martes, 30 de diciembre de 2008

La derecha eterna

Mi química cerebral ha tenido siempre la peculiaridad de sentir una enorme debilidad por las causas perdidas. Cualquier problema ofrece tantas aristas que resulta lógico sentir cierta desconfianza hacia las interpretaciones unilaterales y “correctas”. Así, en Andalucía, el desprecio de los sectores políticamente dominantes hacia la denominada derecha me ha inspirado la simpatía que suelen suscitar los derrotados. Al fin y al cabo, a la altura del siglo XXI, sería posible preguntarse si un calificativo de ese género no constituye una simple coartada a utilizar a la mejor conveniencia del poder, sobre todo cuando las diferencias sustanciales entre los partidos puede haber dejado de ser real.

Muy recientemente, sin embargo, me he dado cuenta que esta Comunidad es tan particular, por no decir atrasada y carpetovetónica, que no solamente existe la derecha sino que está situada en momentos muy anteriores a la Ilustración burguesa, Diderot les sigue pareciendo altamente sospechoso. Lo comprobé en los primeros días de este diciembre cuando me invitaron a dar una conferencia, sobre la Constitución, en un centro religioso al que me siento muy ligado por razones familiares desde hace muchos años. Se trata de un colegio sevillano de un barrio tradicionalmente respetable y conservador.

Me limité a hablar sobre los desafíos actuales a los que se enfrenta la sociedad occidental, el problema de los nuevos integrismos, y la necesidad de luchar por el mantenimiento de unos valores por los que generaciones de demócratas han luchado. Eso sí, a manera de ejemplo de lo que significa el totalitarismo, recomendé que antes les pusieran la conmovedora película “Sofía Scholl”, inspirada en la real ejecución por los nazis de una jovencísima estudiante, que había tenido la valentía de criticarlos en plena guerra mundial. Para vergüenza de todos, la proyección originó muchas más risas y burlas que piedad.

Después, me tuve que enfrentar con preguntas de los padres y abuelos, es imposible que fueran de los chicos, que les sirvieron para arrojar afirmaciones como las de que Franco era mejor que los republicanos, que los comunistas eran más odiosos que los nazis y que ahora existe menos libertad de expresión que en el franquismo. Ciertamente, todo esto, y mucho más que dijeron, es perfectamente legítimo sostenerlo a nivel intelectual. El problema es la agresividad con que lo hicieron, la falta de educación que mostraron y, sobre todo, su incapacidad para comprender las palabras de un invitado que les había hablado de cosas completamente distintas. Como observó Talleyrand de los emigrados que volvieron de Coblenza, al cabo de los años nuestra derecha no ha sido capaz ni de comprender ni de olvidar.

martes, 16 de diciembre de 2008

El mono de Zarathustra

El mono de Zarathustra lanzaba imprecaciones contra los habitantes de una ciudad inepta e inmoral que no se preocupaba más que de las apariencias. En realidad, era un ser vanidoso que no podía vivir sin el halago de los demás, al no conseguirlo transfería a la sociedad su propio fracaso. Aseguraba que no era entendido, y la verdad es que nadie le escuchaba. Por eso, su maestro le decía que, cuando no eres amado, es preciso pasar. Es mejor dejarse morir antes que gesticular.

No sólo el personaje de Nietzsche, todas las generaciones han advertido contra el fin de los tiempos, que cada vez estaría más cerca. Nunca ha sido real, no era más que una muestra de su pérdida de vitalidad. El mundo y las instituciones cambian, y son los más jóvenes quienes encuentran su sentido. Los viejos se resisten, protestan e, indefectiblemente, mueren. Una vez y otra vez, y así hasta la eternidad. Sin embargo, un planteamiento de esta clase puede ser utilizado torticeramente. Por ejemplo, se asegura que Zapatero ha afirmado que una persona mayor de 45 años es incapaz de comprender su política. Es un método infalible para defender posiciones interesadas: los que no las entienden están caducos.

Los cincuentones quedamos desterrados, y no digamos los más maduros. Pero es un argumento falso, lo nuevo no tiene por qué ser necesariamente progresista, puede ser reaccionario, incluso absurdo. Los dinámicos bárbaros no mejoraron Roma, la destruyeron. Con un ejemplo actual basta: las personas sensatas saben que la convivencia, no sólo política, exige un estricto respeto a las reglas de juego. Los adalides de la modernidad no lo hacen, deben considerarlo antiguo, y así los nacionalistas catalanes, sin ningún género de pudor, afirman que un pronunciamiento contrario del TC sobre la reforma estatutaria sería intolerable, al ir contra la voluntad del pueblo. ¿No es eso una coacción?

Prescinden del dato elemental de que el Tribunal Constitucional interviene porque así viene previsto en nuestro ordenamiento jurídico. Por muy imperfecto que sea ese órgano, entre todos lo han desprestigiado, no hay más remedio que atenerse a sus decisiones. Igualmente grave es la negativa actitud que vienen mostrando sectores de la oposición frente a las Asambleas Legislativas, y quienes las representan. No es una crítica doctrinal, antes bien es vulgar, a veces incluso personal ¿No se dan cuenta que sin ellas desaparece su propia legitimidad? Si las menosprecian, ponen en cuestión el mismo sistema, y aumentan el grado de desconfianza frente a las instituciones. Pretenden torpemente obtener ventaja a corto plazo, pero no reflejan otra cosa que estrechez de miras.

martes, 9 de diciembre de 2008

El suicidio de la cultura


Decía Bertrand Russell que la civilización tiene “la curiosa característica” de que los hombres y las mujeres que la adoptan se vuelven estériles, y cuanto más civilizados más estériles. Lo que le llevaba a afirmar, en 1930, que los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. No se trata de una extravagante elucubración del filósofo británico, ya Alexis Tocqueville había aventurado una afirmación semejante en el siglo XIX.

