martes, 18 de enero de 2011

Química cerebral

Hace ya muchos años, el escritor Ángel María de Lera publicó un impresionante libro, “Viaje alrededor de la locura”, sobre el estado de los centros psiquiátricos, los vulgares manicomios, en nuestro país. En el fondo, en la mayoría de ellos, su finalidad parecía limitarse a mantener sedados a los enfermos, de ahí la frecuente utilización del electroshock. Muchas veces estaban abandonados por sus familias, por eso no era nada extraño que se les tratase con sadismo por cuidadores irresponsables. Su realidad era tan lamentable, ingresar en ellos era hacerlo en el infierno de Dante, que no es extraño que algunos profesionales rebeldes pusieran en cuestión su utilidad: sería la sociedad la que estaba enferma, y los locos no representarían más que seres incapaces de adaptarse a sus reglas.

De pronto, en el curso de los años sesenta y setenta, una auténtica revolución química tuvo lugar. La infelicidad y la angustia tan determinantes de los estados depresivos pudieron ser fácilmente controlados: el transilium y el valium también el trankimazin y el esertia se han convertido en poderosos instrumentos en la búsqueda de una felicidad, que tan simbólicamente se encuentra representada en el prozac. Hasta auténticas psicosis, como la esquizofrenia, pueden ya ser paliadas, véase el excelente film de Ron Howard “Una mente maravillosa”. Si es la química, entonces, la determinante de nuestra conducta, ¿qué es nuestro cerebro? ¿existe algo que podamos llamar alma libre?

En este sentido, hace pocos días he leído un interesante artículo del psiquiatra José Crespo Benítez que pone de relieve el hecho de que “el 50% de nuestro bienestar nos viene ya condicionado por la genética”. Todo dependería de la carga de un gen encargado de transportar un neurotransmisor llamado serotonina. Los que lo poseyeran suficientemente se encontrarían en buenas condiciones para afrontar las incidencias vitales, de ahí tantas personas capaces de reaccionar positivamente a las circunstancias más adversas. Si es así, más allá de la necesidad de paliar una enfermedad, ¿cuánto tardará la ciencia médica en intervenir sistemáticamente en los mecanismos de nuestro cerebro para aumentar, por ejemplo, su memoria y rapidez?

Como reconozco que mi carga de serotonina es singularmente escasa, es evidente que sería de los primeros en vender mi alma al Diablo: prefiero la felicidad a la libertad, y seguro que la inmensa mayoría de la humanidad pensará igual. Fukuyama va a tener razón cuando señalaba que la próxima revolución será química y biológica. El problema es que los hombres habrán dejado de existir, pues sobre la ficción del libre albedrio se ha construido nuestra cultura.

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