martes, 25 de enero de 2011

El horror de las estrellas

Blaise Pascal, observando las estrellas en una noche oscura, escribió poéticamente, con enorme angustia también, que le producía terror “el silencio eterno de esos espacios infinitos”. El universo es grandioso es verdad, pero no conocemos absolutamente nada de él. Cualquier buen manual divulgativo nos explicará que sólo somos capaces de observar un cuatro por ciento; el resto estaría constituido por materia y energía oscura, que no sabemos lo que pueda ser. De hecho, en el año 2005, unos científicos de la Universidad de Cardiff afirmaron haber detectado una galaxia compuesta exclusivamente de ese tipo de materia. Estamos hablando, aunque sea en forma bien simplificada, del "problema de la masa desaparecida", que constituye uno de los más importantes de la cosmología moderna.

Aunque pueda parecer ciencia ficción, lo cierto es que físicos bien acreditados consideran la posibilidad de múltiples universos de existencia paralela imposibles de detectar, no es extraño entonces que siempre se haya afirmado que los escalones superiores de la ciencia colindan con la teología, con la poesía también. Vivimos en una terra incognita, un territorio aún no explorado por el hombre, y sin embargo de manera petulante nos hemos considerado durante siglos los “reyes de la creación”, ¿de cuál? Ni siquiera la razón nos sirve para nada desde el momento en que opera con instrumentos hechos a nuestra medida, por tanto limitados y quizás enteramente falsos.

Gracias a Voltaire sabemos que, cierto día del siglo XVIII, Micromegas, proveniente de la lejana constelación de Sirio, llegó a la Tierra aprovechando los oportunos movimientos de un cometa. Se encontró allí con unos miembros de la Academia francesa, singularmente infantiles y fatuos, pensaban que eran unos sabios cuando en realidad vivían en la más tremenda oscuridad. Como ellos, los hombres de todas las épocas han organizado el mundo al estilo de una representación teatral con un inicio, desarrollo y final que les proporcionaba la certeza necesaria para funcionar, el simple transcurso del tiempo les ha demostrado siempre su falsedad y ridiculez.

El mundo moderno se ha construido sobre la base del cogito ergo sum, sin tener en cuenta que el pensamiento puede ser un simple sueño. Probablemente, Descartes hubiera estado más acertado si, en su lugar, se hubiera limitado a afirmar: sufro, luego soy, pues es el dolor de los hombres lo único que puede probarles la realidad de su existencia. En el De profundis encontramos: “Desde lo más profundo grito a ti, Yahveh: ¡Señor escucha mi clamor! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas!”. ¿Nos contestará alguna vez?

martes, 18 de enero de 2011

Química cerebral

Hace ya muchos años, el escritor Ángel María de Lera publicó un impresionante libro, “Viaje alrededor de la locura”, sobre el estado de los centros psiquiátricos, los vulgares manicomios, en nuestro país. En el fondo, en la mayoría de ellos, su finalidad parecía limitarse a mantener sedados a los enfermos, de ahí la frecuente utilización del electroshock. Muchas veces estaban abandonados por sus familias, por eso no era nada extraño que se les tratase con sadismo por cuidadores irresponsables. Su realidad era tan lamentable, ingresar en ellos era hacerlo en el infierno de Dante, que no es extraño que algunos profesionales rebeldes pusieran en cuestión su utilidad: sería la sociedad la que estaba enferma, y los locos no representarían más que seres incapaces de adaptarse a sus reglas.

De pronto, en el curso de los años sesenta y setenta, una auténtica revolución química tuvo lugar. La infelicidad y la angustia tan determinantes de los estados depresivos pudieron ser fácilmente controlados: el transilium y el valium también el trankimazin y el esertia se han convertido en poderosos instrumentos en la búsqueda de una felicidad, que tan simbólicamente se encuentra representada en el prozac. Hasta auténticas psicosis, como la esquizofrenia, pueden ya ser paliadas, véase el excelente film de Ron Howard “Una mente maravillosa”. Si es la química, entonces, la determinante de nuestra conducta, ¿qué es nuestro cerebro? ¿existe algo que podamos llamar alma libre?

En este sentido, hace pocos días he leído un interesante artículo del psiquiatra José Crespo Benítez que pone de relieve el hecho de que “el 50% de nuestro bienestar nos viene ya condicionado por la genética”. Todo dependería de la carga de un gen encargado de transportar un neurotransmisor llamado serotonina. Los que lo poseyeran suficientemente se encontrarían en buenas condiciones para afrontar las incidencias vitales, de ahí tantas personas capaces de reaccionar positivamente a las circunstancias más adversas. Si es así, más allá de la necesidad de paliar una enfermedad, ¿cuánto tardará la ciencia médica en intervenir sistemáticamente en los mecanismos de nuestro cerebro para aumentar, por ejemplo, su memoria y rapidez?

