jueves, 22 de febrero de 2018

Historias falsas ABC de Sevilla




Decía Jean Paul Sartre que todas las historias son falsas, pues sirven para dar explicación con un principio y un final a hechos que, al producirse, son susceptibles de ser interpretados en múltiples formas. En cambio, uno elige la que más puede convenir a sus intereses. Hacerse dueño del relato, como en cursi forma se dice hoy día, se ha convertido en un elemento de primera magnitud en la lucha política. Los movimientos subversivos son tan conscientes que pretenden apoderarse no sólo de la historia sino del mismo lenguaje. A  los verdugos se les hace pasar  por víctimas y  a las víctimas por verdugos, con lo que ninguna comunicación es posible desde que las palabras pierden su exacto significado. El problema reside en que las historias falsas se montan siempre contra alguien. En España esto lo estamos viviendo, en forma bien intensa, con respecto a la explicación que los independentistas catalanes dan sobre los hechos del pasado 1 de octubre.

El relato que han construido es bien simple: las fuerzas policiales del estado español habrían actuado con una violencia desproporcionada que originó centenares de heridos, y que dicen que no pueden perdonar ni olvidar. Para mayor gravedad, habría sido ejercida contra pacíficos ciudadanos que simplemente querían ejercer su legítimo derecho a votar. La sesgada cobertura que dieron medios televisivos de Cataluña, esencialmente de TV3, contribuyó a difundir tal interpretación con lo que nos colocan desde el principio en una posición defensiva a la hora de razonar. Habría que contestar tajantemente que se trata de afirmaciones falsas de toda falsedad, el Estado lo que hizo es reaccionar contra un intento preconcebido de rebelión, conspiración para la rebelión o sedición, la exacta calificación jurídica la harán los tribunales de justicia, que pretendía pronunciarse sobre la unidad del estado español, por medio de un referéndum, lo que estaba radicalmente prohibido. Todos eran conscientes de ello, no sólo por el hecho elemental de que la Generalitat catalana carecía de competencias para cualquier convocatoria en ese sentido sino porque los tribunales de justicia, en particular y por su relevancia el Tribunal constitucional, así lo habían advertido una y otra vez.

El relato independentista ha triunfado en tal forma que torpemente las fuerzas constitucionalistas, cuando son interrogadas sobre el tema, eluden tratarlo. En ocasiones se refugian en la idea de que hubo un fracaso de gestión, nos limitamos a citar el ejemplo de Inés Arrimadas en entrevista en TV3. Puede haberse dado o no un fracaso en ese aspecto, pero lo que es indudable es que la policía española actuó en la misma forma en que lo hubiera hecho cualquier otra. De manera mucho más proporcionada incluso que las desarrolladas en represión de los distintos altercados ocasionados por las cumbres del G8. No es posible olvidar que el 1 de octubre se produjo un asalto al orden constitucional, y al efecto nos limitaremos a señalar lo siguiente:

Primero.- De manera bien expresa, el artículo 2 de la CE señala que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…”. Organizar, entonces,  un referéndum de autodeterminación en cualquier parte del Estado vulnera radicalmente nuestro ordenamiento jurídico. Así lo había aclarado, con ocasión del procés, en distintas ocasiones nuestro Tribunal Constitucional.

Segundo.- El Estado tiene, como nota característica de su soberanía, el monopolio del uso de la  fuerza. Y si un individuo, organización política, o incluso elementos integrados en su propia estructura territorial, pretendiesen la fragmentación de dicha unidad, fuera de los cauces establecidos por el ordenamiento jurídico, nos encontraríamos ante una grave vulneración constitucional que sería elemental reprimir, estaría en juego la existencia del propio Estado.

Tercero.- El que desobedece a la autoridad cuando actúa en el ejercicio de sus funciones incurre en una infracción tipificada penalmente, que el aparato estatal debe reprimir. Ciertamente, la reacción debe ser proporcionada; y no se puede tratar en la misma forma a Mahatma Gandhi cuando ayunaba en protesta por la discriminación sufrida por su pueblo que a una muchedumbre organizada que pretende enfrentarse con las instituciones establecidas.

Cuarto.- Cuando la desobediencia no es meramente pasiva, y se impide la actuación policial, nos encontramos ante una resistencia activa que merece la calificación de violencia: tractores en los centros de voto, vallas,  multitudes en las puertas… Eso fue lo que ocurrió en Cataluña, y es falso afirmar que las personas convocadas iban a expresar su voto. Muchas de ellas fueron utilizadas para resistirse a la policía, y emplear violencia contra la que legítimamente podían utilizar los agentes. La guardia civil y la policía nacional se encontraron ante un movimiento organizado de rebelión; y ninguna democracia avanzada puede tolerarla, pues su resultado supondría siempre el triunfo de una dictadura carente de legitimidad.