Hace algunos años, ante una consideración similar, una amiga me objetó que era una simple cuestión de progreso: la liberación de la mujer y su incorporación masiva al trabajo habría llevado a controlar el crecimiento de las familias. Sin embargo, las dudas son legítimas. ¿Y si hubiera algo más? Desde niños, somos conscientes de que la vida es un proceso que termina con la muerte. Por mucha altura que consigamos, tarde o temprano se producirá la caída. Los seres vivos, las ideas, los grandes imperios...

Viene siendo una afirmación repetida que los escalones más altos de la ciencia colindan con la metafísica, con la poesía también; así, se dice que somos “polvo de estrellas” en un camino evolutivo que lleva a la inteligencia. La finalidad del universo sería hacerse consciente de sí, de manera que los hombres constituirían el destino de todo el proceso. ¿Preferiríamos morir una vez que comprendemos? Tendría entonces razón Albert Camus cuando señalaba que el único problema verdaderamente serio es el suicidio: “Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

La civilización es un fenómeno que se expresa a través del pensamiento, la sensibilidad, el arte… Si desaparece, qué quedará de nosotros. De manera optimista, podríamos contestar: la memoria. Ya en un viejo papiro, conocido como Chester Beaty IV, del Imperio Nuevo, se decía que “el hombre perece, su cuerpo se vuelve polvo, pero el libro hará que su recuerdo sea transmitido de boca en boca”. La verdad es, sin embargo, que los bárbaros no aman la literatura, prefieren quemarla. Y no parece que sea un consuelo esperar que vuelva otro Renacimiento.

Vivimos bajo el mito del progreso. Paradójicamente, bajo su amparo, acogemos lo que nos destruye: la tolerancia ante los fanáticos, el relativismo cultural, la debilidad frente a los agresores… ¿No será que de manera inconsciente nos dirigimos al suicidio? Si, al final, de nosotros no queda ni el recuerdo, a lo mejor es que no hemos hecho nada para merecerlo.

martes, 2 de diciembre de 2008

El crucifijo y la sensibilidad

Es de sobra conocido que la realidad puede modificarse describiéndola mediante palabras que varían su esencia. En la ciencia política, el fenómeno suele tener un carácter intencionado. Así, los franquistas calificaron al Régimen como democracia orgánica y se justificaron. ¿Y si llevamos al terreno de la neutralidad religiosa un simple problema de sensibilidad?

Ha sido noticia bien reciente, y calificada de atentado a la aconfesionalidad del Estado, la existencia de un crucifijo en un centro de enseñanza. ¿Realmente se trata de un problema de esa índole? Indudablemente lo sería si a los poderes públicos les diese por impedir, en Europa no ha sido inusual, acceder a determinados cargos públicos a los que profesan una concreta religión, o imponer la misa dominical a los soldados de nuestro ejército o establecer cualquier género de discriminación a los fieles al Islam o al budismo.

Admitamos incluso que lo fuese la imposición normativa de un símbolo cristiano en los colegios públicos. Pero, al menos según se ha dicho, aquí no se trata de eso. El problema ha surgido por el hecho de la pervivencia de un simple crucifijo en un aula, probable residuo de los tiempos del franquismo. Nadie había decidido colocarlo, se limitaba a permanecer viejo y solo en un rincón. ¿Quitarlo no es tan traumático como ponerlo? La aconfesionalidad no es un valor abstracto, quiere evitar que ningún ciudadano sufra daños, sobre todo si son gratuitos, como consecuencia de sus sentimientos religiosos. El español no necesita ser cristiano.

Si de lo que se trata es de respetar las creencias de todos, mantengamos una exquisita neutralidad de cara al futuro. Pero en la formación del proceso educativo puede resultar igualmente lesivo, y condicionante para las creencias, observar como determinado símbolo, respetado en el entorno familiar, resulta arrojado del espacio de la convivencia. No hace falta leer a Charles Dickens para darse cuenta que el mayor daño a un niño deriva siempre de las heridas a su mundo de emociones. Además, si de imágenes se trata, ningún país con nuestra historia puede librarse de ellas. ¿Cómo enseñarla sin hacer referencia a la evangelización de América, la Reconquista o la cruzada contra el turco? ¿Nos hacemos todos malgaches para evitar problemas?

Por otra parte, “La libertad guiando al pueblo” de Delacroix, el retrato del Che Guevara, la estatua de la libertad y tantos otros iconos, también el del crucifijo, forman parte de nuestro patrimonio cultural, son Occidente, y a nadie deberían molestar. Es cuestión de pura sensibilidad, hay quienes no la tienen.

martes, 25 de noviembre de 2008

El Rey está desnudo

Forma parte de la cultura occidental un espléndido relato de Andersen en el que nos cuenta cómo dos truhanes se presentaron en la corte simulando ser sastres de unas vestiduras maravillosas, que permitían descubrir a los necios de este mundo, pues sólo las podían ver las personas inteligentes. El Rey, de naturaleza soñadora y que presumía de estar a la moda, les encargó un traje a cambio de una sustanciosa remuneración. No hicieron nada pero, ante el temor de ser tratados como bobos, todo el mundo repetía mecánicamente: -¡Oh, precioso, maravilloso!- Hasta que un niño, incapaz de extrañas sutilezas, a la vista del espectáculo de un señor tan importante en pelotas, soltó un sonoro: “¡El Rey anda desnudo!” y la rechifla fue general.

