martes, 15 de septiembre de 2009

Un marciano en Madrid

Cuenta la leyenda que cierto día, del año terráqueo de 2009, un habitante del lejano sistema estelar de Sirio tomó conocimiento de las andanzas de un paisano, casualmente el Micromegas al que se refirió Voltaire, por un planeta poblado por extraños especímenes, subdesarrollados pero singularmente pedantes y fatuos. Incitado por la curiosidad decidió trasladarse a ese universo, utilizando no el cometa aprovechado por aquél sino el mucho más moderno método de la “tele-transportación”. Y, mira por dónde, apareció en Madrid, encontrándose con una lugareña de nombre Bibiana, que le aseguró que había llegado al mejor de los mundos.

Se trataba de un país cuyo único trauma real, durante siglos, había sido el de la invisibilidad de género, solucionado de manera bien inteligente mediante técnicas de desdoblamiento lingüístico, es decir, hablando de miembros y miembras, jóvenes y jóvenas y así sucesivamente. Lo que restablecía el reino de la completa igualdad, y convertía a sus moradores en seres pulcros y correctos. La verdad es que nuestro protagonista se sintió desconcertado: ¿cómo era posible que en un sitio tan primitivo existieran seres ocultos a la luz, y que además el problema pudiera ser arreglado mediante conjuros de carácter verbal?

Como no entendía nada, y no quería que el viaje fuese inútil, buscó al mandamás del lugar, de nombre José Luis, quien se mostró encantado de recibirle pues, en su opinión, había llegado a un reino presidido por la diversidad cultural: aquí se podía ser macho, hembra o hermafrodita con total libertad. Igualmente, era lícito adorar a Mahoma, Cristo o Buda sin ninguna restricción. Todo marchaba la mar de bien, animándole, dado su extraño aspecto, a que reconociera que debía ser adorador del fuego u otra rara divinidad así como su carácter transexual, que sería aireado por los medios de comunicación, como muestra de que nos habíamos convertido en tierra de asilo interestelar.

A la vista de tal marabunta, nuestro protagonista se desplazó unas yardas hasta llegar a un sitio denominado Barcelona en el que, después de interrogarle con desconfianza sobre la posibilidad de que se tratase de un madrileño disfrazado, le comunicaron que allí se vivía muy mal. La raíz de todas sus desgracias parecía estar en que ellos eran descendientes de un tal Roger de Flor, que se había dedicado a repartir mandobles por Neopatria mientras que sus enemigos lo habían hecho por América, lo que originaba una esencial diferencia de identidad. Ya en camaradería, le ofrecieron un líquido llamado cava, lo que determinó que, harto de tanto disparate, y algo achispado, volviese lanzado a su tierra. Lamentablemente se equivocó, reapareciendo a muchos años luz de donde partió.

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