sábado, 21 de octubre de 2006

Espectáculo en la Audiencia

En los últimos tiempos, hay alguien que ha adquirido una sorprendente valoración mediática: el Juez. Es algo paradójico. El Poder Judicial nació para ser invisible y casi nulo. Era invisible porque era una simple máquina, carente de rasgos. Lo que hacía era aplicar la norma al caso concreto, una función de mera ejecución. Si cada supuesto de la realidad tenía su adecuada respuesta en la Ley, bastaría con la estructura matemática de un buen ordenador...Y, sin embargo, mira por dónde, muchos magistrados parecen hoy día más actores que otra cosa.

Mal asunto, si es así, porque los actores pueden ser más o menos originales, geniales incluso, pero se miran demasiado el ombligo y suelen incurrir en excesos de egolatría con los problemas que de ello se derivan. La mitología griega nos cuenta que habiendo llegado un día Narciso, célebre por su belleza, al borde de una fuente contempló su propia imagen y quedó prendado de sí mismo. Enloquecido, al no poder alcanzar el objeto de su pasión, se fue consumiendo de inanición y melancolía hasta quedar transformado en la flor que en adelante se llamó narciso. De ahí ha permanecido, no sólo para la literatura sino también para la psicología y la ciencia en general, un nombre: el narcisismo.

Como nos explicaría cualquier enciclopedia, se trata de una canalización de los afectos y emotividad hacia la propia persona. En el proceso sicoevolutivo del individuo, el narcisismo alcanza su máxima plenitud en la etapa infantil cuando el niño todavía no ha detectado el mundo exterior, y la preferencia por su yo es exclusiva. Con el descubrimiento del otro, el individuo se abre a distintas posibilidades afectivas y sexuales, madura. Existe el riesgo, sin embargo, de que la tendencia perviva como desviación patológica, y la sexualidad del sujeto quede reducida a la propia persona.

Las personalidades narcisistas se dedican a cultivar su propio yo, pues carecen de otros puntos de referencia. El mundo exterior sólo les interesa en cuanto refleja su éxito. En una civilización obsesionada con el triunfo individual, son muy frecuentes los “narcisos”. Y es casi imposible pensar en el arte o el espectáculo sin ellos. Lo malo es cuando empiezan a proliferar en ámbitos que la sociedad reservaba al estudio o la seriedad, ¿y si se dieran en la judicatura? Por ejemplo, lo que viene ocurriendo en la Audiencia Nacional desde hace muchos años, no es de ahora, no podría entenderse sin la búsqueda obsesiva por la promoción personal.

Los jueces que, en los años setenta del pasado siglo, crearon Justicia democrática como instrumento de lucha contra el franquismo no podrían comprender el comportamiento de algunos de sus actuales compañeros. En todos los planteamien¬tos de esta escuela latía una fuerte preocupa¬ción por el problema de la compli¬cidad con la injus¬ticia. Se trataba de una cuestión ética, porque aceptar los atentados a la profunda dignidad del ser humano que repre¬sen¬taba la prácti¬ca de una Dictadura exigía tomar posición. Pero jamás buscaron recompensa de clase alguna, salvo que el expediente o las sanciones pudieran entenderse en esa forma.

Un juez serio jamás deseará contemplarse demasiado en los “medios”, porque, si así fuera, correrá el riesgo de ver afectada su imparcialidad. La Justicia no puede confundirse con el espectáculo, y menos con el que diariamente están dando algunos magistrados. Y no hablemos de determinados miembros del Consejo General del Poder Judicial porque su alineamiento sistemático con la posición ideológica de sus mentores, sean quienes fueren, no puede producir más que sonrojo y escándalo. La función del Juez debe limitarse a la aplicación de la ley con sentido ético, honestidad y en silencio. Aspirar a conseguir la distracción de las masas es algo perfectamente legítimo, pero nunca ha sido tarea de los hombres de derecho.

La verdad es que España ha sido siempre país muy partidario de los toreros, seres que arriesgan su vida y se la juegan. En una sociedad tan amante de lo simple, jugársela es excitante. Por tanto, parece normal que los jueces se dediquen al espectáculo, a las buenas faenas, a perseguir la Maldad dentro y fuera de nuestras fronteras a la manera de modernos “supermanes”... Pero, con independencia de lo peligroso que resulta todo esto para la solidez y coherencia del sistema jurídico, ¿no será además muy ridículo?