En España, un importante sector de la prensa parece haber descubierto también la desnudez de nuestro Monarca, y se jacta en contarlo. La verdad es que se entera un poco tarde. Ya antes de la transición, los que militaron en la clandestinidad sabían, sin necesidad de que se los dijese Santiago Carrillo, que el Rey era un producto de Franco, que con su padre parecía realizar un doble juego entre el Régimen y la oposición, y que no destacaba por su nivel cultural ni por sus conocimientos de física cuántica. Sin embargo, es indudable que un país tan franquista, como era el nuestro, no hubiera llegado a la democracia en forma distinta a la monárquica. ¿Cuánto hubiera durado una República?

Además, las funciones estrictamente simbólicas y representativas propias de su cargo encajaron perfectamente con la mejor cualidad de Juan Carlos: la simpatía. Éste es un país que ha rechazado siempre, posiblemente por la envidia, la excesiva inteligencia o brillantez de sus dirigentes políticos. Basta ver la forma en que terminaron estadistas de la talla de Manuel Azaña o Julián Besteiro o, en los último tiempos, el linchamiento público a que fueron sometidos González o Aznar. A nuestro carácter parecen irle mucho mejor las personas que no destacan demasiado, con defectos pero llanas, sobre todo si parecen bonachonas y su vicio son las faldas. Y se dice que el Rey encaja muy bien en ese papel.

Sin embargo, a la larga tus mejores virtudes pueden convertirse en taras. Y no parece muy sensato ir mandando callar a la gente, aunque al pueblo llano pueda resultarle divertido. Tampoco que miembros de su familia se dediquen a contar las maldades de dignatarios extranjeros, sobre todo si del Rey de Marruecos se trata, o a opinar sobre cuestiones complicadas de alta política; la verdad es que es un terreno peligroso. No obstante, por ahora, por la cuenta que nos trae, y sobre todo dada la catadura de quienes pretenden sustituirla, si la familia real está desnuda más valdría que todos corramos a taparla.

martes, 18 de noviembre de 2008

La luz del robot

En la construcción de la abadía real de Saint Denis, se siguieron las indicaciones del abate Suger para quien sólo podemos llegar a comprender la belleza absoluta, que es Dios, a través del efecto de las cosas bellas y preciosas sobre nuestros sentidos. Por eso, como explica Georges Duby, pidió a los canteros que utilizaran todas las fórmulas de su oficio para "vaciar los muros de la catedral hasta anularlos, para reducir el edificio a simples nervaduras a fin de que la luz se expandiera por su interior sin interrupción...mediante los prodigios de la vidriera”, y se inició así el arte gótico.

Con la secularización, el hombre sigue queriendo librarse de las tinieblas. Pero su empeño pierde las características religiosas y mágicas que hasta entonces tenía. El optimismo de la época glorifica el saber, creyendo que la miseria constituye un simple producto de la ignorancia. La confianza en las capacidades del hombre diviniza una idea, la del "progreso", que consagra una nueva Roma, la del desarrollo ilimitado de la ciencia y el bienestar. Así, el marqués de Condorcet, alistado en las filas revolucionarias de la Gironda, llegó a sostener que la inmortalidad no era un sueño. Los espíritus y fantasmas que habían hechizado el mundo se ocultan, se pensó que para siempre. Bastaba con “luz y más luz”.

El avance ha sido meteórico, estamos al principio del siglo XXI, y a veces podría dar la sensación de que nos hallamos en el umbral de una nueva era. La conquista de las estrellas, los misterios de nuestro origen, la inteligencia artificial complementando, sustituyendo incluso, la nuestra…Todo parece posible, se diría que la prehistoria es ahora cuando está terminando. Los cambios que se vienen sucediendo a escala planetaria en los últimos tiempos hacen recordar la idea, que expresaron los insurgentes del siglo XIX, de que estaba por llegar una definitiva revolución, que sería la última. Sea la última o no, lo cierto es que los occidentales estamos aprendiendo a vivir al borde del vértigo, dadas las mutaciones que en forma acelerada está experimentando nuestra existencia. Pero si el objetivo era el desarrollo indefinido, una vez conseguido, ¿será necesario pensar?
Recientemente, uno de los mayores expertos en ingeniería robótica se ha atrevido a profetizar que, en el espacio de pocos años, los seres humanos seremos indistinguibles de los robots. Es posible, a veces lo ha señalado Fukuyama, que nuestro destino sea evolucionar hacia una especie distinta, que habría conseguido la realización de un mítico sueño: el de la desaparición de la angustia y de la enfermedad. Pero, ¿quién nos programará? Si la libertad supone la pérdida de la felicidad, la evolución optará por el mundo artificial, y el sueño del hombre desaparecerá.

martes, 11 de noviembre de 2008

Senderos que se bifurcan

Para Borges, en “El jardín de los senderos que se bifurcan, el hombre no sigue un camino único. Puede interpretar a la vez el papel de asesino, asesinado y testigo del hecho; mientras juzga puede ser juzgado, es capaz de amar y matar al objeto de su pasión. Todo esto, y mucho más, puede hacerlo al mismo tiempo, sólo que en espacios distintos. Al actuar, se nos abren miles de perspectivas y no es verdad que elijamos una, las tomamos todas. Sólo que somos conscientes únicamente de la que en cada caso vivimos, lo que viene a coincidir con las últimas teorías de la física, según las cuales el Big Bang no habría sido un episodio insólito en la historia de la materia, todo lo contrario, el número de universos paralelos sería infinito.