Como reconozco que mi carga de serotonina es singularmente escasa, es evidente que sería de los primeros en vender mi alma al Diablo: prefiero la felicidad a la libertad, y seguro que la inmensa mayoría de la humanidad pensará igual. Fukuyama va a tener razón cuando señalaba que la próxima revolución será química y biológica. El problema es que los hombres habrán dejado de existir, pues sobre la ficción del libre albedrio se ha construido nuestra cultura.

martes, 11 de enero de 2011

Herejes y delatores

Se cuenta que un buen día del siglo XXI llegó a las manos de los altos cargos del Ministerio de Sanidad de un país llamado España un librito del siglo XIV, el célebre “Manual de Inquisidores” de Nicolau Eymeric. Aunque se trataba de un tratado medieval “para el buen uso de las Inquisiciones de España y Portugal”, un desalmado bromista les había hecho creer que en el fondo constituía una parábola moderna: cuando se hablaba de herejes se estaba aludiendo en realidad a pérfidos reaccionarios enemigos del progreso, en tanto que los perseguidores serían honestos demócratas en lucha contra la tiranía.

Así, quedaron maravillados cuando leyeron que “en todo caso subsiste la obligación de delatar al hereje, no obstante juramento, obligación o promesa, sea cual fuere, de guardar secreto”. Aquello estaba pero que muy bien y era de lo más correcto, así se enterarían los del Partido Popular. Enfrascados en su estudio, se encontraron con el siguiente párrafo, de una indiscutible profundidad: “Podrá comunicarse la acusación al reo, suprimiendo absolutamente los nombres de los delatores y testigos, y entonces tiene aquel que sacar por conjeturas quiénes son los que contra él han formado aquella acusación”. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? De esa manera, se eliminarían las argucias de defensa de peligrosos oscurantistas.

Al igual que ya había pasado en el siglo XVI, cuando los primeros fumadores fueron confundidos con seres diabólicos, quiso la fortuna que en esos momentos se hubiese emprendido una nueva cruzada contra ellos, no por su alianza con el Demonio, que no podía interesar a políticos laicos y avanzados, sino por el riesgo que suponían para los muy dignos ciudadanos y ciudadanas del país. Dicho y hecho, animaron urbi et orbi a la denuncia anónima de los infractores de las prudentes normas dictadas contra el tabaco, organizando un berenjenal de mil demonios pues a su amparo, y sin ninguna responsabilidad, hubo quien llegó a delatar a un respetable caballero que no había fumado en su vida aunque es verdad que resultaba algo antipático.

En el fondo, los gerifaltes del Ministerio eran tan primarios que no se dieron cuenta que si bien el ordenamiento jurídico acepta la denuncia anónima, le otorga escasa fuerza, entre otras razones, por la elemental de que debilita las posibilidades de lograr un “proceso justo”. Además, desde el punto de vista ético es observada con repugnante desconfianza: normalmente ha constituido el instrumento para que los cobardes puedan dar rienda suelta a sus ruindades y bajezas. No era extraño que todo hubiese empezado con la lectura de una obra del siglo XIV, aquellos políticos estaban en el medievo.

martes, 4 de enero de 2011

Solos en el Universo

Un año nuevo, otro más, otro, ¿y después? Para sobrevivir necesitamos rodearnos de mitos y sueños, aunque al final se demuestren falsos. Hace cerca de cincuenta años que el denominado programa SETI, acrónimo en inglés de búsqueda de inteligencia extraterrestre, inspirado por el famoso astrónomo y divulgador Carl Sagan, intenta captar en los cielos rastros de esa clase a través de señales de radio y televisión, nada se ha encontrado. Es verdad que en 1977, durante unos segundos, surgió una misteriosa emisión “wow”, proveniente de la constelación de Sagitario, que entusiasmó a los astrónomos, pero al cabo del tiempo su origen parece revelarse apócrifo. Somos un simple punto en la inmensidad, aunque puede que absolutamente solos. Además, ¿que pretendemos descubrir?

En la misma Tierra existe vida por todas partes, incluso inteligente, a Sagan le gustaba hacer referencia a las ballenas yubarta, que con sonidos de carácter musical se relacionan con sus congéneres a través de centenares y centenares de kilómetros. Sin embargo, estamos incapacitados para comunicarnos, situados en distintos planos, pues nuestra inteligencia es verbal y tecnológica. No hay colectividad más perfecta que la de las hormigas, suponiendo que tuvieran conciencia del yo, no tendríamos para ellas otra realidad que la de un fenómeno de la naturaleza singularmente mortífero e inexplicable. El genial Arthur Clarke jugó con la idea de existencia extraterrestre en nubes gaseosas, su universo no sería el nuestro, viviríamos en longitudes de onda que no podrían conectarse.

En el fondo, los mismos seres humanos mantienen una difícil relación con sus semejantes, basta con hacer referencia al caso de los niños autistas. Son normales, pero se sumergen en un mundo propio y especial que les impide entender el de los demás, ni siquiera les interesa. Y si consideramos a individuos pretendidamente sanos desde el punto de vista mental, si es que alguno hay, ¿qué rasgos en común tienen un integrista islámico y un académico de Oxford? Ambos están convencidos de la verdad de sus planteamientos, desde una subjetiva perspectiva moral no puede concederse más valor a unos que a otros, de hecho para un imán iraní el primero será conducido inmediatamente al paraíso.

El Derecho, máxime cuando reviste carácter penal, parte de una ficción: la de que todos los hombres, si no han sido declarados irresponsables, son igualmente capaces de distinguir entre el bien y el mal. Es falso, cada uno construye un mundo a su medida sin la mínima conciencia de que distorsiona la realidad. Estamos completamente solos, y desamparados, aunque ilúsamente no lo creamos.