martes, 11 de enero de 2011

Herejes y delatores

Se cuenta que un buen día del siglo XXI llegó a las manos de los altos cargos del Ministerio de Sanidad de un país llamado España un librito del siglo XIV, el célebre “Manual de Inquisidores” de Nicolau Eymeric. Aunque se trataba de un tratado medieval “para el buen uso de las Inquisiciones de España y Portugal”, un desalmado bromista les había hecho creer que en el fondo constituía una parábola moderna: cuando se hablaba de herejes se estaba aludiendo en realidad a pérfidos reaccionarios enemigos del progreso, en tanto que los perseguidores serían honestos demócratas en lucha contra la tiranía.

Así, quedaron maravillados cuando leyeron que “en todo caso subsiste la obligación de delatar al hereje, no obstante juramento, obligación o promesa, sea cual fuere, de guardar secreto”. Aquello estaba pero que muy bien y era de lo más correcto, así se enterarían los del Partido Popular. Enfrascados en su estudio, se encontraron con el siguiente párrafo, de una indiscutible profundidad: “Podrá comunicarse la acusación al reo, suprimiendo absolutamente los nombres de los delatores y testigos, y entonces tiene aquel que sacar por conjeturas quiénes son los que contra él han formado aquella acusación”. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? De esa manera, se eliminarían las argucias de defensa de peligrosos oscurantistas.

Al igual que ya había pasado en el siglo XVI, cuando los primeros fumadores fueron confundidos con seres diabólicos, quiso la fortuna que en esos momentos se hubiese emprendido una nueva cruzada contra ellos, no por su alianza con el Demonio, que no podía interesar a políticos laicos y avanzados, sino por el riesgo que suponían para los muy dignos ciudadanos y ciudadanas del país. Dicho y hecho, animaron urbi et orbi a la denuncia anónima de los infractores de las prudentes normas dictadas contra el tabaco, organizando un berenjenal de mil demonios pues a su amparo, y sin ninguna responsabilidad, hubo quien llegó a delatar a un respetable caballero que no había fumado en su vida aunque es verdad que resultaba algo antipático.

En el fondo, los gerifaltes del Ministerio eran tan primarios que no se dieron cuenta que si bien el ordenamiento jurídico acepta la denuncia anónima, le otorga escasa fuerza, entre otras razones, por la elemental de que debilita las posibilidades de lograr un “proceso justo”. Además, desde el punto de vista ético es observada con repugnante desconfianza: normalmente ha constituido el instrumento para que los cobardes puedan dar rienda suelta a sus ruindades y bajezas. No era extraño que todo hubiese empezado con la lectura de una obra del siglo XIV, aquellos políticos estaban en el medievo.

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