Si es así, podríamos aventurar un juego: supongamos que exista otro lugar del universo en el que el día 15 de junio de 1977 no se hubieran desarrollado en España las primeras elecciones democráticas. Habría sido la fecha de la proclamación en nuestro país de la Dictadura del proletariado. La propiedad privada de los medios de producción eliminada, y el Partido Comunista instituido como partido único. ¿Qué habría pasado con nuestros actuales dirigentes políticos? En esencia, nada.

Pepiño Blanco, portavoz del Soviet Supremo, todos los días nos recordaría las bondades del sistema, y nos prevendría contra las perfidias del capitalismo y de la tramposa socialdemocracia. Javier Arenas, que dirigiría una fracción minoritaria, respetuosa con las líneas maestras del poder, estaría conspirando, ciertamente con un salero poco ortodoxo, con los elementos desplazados de la última purga. Ibarretxe también tendría su papel: desde la presidencia del soviet de las nacionalidades, expresaría un discurso duro, estalinista, lleno de improperios contra las degeneraciones pequeño burguesas de los autonomismos.

Finalmente, Zapatero, secretario general del Partido, se habría convertido en la mejor expresión del lado humano del comunismo, aun cuando los insidiosos bromeasen con su carencia de nivel marxista. Todo habría cambiado, pero ciertamente todo seguiría igual, y no digamos para un pueblo encantado de haberse librado de los horrores del mercado y con la convicción de hallarse en el mejor de los mundos, a diferencia del resto de los países de Occidente sometidos a los dictados de los Estados Unidos. La prensa estaría controlada desde arriba, ciertamente, pero la verdad que en eso la diferencia sería todavía menor.

¿Y los viejos militantes del PC acostumbrados a las cárceles del franquismo? ¡Vaya por Dios! Seguirían en prisión, sólo que ahora por desviación derechista. Es lo que le pasa a la gente honesta.

martes, 4 de noviembre de 2008

Ser como Dioses

Al parecer, animada por el buen despegue de la sonda lunar Chandarayaan-1, la Organización India de Investigación Espacial proyecta ahora una misión tripulada a nuestro satélite. Ya no es sólo el mundo occidental, la India y China están a punto de conquistar las estrellas. Sería el resultado final de la revolución técnica que se inicia en el siglo XIX, y que quiso dar respuesta en sentido afirmativo a una pregunta que ha acompañado a la humanidad desde el inicio de los tiempos: ¿es legítimo transmitir el saber? Ya no hay dudas, de ello depende un progreso que hay que conseguir al precio que sea.

No siempre ha sido así, todo lo contrario. Por ejemplo, la masonería puso de relieve un pasaje del Evangelio de San Mateo (7,6) según el cual Jesucristo habría afirmado: "No deis a los perros las cosas santas. Ni arrojéis vuestras perlas ante los puercos, no sea que las huellen con sus pies, y volviéndose contra vosotros os despedacen". Tales palabras podían entenderse como una seria advertencia frente a la generalización de la sabiduría, y de hecho así fueron interpretadas. El conocimiento de las reglas de la naturaleza estaría limitado a un pequeño número de elegidos que podían percibir en ellas el plan del Creador, pero si se difundiesen se correría el riesgo, experimentado al inicio de los tiempos, de que el hombre quisiera equipararse a Dios. Más valdría por tanto mantenerlas ocultas.

El temor a la extensión del conocimiento ha acompañado a los hombres a todo lo largo de su historia. Durante mucho tiempo se creyó en la existencia de "libros condenados", que contendrían todos los saberes y que sería más prudente limitar a "iniciados" que los transmitirían de generación en generación, evitando que la inmensa masa de los ignorantes accediera a ellos.

Existe un miedo lógico: el de no poder controlar las fuerzas de un universo inmisericorde. El hombre sería como un niño que juega con peligrosos instrumentos que ni conoce, ni es capaz correctamente de dominar. Y es tan poderosa la naturaleza que más valdría no despertarla; que no se fije demasiado en nosotros, no se vaya a vengar. Algunos sabios se encontrarían lo suficientemente preparados como para intentar descorrer los velos de lo desconocido, pero los riesgos serían tan grandes que más valdría que lo descubierto se mantuviera en secreto, lejos de una mayoría cuya irresponsabilidad podría hacernos a todos peligrar. Chernobil, Hiroshima y Nagasaki serían los mejores ejemplos.

Si los rosacruces se hubieran enterado de que Pakistán, con el nivel cultural de su población, poseía la bomba atómica creerían que nos habíamos vuelto locos, y tendrían razón.


martes, 28 de octubre de 2008

Deir El-Bahari y Lorca

En 1888, la comunidad científica internacional quedó impactada por la noticia de que el egiptólogo Emil Brugsch-Bey había descubierto en Deir el-Bahari una gruta en la que reposaban las momias de cuarenta faraones, entre ellas, las de Amenofis I, Tutmosis II y Ramses II, llamado el Grande. No se trataba de una pirámide, tampoco de una de las magníficas tumbas del Valle de los Reyes. Era un simple refugio entre rocas, en el que los sacerdotes del antiguo Egipto habían escondido los cuerpos de sus señores ante el saqueo generalizado que venían sufriendo. El traslado habría tenido lugar en la época del faraón Siamón (979-969 a.c).

