jueves, 17 de mayo de 2018

El barquero y la eternidad ABC de Sevilla


Durante siglos, hemos vivido en la convicción de que todo se repite hasta la eternidad. A la manera de Siddharta, “siempre se volvían a sufrir las mismas penas”, nos hemos sentido barqueros viendo pasar el agua mientras el río permanece. De manera bien expresiva y hermosa lo ponía de relieve el Eclesiastés: “Lo que fue, eso será; lo que se hizo eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. Si hay algo de que se diga: <Mira eso sí que es nuevo> aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron”. Simplemente, todo tendría su momento: “su tiempo el nacer y su tiempo el morir”, y vuelta a nacer y a morir. Muchas veces, se ha puesto el ejemplo de los campesinos europeos cuya vida permaneció intacta, salvo las incidencias estrictamente vitales de muerte, peste y guerra, desde los tiempos de Cristo hasta esencialmente comienzos del siglo XX. Pero si nuestra identidad no cambia, ¿qué somos realmente y hacia dónde vamos?

Uno de nuestros más grandes filósofos, Unamuno, en su célebre “Del sentimiento trágico de la vida”, señaló: “Nadie quiere ser olvidado porque nadie quiere morir”…"no quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia". La angustia ante la muerte se expresa en formas muy diversas, conlleva miedo al dolor y a lo desconocido, pero también a la soledad con que debe afrontarse. Todas se experimentan individualmente, pues cada uno las percibe en función de sus circunstancias psicológicas; pero son consecuencia de la puesta en peligro del impulso de supervivencia que colectivamente poseemos como especie. Es decir, somos seres que queremos vivir, no otra cosa implica la reproducción, y era el amor a la propia individualidad lo que quería mantenerse.

De todas maneras, hubo que esperar al Renacimiento para poder colocar al hombre en el centro del universo, antes la proximidad de la muerte y  la idea de finitud lo habían impedido. Así el gran arquitecto León Battista Alberti dirigiéndose soberbiamente, a sí mismo y a todos los seres humanos, había proclamado: "A ti ha sido concedido un cuerpo más gracioso que el de otros animales, a ti la facultad de realizar movimientos aptos y diversos, a ti sentidos agudísimos y delicados, a ti ingenio, razón y memoria como un dios inmortal". Tales cualidades las habría poseído desde siempre, también en el medievo, pero es solamente ahora cuando puede tomar conciencia de ello. A partir de entonces, la idea de originalidad y diferencia es lo que va a marcar el destino del ser humano, seríamos únicos e irrepetibles. La Ilustración y el liberalismo acentuarían la idea de que el objetivo de toda sociedad es potenciar al máximo la propia personalidad, es decir, el alma individual. Rousseau lo expresó con ingenuidad en “Les confessions”: "Yo sólo yo. Siento mi corazón y conozco a los hombres. Estoy hecho de modo distinto a cualquier otra persona que yo conozca; diría, incluso, que no hay otro en el mundo como yo. Quizá yo no sea mejor, pero al menos soy diferente".

La idea de originalidad, manifestada en el deseo de vivir en forma diferente y reproducirse, se repetiría eternamente. Las sociedades podrían nacer, consolidarse y morir para luego renacer en un continuo retorno. Pero el deseo hegeliano de ser reconocido y valorado siempre permanecería. Pues bien, vivimos un momento revolucionario: por primera vez da la impresión de que el ser individual va a ser sustituido. Muchas veces se ha hablado del cerebro colectivo que poseen determinadas especies animales. Y no es necesario recordar la fascinación que las abejas ejercieron sobre intelectuales de todas las épocas, recuérdese en este sentido “la fábula de las abejas” de Mandeville. ¿No será ese cerebro más eficiente que el nuestro personal? No es nada extraño encontrarse con relevantes ingenieros informáticos que señalan la posibilidad de que el hombre consiga la inmortalidad en el curso de este mismo siglo. De acuerdo, teóricamente podríamos vencer la enfermedad pues siempre es posible sustituir un órgano viejo o enfermo. Igualmente, la mente puede ser reparada de manera química como ahora hacen ya de manera primaria los ansiolíticos. ¿Y el alma?

A lo mejor es una falsa alarma, pero lo cierto es que la idea de originalidad de los ilustrados se está revelando como muy peligrosa. Si destacas, te señalas ante los demás y, tarde o temprano, serás eliminado. De manera elemental, podemos poder un ejemplo: el de los presidentes de gobierno de nuestra democracia. A Suárez le destrozaron el corazón, Calvo Sotelo fue despreciado como insípido, al brillante Felipe González quisieron llevarlo a la cárcel, por su parte Aznar y actualmente Rajoy son objeto de todos los odios. Exceptuamos a Zapatero porque la forma de liquidarlo ha sido subrayar su propia bonachona inanidad. Si observamos la vida pública en nuestros días, se impone una conclusión: lo mejor para evitar problemas es encerrarte en casa. Lo malo es que un cerebro colectivo constituido por la totalidad de nuestros compatriotas no es garantía alguna de seguridad, dan miedo y muchas veces expresan odio.




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