jueves, 1 de diciembre de 2005

Pío Moa y el ombú

Hay un árbol “que no es manzano ni cerezo, ni encina ni ciprés”, el ombú, que constituye el motivo central de “La casa de los siete balcones”, una deliciosa obra de teatro de Alejandro Casona, uno de nuestros autores del exilio. Su protagonista, Genoveva, envejecía sin noticias de un novio, emigrante en la Argentina, que había dejado de escribirle. Soñadora y triste, pensaba que el motivo del olvido no podía ser casual, la culpa estaba en ella misma que había olvidado ese árbol americano, de nombre tan poético y difícil. Es verdad que la mayoría de las veces el amor depende de una simple palabra y ella no era capaz de encontrarla.

Como el novio de Genoveva, miles de nuestros compatriotas soportaron un exilio de cuarenta años por el simple hecho de que los vencedores en la Guerra Civil se olvidaron también de una palabra, no tan hermosa quizá como la de ombú, pero de enorme significado: reconciliación. Hoy día, sin embargo, hay quienes creen que la imposibilidad de una convivencia pacífica entre españoles fue responsabilidad de los derrotados. La verdad es que no se trata de ninguna novedad. Durante cuarenta años, se enseñó en las escuelas que el alzamiento había sido consecuencia de la subversión comunista y el fraude electoral cometido por el Frente Popular en las elecciones de 1936. Y había historiadores que así lo sostenían, basta con recordar a Joaquín Arrarás.

Lo nuevo radica en que los historiadores que ahora abrazan las tesis del revisionismo lo hacen en un momento en que los hechos parecían ya definitivamente escritos, un error porque la historia jamás lo está de una vez y para siempre, y además, en algunos casos al menos, proceden de organizaciones políticas que estuvieron situadas en la extrema izquierda. El ejemplo más destacado es el de Pío Moa que dice reaccionar contra “una industria antifranquista sumamente poderosa”. Se trata de un fenómeno que no es posible tratar con ligereza. De hecho, como él mismo señala, muchos de sus críticos lo son sin “haberse leído sus libros y hasta jactándose de no tener intención de leerlos”.

Adoptar una actitud de esta clase no constituye más que una muestra de enorme pereza, por qué no decir también soberbia, intelectual máxime cuando investigadores del prestigio de Stanley Payne han señalado que, hoy día, no es posible hacer una historia de la II República y de la Guerra Civil sin tener en cuenta el debate que ha provocado, lo que por sí solo ya sería positivo en una sociedad que muchas veces parece haberse olvidado del simple hecho de pensar. Y es cierto, el rechazo a Pío Moa y a lo que representa, debe hacerse, si se hace, en el puro terreno académico e intelectual, desde luego a veces no es difícil si se tiene en cuenta el escaso sustento teórico en el que se basa. La insuficiencia de sus notas a pie de página, por ejemplo, es incomprensible en un trabajo de carácter científico.

En nuestra opinión, además, el defecto esencial de Pío Moa deriva de que parte de una visión de los republicanos y de la izquierda lastrada por su propia experiencia personal, la de militante de un partido radical y al límite, y juzga a todos los antifranquistas desde esa perspectiva. Así, en su reciente libro “Franco. Un balance histórico” se sirve de las desafortunadas afirmaciones de Juan Benet cuando decía: “Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir” para preguntarse: “¿Qué habría ocurrido si aquella oposición hubiera dirigido la transición a la democracia mediante su “ruptura”. En lógica consecuencia, la historia contemporánea española no podría entenderse sin la presencia de una izquierda totalitaria, incapaz de aceptar su derrota en las urnas y la razón de los otros.