Ya no se trataba de salvar sus tesoros ni una espléndida arquitectura, pues hasta sus lienzos funerarios habían sido maltratados a la busca de oro y joyas. Lo único que cabía hacer era proteger sus cuerpos para el día del Juicio. Así, durante cerca de tres mil años, vivieron un sueño de eternidad que la curiosidad occidental rompió cuando los envió al museo de El Cairo, donde ciertamente vuelven a ser profanados por la morbosa mirada de unos turistas, que se deleitan ante el espanto de la descomposición de los grandes, y no se dan cuenta que están contemplando la representación de Dios.

La muerte es siempre un fracaso, por eso las tumbas lo ocultan. Lo importante es el símbolo del hombre que guardan. Sus restos son sagrados, no deben verse por elementales razones de pudor. Nadie aceptaría que otros hurgasen en lo que ha quedado de su alma. El autor de “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” era un poeta, un soñador genial. Cuando lo mataron”¡eran las cinco en todos los relojes!”Así quedó para toda la eternidad. Su cementerio es un magnífico parque destinado a reflexionar sobre el hombre que fue y sobre la estulticia y el odio de sus contemporáneos. Desde luego, es legítimo que los familiares de sus compañeros quieran velar también su recuerdo. Pero su calavera, la de todos ellos, forma parte de lo más profundo de la intimidad, y a nadie debe interesar.

En la historia de la novela occidental ha existido siempre la figura del profanador de tumbas. A veces tenía una motivación económica, lucrarse con los objetos depositados; otras científica, destinar cadáveres a la investigación. Pero la más literaria siempre fue la de quienes lo practicaban por puro y simple placer: el morboso de enfrentarse con el horror. Sería lamentable que una finalidad de esta clase pudiese legitimar la búsqueda de García Lorca. Además, todo es absurdo porque, aunque lo encontrasen, el poeta ya no estaría allí. Está en un reino que no puede ser comprendido por los necios: el de los sueños. Nadie debería sacarlo de allí.

martes, 21 de octubre de 2008

Jesucristo y Dostoyevski

Dostoyevski en Los hermanos Karamazov introduce un espléndido relato que sitúa en España, “en Sevilla para más exactitud”, en el momento en que Cristo decide visitar “a sus hijos precisamente en los mismos lugares donde arden las hogueras encendidas para los herejes”. Es reconocido e inmediatamente arrestado. Durante la noche, el Gran Inquisidor le anuncia: “Mañana has de ver a ese obediente y ciego rebaño precipitándose, al primer signo de mi mano, a arrojar leña en la hoguera donde arderás por orden mía, por haber venido a estorbarnos. Porque si alguien merece estas llamas nuestras eres Tú. Haré que te quemen. Dixi”.

No es que molestara a los poderes establecidos, que también, lo esencial es que turbaba la tranquilidad de un pueblo que deseaba que le dejaran en paz. Dostoyevski situaba la escena en el siglo XVI, podía haberlo hecho perfectamente en los tiempos actuales. La religión se ha transformado en un fenómeno pagano, basta con observar el espectáculo de la denominada “semana santa”: disputa de cofradías por la preeminencia, procesiones con autoridades de chaqué y bastón de mando, cortejos de mujeres con peineta luciendo el palmito detrás de las imágenes… Ridículo si no fuera bien triste.

Mientras el cristianismo se mantenga como espectáculo, destinado a satisfacer las necesidades de diversión de las masas o el fomento del turismo, no tendrá ningún problema. Todo lo contrario, la rivalidad pueblerina se preocupará muy mucho de que la Esperanza Macarena no quede por debajo de la de Triana o que Málaga no se vea desplazada injustamente por Sevilla, faltaría más…El problema es que, entre unas cosas y otras, se estará destruyendo todo lo que de auténtico existía en el espíritu religioso.

El historiador François Guizot, ministro de Luis Felipe, señaló que la civilización europea no podía entenderse sin el cristianismo. Es lógico si se tiene en cuenta que, como dice Pierre Chaunu, nuestro mundo conceptual parte de la convicción de un tiempo lineal: producto revolucionario de la Biblia que rompe con la idea cíclica del eterno retorno. A partir de esta constatación, la de que hay un principio y un final, es posible soñar con un universo ideal, pues estamos capacitados para transformar el actual si no nos gusta. La acción política irá dirigida entonces al perfeccionamiento humano, a la búsqueda de la justicia y de la bondad. La España de hoy no tiene, en cambio, otra aspiración que la felicidad sin sobresaltos, la quietud. Mientras sea así, y el Poder esté en condiciones de proporcionarla, los salvadores irán siempre a la hoguera.















martes, 7 de octubre de 2008

La elección del constitucional

No ha sido infrecuente en la literatura jurídica preguntarse quiénes han sido los mejores jueces de de la historia norteamericana. Había mucho dónde elegir: John Marshall, Oliver Wendell Holmes, Benjamín Nathan Cardozo, James Kent…Todos ellos marcaron una espléndida época, la de la racionalidad en el Derecho. Y es que las elaboraciones de la Court Supreme de los Estados Unidos constituyen un magnífico ejemplo de cómo los tribunales pueden moldear una sociedad, Sus resoluciones transforman la realidad, la recrean a la medida de sus creencias. La belleza de sus planteamientos, incluso su perfección estilística, ha sido determinantes en la consolidación de sociedades libres y justas.

Los buenos jueces, en EEUU y en Europa, no sólo dominaban el Derecho, lo expresaban con tal claridad que los novelistas decían inspirarse en la lectura de sus sentencias: modelo de inteligencia y concisión. La leyenda, que siempre busca ejemplos hermosos, dice que la Comedia humana no hubiera sido posible sin ellas ¿Cómo encontrar personas así? En un primer momento se pensó que lo esencial era garantizar su honestidad, se planteaba como una cuestión moral. ¿Qué indivi¬duos estaban capacitados, por su bondad o sabidu¬ría, para impartir justicia?

