El ensayista William Blackstone, cuyas lecciones de Oxford
tanta influencia tuvieron en el ordenamiento jurídico de los Estados Unidos de
Norteamérica, describió la evolución
constitucional que tuvo lugar en el curso del siglo XVIII señalando, de manera
bien solemne e ingenua, que “el poder del Parlamento es absoluto y sin control:
tiene autoridad soberana para hacer, confirmar, ampliar, restringir, abrogar,
revocar, restablecer, interpretar cualquier ley...En verdad, lo que hace el
Parlamento ninguna autoridad sobre la tierra puede deshacerlo". Ciertamente,
tal afirmación podía ser objetos de fáciles ironías sobre todo si se utilizaba
la inteligente pregunta de Tomás Moro: “Suponed
que el Parlamento hiciese una Ley declarando que Dios no era Dios: ¿diríais
entonces, Maestro Rich, que Dios no era Dios?”.
Hoy día, no hace falta utilizar a Tomás Moro para constatar que las
Asambleas Legislativas han perdido los atributos de la divinidad. La
centralidad parlamentaria y el respeto a la voluntad popular pueden
compatibilizarse perfectamente con las exigencias de un Estado de derecho,
basado en la Ley y el cumplimiento de las resoluciones de los tribunales de
justicia. Resultaría ridículo seguir a Robespierre cuando se
preguntaba:”¿Puede existir un Tribunal que declare culpables a los
representantes de la nación?” En su opinión, de contestar afirmativamente, “ese
Tribunal será el dueño de su destino. Podría decidir su suerte con fines
inicuos y la independencia de los representantes de la nación ya no existiría”.
Si nos resulta altisonante y caduca tal consideración, también lo es negar la
procedencia de la suspensión inmediata de los diputados independentistas
procesados por el Tribunal Supremo. Es algo evidente:
Primero.-In
claris non fit interpretatio. Por mucho
que aceptemos la tesis de Umberto Eco según la cual todas las normas flotan en
un espacio infinito de interpretaciones, lo cierto es que si los términos de un texto
son evidentes habrá que aplicarlos y punto. Lo contrario, haría surgir responsabilidad.
Así, el artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal preceptúa
literalmente lo siguiente:”Firme un auto de
procesamiento y decretada la prisión provisional por delito cometido por
persona integrada o relacionada con bandas armadas o individuos terroristas o
rebeldes, el procesado que estuviere ostentando función o cargo público quedará
automáticamente suspendido en el ejercicio del mismo mientras dure la situación
de prisión”. Bien nítido, por tanto.
Segundo.-El eficaz funcionamiento del sistema ha utilizado
siempre el principio de autonomía parlamentaria en defensa de su propia
organización, y frente a la injerencia de otros poderes. Pero, con
independencia de la necesaria interpretación estricta de las prerrogativas para
evitar que sean utilizadas en contra de la igualdad de todos los ciudadanos
ante la ley, lo cierto es que los Reglamentos del Congreso de los Diputados y
del Senado no permiten, al menos de forma objetiva y razonable, impedir la
suspensión de los diputados electos a que se refiere el escrito de ayer del
Ministerio Fiscal. Si hubiera sido necesario un suplicatorio, el margen de
acción de las Cámaras hubiera sido distinto. El Congreso y el Senado no pueden
enjuiciar al Supremo, subvertirían nuestro ordenamiento
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