planetaria; nací en Marruecos en 1952 y sé lo que digo. Siguen existiendo injusticias y relevantes, pero por primera vez en la historia la movilidad social empieza a ser posible, casi nadie está condenado a la tierra para toda la eternidad.

Los motivos de indignación deben estar en otro lado: en la dictadura del pensamiento único, la mediocridad y el control social. Antes éramos conscientes de vivir bajo un régimen opresor, fuera el franquista o cualquier otro, mientras que ahora soñamos que somos libres cuando en realidad nos dominan mentalmente, lo que es mucho más grave, las técnicas manipuladoras del Poder, que esencialmente se encuentra en los medios de comunicación. Estamos creando generaciones tan idénticas que hasta la manera misma de amar, reducto último de la intimidad, se ha uniformado. Para los estudiosos de la ciencia política, lo que distinguía al hombre era el razonamiento, que nos convertía en distintos y únicos, pues la diferencia individual era la cualidad más característica de la inteligencia. Ahora, millones de seres están convencidos de que la felicidad se identifica con la ausencia de angustia, es decir, con el ocio ensordecedor de unos medios audiovisuales que impiden rebelarse y pensar a la contra.

La falta de originalidad nos convierte en autómatas dispuestos a seguir los dictados universalmente aceptados. Para mayor desgracia, sería ingenuo creer en teorías conspirativas pues los responsables finales somos nosotros mismos, que deseamos huir de la tragedia de pensar. Al final, llegarán los de Al Qaeda que, ésos sí, discurren con imaginación, y de manera destructiva para los seres libres.