Posteriormen¬te, el juicio moral se vio sustituido por el técnico. El conoci¬miento de la norma garantizaría la resolución del caso con arreglo a derecho. La eficacia de los tribunales, medida en términos de capacidad de sus miembros, es lo que les otorgaría el prestigio y credibilidad necesarios para su funcionamiento. Elegir a los Jueces se convertía así en un problema técnico, pues se trataba de buscar especialistas en derecho. Es verdad que aparecerán siempre factores ideológicos, y con mayor razón en un Tribunal como el Constitucional, en el que expresamente deben tenerse en cuenta pues el texto fundamental no puede entenderse sin un orden de valores.

Sin embargo, nadie con un mínimo de sensatez negará que lo decisivo debe ser el conocimiento. Hace bien pocos días en España las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas han procedido a presentar al Senado sus candidatos al Constitucional…Basta con leer sus nombres, se ha optado por hombres seguros y de fidelidad probada, su sabiduría no parece muy acreditada... Habría que recordar que Jean Cocteau afirmó que él no pertenecería a ningún partido porque correría el riesgo de perder su alma libre. A veces, los hombres así son necesarios, es su problema si la pierden, pero desde luego más valdría que se situaran lejos de la función de juzgar: sin imparcialidad no hay justicia.

martes, 30 de septiembre de 2008

El gran fraude

La civilización occidental, por lo menos a partir de la Revolución francesa, no podría entenderse sin la consagración de la libertad de expresión. Un “robusto y desinhibido debate”, en palabras del Tribunal Supremo norteamericano, será la condición necesaria para un pueblo libre. Su defensa vino rodeada además de estética, basta comprobar la forma en que lo hace Alexander Meiklejohn: “Cualesquiera que puedan ser las inmediatas ganancias y pérdidas, los peligros para nuestra seguridad provenientes de la represión política son siempre más grandes que los derivados de la libertad. La represión es siempre torpe. La libertad siempre sabia…”.

La censura resulta ineficaz, ¿para qué? No es necesario desechar ningún pensamiento, por malvado o incorrecto que pudiere parecer. Si se le somete a las leyes del mercado, que también rige en el terreno de las ideas, será éste el que terminará indicando cuáles son los que merecen rechazo social y no pueden mantenerse. Es muy simple: Mediante el intercambio de opiniones los hombres se proporcionan información y, al final, la verdad terminará por imponerse sobre el error. Una conclusión optimista, de orígenes claramente puritanos, que no puede sostenerse más que sobre la certeza de que Dios no abandonará a los suyos. Y es que el universo cristiano, su mundo de valores, ha impregnado la cultura occidental hasta en sus manifestaciones consideradas más laicas y de progreso. Sea como fuere, gracias a ello, la ciencia y la investigación están a punto de conquistar las estrellas. Ya no hay vuelta atrás, sería imposible por la multiplicidad de canales de comunicación.

Sin embargo, esas libertades han traído otras consecuencias no tan positivas: Como advertía Suart Milll, la disminución de la originalidad está siendo el resultado más claro del progreso. La pérdida de la individualidad no es más que la consecuencia de la imposibilidad de mantener reductos reservados, cerrados a la posibilidad de conocimiento. Lo que ocurra en la esfera pública, en la que se incluye todo lo que tenga interés por íntimo que pudiera ser, va a ser conocido por la ciudadanía. Y si antes podías terminar en la cárcel, lo que no dejaba de ser un honor, por tu heterodoxia, ahora el riesgo es mucho mayor: la exclusión social. Si hasta la forma de amar es condicionada por la televisión, dejarás de tener una existencia diferenciada. Para los puritanos el secreto era pecaminoso, y utilizando los argumentos del pensamiento liberal consiguieron sacarlo a la luz del sol. Pero si todos somos ya iguales, ¿para qué la libertad?

lunes, 22 de septiembre de 2008

El Partido único español

Los partidos nacieron como un instrumento para facilitar la expresión de las ideologías contendientes, hacer propaganda de las mismas y movilizar al electorado con el objetivo de conseguir la mayoría en las Cámaras. Constituyen un fenómeno de los siglos XIX y XX íntimamente ligado a sus convulsiones revolucionarias; empezaron a tener sentido cuando hubo lucha política que desarrollar. En Occidente puede decirse que ya no existen, salvo grupos marginales carentes de presencia real, cómo va a haberlos cuando la propia Unión Soviética ha claudicado. ¿Qué diferencia sustancial hay entre un socialista y un demócrata cristiano en Alemania, o entre un laborista y un conservador en Gran Bretaña?

Podría deducirse que estas organizaciones han retornado a su primitivo carácter de grupos dirigidos exclusivamente a la obtención de poder e influencia. Los partidos actuales se han hecho intercambiables, incluso en sociedades caracterizadas desde siempre por su radicalización. Así, en España sería lícito sospechar que el Partido Popular hace tiempo ya que se ha rendido. Se suele decir que éste es un país de izquierdas, y lo demostraría la dificultad que tienen las fuerzas denominadas conservadoras para conseguir el triunfo electoral. Curiosamente, la reacción del PP no ha sido nunca la de combatir esta tendencia, lo que ha hecho es intentar adaptarse a ella. Habrán pensado que si para ganar hay que ser más avanzados que nadie, y renegar de los “señoritos”, deben ser los primeros en hacerlo.