        







¿Délito político? El Mundo




Anna Gabriel está siendo investigada no por sus ideas sino por su conducta. De lo que se trata es de determinar si participó en un movimiento tendente a modificar fuera de las vías legítimas un orden constitucional de carácter democrático. Si lo hizo, su delito tendría el mismo carácter político que el del teniente coronel Tejero. Y a nadie, en la Europa civilizada, se le ocurriría calificar en forma benevolente su actividad. Con respecto a su incomparecencia, y refugio en Ginebra, leo en noticias de agencia que “Suiza advierte que no autorizará una extradición por delitos políticos”. Si fuera verdad, el portavoz que lo ha dicho no tiene la menor idea de lo que se considera, hoy día,  un delito de esa naturaleza.

Una ignorancia así es de enorme gravedad cuando la precisión del concepto se ha venido realizando ya desde el siglo XIX. Surge con las revoluciones burguesas, cuando el Antiguo Régimen intenta eliminar a los rebeldes que se oponían a las arbitrariedades del absolutismo. En un principio, el descrédito de la “reacción” inspiró un tratamiento comprensivo hacia los “delincuentes” de ese género. Así, todos los delitos que atentasen a la estructura constitucional de un estado serían políticos; y a sus autores se les protegía de la extradición en tanto se partía de la idea de que era la forma del estado lo que originaba su conducta, en otro régimen, se sobreentendía más humano y liberal, no se habría colocado fuera del sistema.

Personalidades como la de Garibaldi no podían ser analizadas más que desde la simpatía, con independencia de que fuese capaz de tomar las armas contra los austriacos. Y no digamos los “liberadores” sudamericanos en lucha contra la España de las hogueras, como nos calificaba Jules Michelet. Así, Simón Bolívar, San Martín o Francisco Miranda fueron caudillos revolucionarios,  utilizaron la violencia como instrumento de lucha, la reivindicaron. Merecieron, sin embargo, la calificación de delincuentes políticos porque en el imaginario “progresista” de la época, todos los medios eran legítimos cuando se trataba de luchar contra el opresor. Y los españoles lo éramos claramente. Tal entendimiento llegó a impregnar la ciencia penal de finales del siglo XIX.

La cuestión cambió cuando la rebeldía dejó de ser protagonizada por románticos idealistas, compañeros de clase social de los defensores del sistema, y apareció la violencia anarquista o, tras la Comuna de 1870, la que revestía carácter comunista. Angiolillo o Malatesta no podían considerarse seres honorables desde el mismo momento que se valían del terror para conseguir sus objetivos. Se realizó entonces todo un esfuerzo doctrinal para distinguir la delincuencia de pensamiento de la de acción, y sólo la primera merecería la protección de la sociedad civilizada. Así, sería preciso indicar lo siguiente:

Primero.-Sólo es posible hablar de delito político con respecto a Estados que no comparten los valores de la primacía del derecho, la separación de poderes y el respeto a los derechos individuales. Es decir, los que están fuera del marco occidental. Caso contrario, estaríamos favoreciendo a los golpistas, fascistas y totalitarios.

Segundo.-La rebelión, la conspiración para la rebelión y la sedición contra un Estado de derecho no son delitos políticos a no ser que permanezcan en el abstracto mundo de las ideas y no lleguen a materializarse. Y eso es una cuestión que corresponde determinar a los jueces competentes, bajo la premisa de que en España un juez que condenase en base a ideas estaría cometiendo un delito de prevaricación.

Tercero.-Una cosa es un delito político y otra, muy distinta, un delito con dicha motivación. Se puede robar, estafar o matar para favorecer determinado movimiento, ejemplo clásico es de la recaudación de dinero para una organización terrorista, y, sin embargo, sería absurdo considerar que se trata de un delito político tal y como lo entiende el derecho penal internacional.

Si Anna Gabriel mereciese el calificativo de delincuente en España, los tribunales lo dirán, no sería nunca una delincuente política sino una rebelde o sediciosa, que es cosa distinta.





jueves, 8 de febrero de 2018

Sospechosos ABC




De todas las  dictaduras,  las de la “virtud” han sido siempre especialmente peligrosas porque implican un chantaje moral. Los que las defienden, aseguran que su finalidad es el establecimiento de la igualdad, la bondad o la justicia en el mundo, y,  como se lo creen y tienen a la “verdad” de su parte, no dudan en utilizar todos los medios, aun los más crueles. Así, los judíos fueron perseguidos por matar a Jesucristo, los herejes, da igual que fueran papistas o luteranos, por falsificar la palabra de Dios, los comunistas por subversivos, y así hasta el infinito. Como los objetivos eran buenos, incluso santos,  los errores no podían existir o carecían de trascendencia. Actualmente, ha surgido un nuevo sospechoso no por sus actos sino por su sexo, el hombre. Hay aquí una buena dosis de ignorancia: en los años cuarenta del pasado siglo, un extraordinario científico francés, Jean Rostand, afirmó que “el hombre no era un ser biológicamente necesario”. Para liquidarlo, hubiera bastado entonces con el tiempo.