Lo que narramos puede parecer una broma, aunque sea de mal gusto, lo preocupante es que, entre unas cosas y otras, nos estamos quedando sin Justicia. Y el circo no parece un buen sustituto.















sábado, 7 de octubre de 2006

La risa del demonio

Decía Michelet que la Iglesia había concedido a Satanás "una herencia demasiado bella, el monopolio de la risa". Era lógico, en un mundo marcado por la desgracia, la alegría se convertía en sospechosa. Solamente los simpatizantes del demonio podían permitirse el lujo de reír. El gran historiador francés lo sabía perfectamente, no en vano, junto a sus trabajos sobre la Revolución de 1789, era autor de un librito, “La bruja”, en el que narra la persecución de esas pobres mujeres víctimas de “la fascinación de sus ojos, peligrosos tanto en amor como en sortilegios”.

Durante siglos, los valores dominantes fueron partidarios de la tristeza. Los seres bondadosos tenían que ser responsables y serios, lo contrario sería pura y simplemente un escándalo. Poco a poco, sin embargo, la rebelión del hombre frente a una naturaleza inclemente, y contra unas instituciones sociales que le enseñaban a aceptar el mal como una parte del plan del Creador, se manifestó en la afirmación como derecho de algo que no constituía más que una aspiración reprimida: la felicidad. Una larga historia había enseñado que los hombres mueren y no son felices. La muerte es inevitable, pero la desgracia no. En consecuencia, las instituciones sociales deberán estar dirigidas exclusivamente al servicio del bienestar del ser individual.

Tal conclusión supuso un cambio esencial en la historia del hombre, dándole una vitalidad que impulsó a la transformación de la sociedad, a la creación de comunidades que perseguían el progreso. Si no existe una justificación desde la eternidad para el dolor humano, su vida en la tierra debe dirigirse al bienestar. Como dice Roland Mousnier, sirviéndose de palabras de Tomás Moro, si "nuestros sentidos nos dan a conocer que estamos en la tierra para la felicidad, es decir, para el placer: debemos empezar por decirnos a nosotros mismos que lo único que debemos hacer en este mundo es conseguir sensaciones agradables. El placer es un derecho". Se podía ser un “buen cristiano” y no por ello ser triste.

Aun admitiendo que el Creador hubiere tenido otra intención, lo cierto es que el universo es claramente imperfecto. Y si la naturaleza hace al hombre infeliz y desgraciado, y no existe prueba alguna de que Dios quiera esto, resulta elemental la necesidad de rebelión y mejora. Es verdad que el escepticismo sobre la capacidad del ser humano para conseguir tal objetivo ha sido constante en la historia del pensamiento, Ya Pascal advirtió que efectivamente "buscamos felicidad pero no hallamos más que miseria y muerte".

En la Europa del XVIII, la frivolidad se convirtió en una forma de liberación. En materia sexual, por ejemplo, la aceptación intelectual del erotismo, es decir, de la posibilidad de unir placer y amor caracterizó a los libertinos y la lectura de libros como “La princesa de Cléves”, “Les liaisons dangereuses” o “Manon Lescaut” constituyó una forma de entender el mundo de una manera no trágica, alegre, incluso “inmoral”. Y cuando, aunque fuera a escondidas, los cortesanos empezaron a aficionarse a publicaciones de este género, protegiendo a sus autores, la idea de que era posible divertirse en la vida empezó a parecer una cercana posibilidad. Incluso, la depravación sexual y la pornografía llegaron a formar parte de las publicaciones de la época.

Lo profano y lo sagrado se iban a convertir en mundos separados. Podría ser más o menos moral o grosero reírse de las cosas divinas pero, si se hacía, Dios no podría sentirse ofendido porque su reino no es de este mundo y sería infantil creer que pudiera enfadarse. Parece elemental, pero es lo que nos diferencia de los fanáticos musulmanes que condenan a muerte por burdas chiquilladas de una sociedad que simplemente quiere divertirse y olvidar. La intolerancia constituye una pura imbecilidad que, por desgracia, es frecuente también en países cristianos. Así, en España, prolifera últimamente un tipo de imbécil que encierra fuertes dosis de peligrosidad: el nacionalista radical.

Hoy día, resulta enormemente arriesgado reírse de las danzas protocolarias que acompañan a cualquier acto oficial del lehendakari, de la obsesión de los catalanes por sus derechos históricos o de la profundidad intelectual de los inventores de patrias, incluso de la nuestra. Sin embargo, todo ello es ridículo y, si no nos reímos, nos convertiremos en unos seres temerosos, acomplejados y, más pronto que tarde, enormemente tristes. Me parece que, entre tantos chalados, habrá que reivindicar de nuevo una buena alianza con el Diablo. Las sanas carcajadas nunca vienen mal.