Da la impresión de que se parte del temor de que la mayoría del electorado rechaza a priori los planteamientos intelectuales de fondo que caracterizaban a un partido de derechas. En consecuencia, los argumentos considerados progresistas no se discuten; la crítica se limitaría a incidir sobre la eficacia o competencia de la gestión gubernamental. La ideología habría desaparecido, sólo existiría administración…Una paradoja cuando, de manera callada, sin estridencias y sin formularse teóricamente, estamos viviendo en Europa, en España también, una auténtica revolución cultural. Todo se esta transformando: el concepto tradicional de familia, las relaciones Iglesia-Estado, la supervivencia de la Nación, el papel de los extranjeros en las sociedades de acogida, las técnicas de representación…

No obstante, parece como si lo “políticamente correcto” impidiera formular alternativas. Como todo lo nuevo se reviste de etiquetas humanitarias, recibe en la práctica un consenso unánime.

Es evidente que el modelo económico no se pone en cuestión, el Estado del Bienestar representaría la síntesis final de una lucha de siglos dirigida a combinar propiedad con igualdad. Pero la política no es sólo economía, aunque así lo pretendiera el mecanicismo marxista. Sin embargo, si lo único que interesa es la conquista de parcelas de poder personal, lo prudente es no remover demasiado las cosas, tampoco a nivel ideológico. El PSOE se estaría así convirtiendo, dentro de un mismo partido de orden, en su ala alegre dirigida a obtener mayores grados de liberación personal, y el PP en la triste que, sin atreverse a negar las pretensiones de la otra, refunfuña un poco sin manifestar una contundente oposición. Puede ser peligroso negarle a la gente su parcela de diversión…

Es verdad que, a cambio de la conformidad, los partidarios de unas y otras formaciones suelen dedicarse al insulto y la descalificación, pero en España eso es completamente normal: nuestra tradicional falta de estilo cuando lo que está en juego es el interés y la vanidad. Prescindiendo de esto, al fin y al cabo una incidencia, la lucha ideológica puede considerarse finiquitada. ¿Quién sigue ya las sesiones parlamentarias o, incluso, las tertulias radiofónicas que tanta expectación levantaban hasta tiempos relativamente recientes? La política no interesa, es evidente, pero gran parte de la responsabilidad se encuentra en las propias formaciones partidarias, que eluden cualquier intento de contradicción del modelo social que entre todos vienen construyendo.

A lo mejor es que, sin que algunos nos hubiéramos dado cuenta, se habría alcanzado ya el denostado “fin de la historia”. Mal asunto sería, pues los que se opusieren, más pronto que tarde, se convertirían en simples enfermos, y la verdad ponerse en manos de un psiquiatra producto híbrido del PSOE y el PP se nos antoja escasamente deseable.




lunes, 8 de septiembre de 2008

Causa general

Por desgracia, en este país es muy difícil encontrar grandeza moral, por lo menos la que demostró Manuel Azaña cuando en discurso pronunciado el 18 de julio de 1938, es decir, en plena Guerra Civil, pidió a todos sus compatriotas que pensaran en los muertos: “que ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón". Quienes albergaban, en medio del fanatismo y el horror, sentimientos de esta índole no merecían haber perdido. En plena lucha, rodeados de odio y horror, eran todavía capaces de pedir perdón, quienes les derrotaron desde luego no.

Sin embargo, han pasado cerca de setenta años. Todo lo que ocurrió forma parte de la historia, y en ella los hombres constituyen simples accidentes de un entramado global, pues desgraciadamente su rostro se ha desvanecido. Prácticamente, no quedan ni verdugos ni víctimas, y en los excepcionales casos en que todavía pudieran determinarse ¿cómo podría intervenir el Derecho? No se trata ya de la necesidad de mantener garantías elementales de un Estado civilizado, como el instituto de la prescripción o el principio de legalidad penal, es que sería imposible el desarrollo de cualquier procedimiento jurídico cuando ha desaparecido la más mínima inmediación a los hechos. Ya no podría buscarse una verdad en derecho basada en pruebas susceptibles de ser constatadas más allá de toda duda razonable.

El juicio final sobre lo realmente ocurrido pertenece únicamente a la Historia, pero entonces ¿qué pretende Garzón con sus diligencias? No parece muy sensato llevar a los tribunales las contiendas ideológicas; sería absurdo confundir la responsabilidad moral o política con la jurídica, que sólo puede determinarse mediante técnicas de esa clase, depuradas a través de un trabajo de siglos. Todavía más disparatado sería convertir el proceso en un circo por la simple razón de que lo estaríamos dejando en manos de charlatanes. En este país siempre hemos sido muy dados a las ejecuciones públicas sancionadas por el sacrosanto dedo del Inquisidor, pero eso queda fuera del ordenamiento jurídico, al menos de uno que se pretenda mínimamente moderno.

A estas alturas, lo único que podría reconocerse, como ha señalado un conocido hispanista, es que a veces España sólo inspira vergüenza. Da la impresión de que en el fondo todos quisieron ir a la guerra. Muchos años después de la misma, el bondadoso cardenal Vicente Enrique y Tarancón recordaría: “Creo que llegamos todos a convencernos de que el problema no tenía solución sin un enfrentamiento en la calle. Durante meses creo que toda España estaba a la espera de lo que iba a ocurrir. Media España estaba contra la otra media, sin posibilidad de diálogo. Habían de ser las armas las que dijesen la última palabra…Lo cierto es –hay que confesarlo con honradez- que todos confiábamos entonces en la violencia y juzgábamos que ésta era indispensable, echando, claro está, la culpa a los otros”.