Los persecutores actuales juegan, probablemente de buena fe como en otros tiempos inquisitoriales, con la estulticia, es decir, con la necedad de sus semejantes. Es evidente que los que desean sexo a costa de la libertad no saben amar, son enfermos y delincuentes. Los violadores, los maltratadores, los que abusan sexualmente de las mujeres prescindiendo de su dignidad y decisión son odiosos y miserables. Pero, para eliminar sus delitos no se puede subvertir las reglas esenciales del derecho penal, como la presunción de inocencia, la necesidad de pruebas incriminatorias, o la defensa de la honorabilidad de todas las personas. El jacobino Saint Just, uno de los más brillantes seguidores del atormentado Robespierre, señaló que la Revolución debía eliminar no sólo a los reaccionarios y  monárquicos, también a los “sospechosos”. En su opinión, el peligro principal estaba en ellos porque era difícil obtener pruebas en su contra, con  lo que podían quedar a salvo. Con razonamientos de esta clase, Francia asistió al denominado “reino del Terror”, que llevó a la guillotina a miles de inocentes condenados por el miedo y el fanatismo. Han hecho falta muchos siglos para que la sociedad constatase que la educación es más efectiva que la represión, y que nadie es culpable por su religión, raza o condición social o de género.

La civilización ha implicado un lento proceso de superación de la animalidad, de la atávica violencia de los machos en defensa de sus tierras, mujeres, o de la expresión de su propia rabia. En sociedades desarrolladas y ricas, como las occidentales, las mujeres al incorporarse masivamente al trabajo y dejar de ser propiedad de celosos varones necesitan proteger su seguridad y las denuncias aumentan, no porque los comportamientos violentos sean ahora más frecuentes sino porque psicológicamente se perciben con más claridad. A la manera de los viejos anarquistas, podemos decir, no es nada original, que estamos asistiendo a la definitiva revolución: la de la liberación de la mujer que conquista por fin su sexualidad y autodeterminación laboral. Pero toda acción da lugar a reacción, a contrarrevolución, a veces incluso es conveniente verla con nitidez para defenderse mejor. En definitiva, vivimos un momento histórico que no puede comprenderse con fórmulas estereotipadas, ni con lo políticamente correcto ni con estupidez.

El 9 de diciembre de 1484, el papa Inocencio VIII publicó  la bula “Summis desiderantes affectibus” en la que comunicaba a los fieles de manera bien solemne lo siguiente: “Recientemente ha venido a nuestro conocimiento, no sin que hayamos pasado por un gran dolor, que en algunas partes de Alemania cierto número de personas de uno y otro sexo, olvidando su propia salud y apartándose de la fe católica, se dan a los demonios íncubos y súcubos por sus encantos”. Interpretaba la realidad de una manera delirante, pero en la misma forma que lo hacían sus conciudadanos. Con la fuerza que proporcionaba la autoridad del papado, ofrecía una explicación a los miedos de éstos. La consecuencia fue atroz: los bosques centroeuropeos se llenaron de hogueras, y nadie podía estar seguro pues de una manera u otra todos podían ser culpables, al no poder controlar el pensamiento ni desdeñar la inteligencia y perfidia de los demonios.  Es cierto que muchos de los quemados, herejes o locos, se dedicaban a tratos inmorales, sucios y criminales. Pero, lo que ocurría en realidad es que sus semejantes estaban llenos de odio. Una sociedad enferma necesita culpables para justificar sus problemas, y si no los encuentra en un lado los encuentra en otro. Basta con saber mirar y, sobre todo, captar las necesidades del momento.

Se ha dicho que “la historia es la ciencia de la desgracia de los hombres”. Lo único seguro es que una y otra vez repetimos los mismos errores. Todos, hombres o mujeres es indiferente, somos inocentes y dignos. Y aunque no lo seamos, tenemos derecho a un juicio justo e imparcial. En caso contrario, la sociedad nos estará tratando con la misma crueldad con que lo hizo con los pobres judíos. Sin embargo, parece prudente advertir que, a la manera darwiniana, cada período histórico determinará lo que  convenga más allá de consideraciones sobre el bien y el mal. Es una triste conclusión.