sábado, 24 de septiembre de 2011

La incertidumbre

A lo largo de los siglos, hemos creído las cosas más locas con la seria convicción de su realidad. En el siglo XV, por ejemplo, Kramer y Sprenger sostuvieron en su Malleus maleficarum que los demonios, para degenerar a la humanidad, y con permiso divino, se procuraban semen adoptando forma de súcubos, que después transmitían a la mujer como íncubos. No padecían ninguna enajenación mental, todo lo contrario, eran prestigiosos doctores de la Iglesia, cuyas afirmaciones fueron sostenidas por el Papa Inocencio VIII en 1484, en la Bula Summis desiderantes afectibus. Era cierto, [los diablos y las brujas] “mediante conjuros, y otras infamias supersticiosas y excesos mágicos, hacen morir, ahogarse y desaparecer la descendencia de las mujeres […] Y no temen cometer ni perpetrar un gran número de otros crímenes y sacrilegios infames por instigación del enemigo del género humano”.

A la vista de tanto disparate, no es extraño que los ilustrados pensaran que, después de Descartes, el mundo había quedado desencantado, pues la magia no tendría nada que hacer. Eran unos optimistas, nos seguimos comportando con el mismo grado de error; estupidez también. En 1919, por ejemplo, al discutirse los tratados de Versalles, la delegación japonesa planteó la reivindicación de que la Sociedad de Naciones estableciera como uno de sus principios básicos la “igualdad racial”. No podía ser más sensato, ¿verdad? Sin embargo, David LLoyd George, Clemenceau y Wilson, tenidos unánimemente como estadistas, auténticas eminencias, consideraron la propuesta como una ingenuidad: “No puede negarse que constituye una bella idea, pero impracticable”, comentó el sudista Wilson.

En época más contemporánea, todas las ideologías totalitarias han sido entendidas como expresión del final de la historia, convicción particularmente relevante en el comunismo. Y en el caso del fascismo, ¿cuántos intelectuales, no solo Céline, se adhirieron a su dialéctica irracional? En España, desde luego, muchos. Nos equivocamos en todas y cada una de las cuestiones, incluso cuando jugamos con la ciencia: La idea del universo estable ha sido sustituida de manera generalizada por la tesis del Big Bang, paradigma que parece no puede someterse a discusión. Casi con toda seguridad, su modelo devendrá obsoleto dentro de doscientos años.

Solo los actos de los hombres permanecen, no su calificativo moral. El más santo puede actuar por vanidad, y habrá quienes adoren ser víctimas con tal de que otros sean verdugos. Es necesario dudar incluso de los que dudan siempre. A veces es pura y simple cobardía.



sábado, 10 de septiembre de 2011

El peligroso ego

Reflexionaba Siddharta, nos cuenta Hermann Hesse, sobre el sentido de la individualidad: “Era el yo, del cual me quería librar, al que quería superar. Pero no lo conseguí, tan sólo podía engañarlo. Únicamente podía huir de él, esconderme. ¡Ninguna cosa del mundo me ha obsesionado tanto como este mi yo, este enigma de vivir: que soy un individuo separado y aislado de todos los demás, que soy Siddharta!”. Es la conciencia de nuestra identidad la que convierte en drama el dolor, y nos sumerge en la angustia. No es extraño que, para los budistas, no exista animal más dañino que el ego, al cual deberíamos eliminar mediante la inmersión paulatina en la nada aprendiendo la técnica del ensimismamiento, que consiste en ayunar, orar y esperar.

¿Dónde reside el yo? Un materialista podría responder que es la simple consecuencia de la estructura de nuestra mente, de su composición química. De hecho, uno de los grandes intelectuales del siglo pasado, Aldous Huxley, se atrevió a abordar el problema en el ensayo “Las puertas de la percepción”, al narrar la experiencia que realizó consumiendo peyote para determinar sus efectos: en la fase final de la desaparición del ego existiría “un oscuro conocimiento de que todo está en todo, de que todo está realmente en cada cosa”. Formamos parte de lo absoluto, y sin embargo al morir unos al lado de los otros nos sentimos extraordinariamente solos, estamos condenados a padecer como si fuéramos únicos e irrepetibles. A lo mejor, en realidad somos el resultado de una ilusión, pero de las que hacen sufrir.

Es posible que seamos un simple incidente en el proceso evolutivo. La naturaleza, en la lucha por la supervivencia, estaría utilizando el instrumento de la conciencia de la propia identidad: al creer que existimos participamos tal vez en un plan que nos es impuesto. Así, si alguna vez por nuestro intermedio se llegara a la pura objetividad de la máquina, a la inteligencia artificial, podríamos al fin retirarnos de la escena y conseguir la paz. No resulta muy consolador, el creador que se oculte detrás de todo esto no podrá librarse de la acusación de crueldad. ¿Quién nos ha preguntado nunca si nos interesa participar en este juego?

La verdad es que, después de sentir dolor y mucho, morimos. Y el resultado parece ser la nada, ¿qué sentido ha tenido el viaje? Probablemente ninguno, y si lo tuviese sólo al final de los tiempos otros seres lo podrán vislumbrar. Entonces, ¿qué nos va ni nos viene a nosotros? Se ha dicho que la última revolución será la biotecnológica, que servirá para crear otra humanidad. Es posible que nos convirtamos en los dioses de una nueva creación. ¿Qué extraño e indescifrable dios ha sido el de la nuestra?, ¿qué ha pretendido?