En cualquier caso, los republicanos que se opusieron al Alzamiento defendieron la separación de la Iglesia y el Estado, la esencial igualdad de los hombres así como un orden social justo que mejorase la suerte de la clase obrera y eliminase la miseria en el campo, la liberación de la mujer, la generalización de la cultura y la enseñanza y la identificación con los países más próximos de la Europa occidental. El discurso ideológico de los sublevados era, en cambio, exclusivamente defensivo: la conservación de la “España eterna”. A la altura del siglo XXI, ¿es posible dudar entre ambos modelos? Desde luego no, al menos desde la estética. En este aspecto, el de la belleza de las formas, los sublevados no pudieron competir jamás con los republicanos.

En el terreno de las palabras, la inteligencia y la sensibilidad, su victoria fue indudable. Sin embargo, perdieron la guerra, y muchos de ellos fueron objeto de crimen y persecución. Desgraciadamente, sus verdugos no fueron nunca castigados. Pero ya no es racionalmente posible que intervenga el derecho, dejemos todo, entonces, en manos del tranquilo trabajo de los investigadores. Parece, al menos, más sensato.










domingo, 2 de marzo de 2008

La Justicia en poder de los bárbaros

Una sociedad que se complace morbosamente en los aspectos más sórdidos de un delito está enferma, busca su diversión antes que la reparación del daño realizado.Todo lo que está ocurriendo últimamente en relación con la justicia inspira vergüenza. Así no se puede seguir, de ello son responsables no solamente los funcionarios judiciales que se equivocan y los políticos incapaces de asegurar su buena administración. La mala educación de la ciudadanía y unos medios de comunicación irresponsables contribuyen también, y lo hacen en buena medida. Las ejecuciones públicas, tan propias de la Edad Media, han reaparecido en Occidente. Parece que las hogueras en la plaza pública siguen conservando un enorme poder de seducción. Antes los pecadores estaban condenados a llevar los “sambenitos” impuestos por la Inquisición, ahora basta con someterlos al vigilante ojo de la prensa.

Decía W. Schivelbusch que “el miedo a ser derrotados y destruidos por hordas bárbaras es tan viejo como la historia de la civilización. Imágenes de desertización, de jardines saqueados por nómadas y de edificios en ruinas en los que pastan los rebaños son recurrentes en la literatura de la decadencia, desde la antigüedad hasta nuestros días”. La verdad es que no ha habido que esperar mucho, están ya aquí. Si hay algo que lo demuestra con evidencia es la generalización de la estupidez, lo que los antiguos llamaban las tinieblas, y sobre todo la crueldad.

En un fascinante trabajo, de muy reciente publicación en España, con el título “Los bárbaros. Ensayo sobre las mutaciones”, Alessandro Baricco coincide en que los mismos se han apoderado ya de nuestra civilización. No se trata de los viejos, y desde luego ya achacosos germanos situados en las fronteras del Imperio, tampoco de los integristas musulmanes del presente cuyo desprecio hacia la inmoralidad y “afeminamiento de Occidente” les puede haber impulsado a reducirnos al fin a cenizas. No, los bárbaros son ahora nuestras propias masas que decididas a ocupar todos los instrumentos de poder, aún los más prestigiosos, los vulgarizan mediante su comercialización y les hacen perder su esencia.

Poco a poco se van apoderando de las instituciones clave del aparato estatal. Ya lo han hecho en la Justicia, desde el momento en que sus decisiones dejan de estar en manos de los técnicos para confiarse al más “democrático” veredicto de las masas, lo que es tanto como decir de la televisión. El proceso penal fue concebido como una creación de la razón, nunca como un espectáculo teatral, pero la activa presencia de los medios de comunicación puede haber cambiado todo. Da la impresión de que el interés de la información de tribunales depende no tanto de la exacta reproducción de la realidad cuanto de su capacidad para suscitar la atención del público. Es verdad que los periodistas compiten en un mercado sujeto a estrictos criterios de audiencia, triunfando el que se lee y, sobre todo, el que se oye o ve más.

Pero el riesgo se encuentra, entonces, en la tentación de ofrecer los hechos en la forma más vendible, es decir, la más atractiva. Lo que ocurre es que, si lo admitimos, se estará dejando de informar. Además, la obsesión por vender degrada no sólo a los afectados por la noticia, sobre todo al público en general. Serán los aspectos más morbosos de la realidad los que inspiren interés. ¿Por qué los crímenes sexuales apasionan tanto? Probablemente habría que recurrir a Freud para explicarlo. Sin necesidad de hacerlo, es posible constatar que el hombre normal sigue todavía en el “estado de naturaleza”, es cruel y se regodea con la humillación de los culpables. Criticamos a algunos países islámicos por proceder a la decapitación, a veces ahorcamiento, público de los delincuentes. Nosotros hacemos lo mismo, sólo que en forma más sofisticada utilizando el Internet.

El mercado de la noticia se rige por criterios de simplificación. Lo que más vende es lo que se puede entender, por ello los matices tienden a disfrazarse o desaparecer. A la larga, quizá resulte mucho más interesante adornar la realidad que contarla. Pero, en ese caso, no se habrá entendido nada y todo marchará igual. Da la impresión, además, que de lo que se trata en este momento es de buscar a toda costa un culpable. Desde luego el que tiene todas las cartas es un determinado Juez, y a lo mejor lo merece. Pero es el sistema en su conjunto el que ha fallado. Y, sobre todo, lo que inspira pura y simplemente asco es que los tribunales se hayan convertido en un circo destinado a entontecer al público. ¡Siglos de lucha por la racionalidad en la justicia para llegar a esto!