El defecto esencial de este planteamiento es que en la II República hubo una “tercera España”, aunque a él le guste poco Paul Preston, que no estaba ni con los bárbaros de un lado ni con los del otro. Y que aspiraba a vivir en paz, en democracia y con libertad. El ejemplo de Alejandro Casona, esencialmente un dramaturgo burgués añorando España desde el exilio, no es más que uno entre miles. Y a los estudiantes que, sin intervención alguna en los sucesos del 36, ingresaron en las prisiones del régimen por el simple hecho de expresar su disidencia ¿qué responsabilidad moral cabría exigirles? El mantenimiento del franquismo por más de cuarenta años, cualquiera que sea la justificación que pretendiera tener, no constituyó más que una simple muestra de rencor o de miedo, y no se sabe lo que es peor.



sábado, 29 de octubre de 2005

Carrillo y el Partido Comunista

Decía Antony Beevor que la Guerra civil española constituye la más clara prueba de que la última palabra en historia jamás puede decirse. La verdad definitiva en un tema que suscite pasiones políticas no podría nunca ser conocida porque nadie sería capaz de eliminar suficientemente sus prejuicios. La participación de Santiago Carrillo en los sucesos de Paracuellos constituye un ejemplo paradigmático. ¿Es posible en este caso establecer lo que realmente ocurrió? Han pasado más de sesenta años y los estudios publicados hasta el momento, por lo menos los serios, no pueden prescindir del hecho de que Madrid era, entonces, una ciudad asediada, con el ejército franquista a sus puertas y abandonada por el Gobierno que había decidido trasladarse a Valencia.

Carrillo era entonces un joven de apenas veinte años nombrado, el 7 de noviembre de 1936, consejero en una Junta de Defensa de la ciudad que carecía de toda posibilidad de control efectivo sobre la misma, máxime cuando la deserción del aparato gubernamental la dejó en manos de la voluntad de unos partidos políticos que, mientras organizaban la resistencia, eran incapaces de enfrentarse a la locura asesina de los “quintacolumnistas” fascistas y los miembros de los escuadrones del amanecer de las milicias republicanas. ¿Cómo asegurar entones cuál fue su participación efectiva? La ciencia histórica no opera como la de las matemáticas ni puede sustituir al Derecho Penal que sólo reacciona cuando los hechos están establecidos más allá de toda duda razonable.

En condiciones como las de la defensa de Madrid en 1936 intentar ahora responsabilizar a Santiago Carrillo de los cobardes asesinatos de Paracuellos, cuando antes no ha podido establecerse, no obedece a un intento de recuperación de la verdad histórica sino a una voluntad política cercana al deseo de revancha. Es indudable que lo que afirmo obedece a mis propios prejuicios; fui militante del Partido Comunista de España desde que tenía dieciséis años, en 1968, hasta 1977 en que abandoné la política con el orgullo de haber participado en una de las experiencias más intensas de mi vida, en un país controlado por la irracionalidad y a merced de la cruel represión de la policía política. Pero mis prejuicios no me impiden analizar la realidad de los errores del Partido y no sólo en la Guerra.

¿Cómo justificar el asesinato de Andrés Nin o la falta de crítica interna en una organización acostumbrada a subordinar los medios a los fines? Pero eso es una cosa y otra muy distinta intentar descalificar el papel de los dirigentes republicanos, de uno u otro signo, que fueron capaces de enfrentarse al franquismo. Santiago Carrillo a estas alturas de la historia ha perdido sus señas de identidad individual para convertirse en un símbolo: el de la resistencia del Partido Comunista durante los años de la Dictadura. Y, desde esta perspectiva, el juicio no puede ser más favorable. Fue la única organización capaz de mantenerse en la clandestinidad durante los cuarenta años, elaborando una política como la de la “reconciliación nacional”, que intentaba reunir a vencedores y vencidos con el exclusivo objetivo de recuperar las libertades públicas.

En las navidades de 1970, mientras un grupo de estudiantes y obreros las pasábamos en los calabozos de la Gavidia y, luego, en las celdas de castigo de la cárcel de Sevilla, un sector importante de la población española se acomodaba, más bien que mal, en los brazos de la Dictadura. Muchos de aquellos compañeros, recuerdo siempre a Carlos Castilla Plaza, murieron jóvenes, incapaces de vivir en país tan duro como éste. Pero sería el colmo, que, quienes les hemos sobrevivido, aceptemos sin inmutarnos revisiones históricas provenientes de las filas de quienes destrozaron nuestras vidas. Pasarán más años y llegará un momento, cuando ya no estemos y nuestras pasiones se hayan convertido en sueños, en que nuevas generaciones podrán juzgar con libertad. Que ellos decidan entonces, mientras tanto más valdría que quienes sirvieron al franquismo nos dejen vivir en paz.