martes, 31 de marzo de 2009

La casa de cristal

El IV Concilio de Letrán, en 1215, convirtió en obligatoria la confesión anual. Se trataba de ofrecer una salida a la angustia de los hombres: El miedo al infierno impedía vivir en paz, era necesario encontrar algún tipo de certeza para el más allá. La buena conducta y los méritos contaban para la salvación, pero desgraciadamente su naturaleza les hacía reincidir en el mal. Entonces, había que ofrecerles un último remedio, el de los sacramentos, especialmente la confesión que estaría a su disposición tantas veces como fuese precisa. Por muy graves que fueses los pecados, el sacerdote podía absolverlos para siempre.

Lutero no aceptaba la justificación por las obras, y condenó la pretensión de la Iglesia Católica de constituirse en intermediaria entre Dios y los hombres, la penitencia dejó de existir. Calvino, sin embargo, introdujo una forma más sutil de control de las conciencias al establecer que el secreto era pecaminoso. Todos los actos debían ser realizados a la luz del sol, el mejor de los desinfectantes. En consecuencia, las pacíficas casas de los burgueses ginebrinos dejaron de utilizar cortinas, era la forma de demostrar que no tenían nada que se pudiera reprochar.

En su momento, Thomas Paine señaló, con toda la perfección descriptiva de los clásicos, que “las cosas que los individuos, guardan en silencio son siempre sus defectos”. No fue consciente de que una mentalidad de esta clase podía degenerar, llegando a tal obsesión por la verdad que las reglas últimas de la intimidad, incluso de la dignidad y del decoro, fuesen obviadas a la hora de su búsqueda. Es cierto que así se eliminan oscuridades y rarezas, sobre todo si se parte de la idea de que lo oculto es reprobable, pero el riesgo de pérdida de la diferencia será también acusado. El secreto no tiene que ser indefectiblemente sucio, como pensaría un puritano. Por el contrario, es una simple muestra del carácter libre de nuestros pensamientos y actos, que no queremos que sean conocidos porque son distintos a los de los demás. La originalidad siempre se ha refugiado en lo más recóndito de la mente.

El mundo se ha convertido en una casa de cristal que puede ser fotografiada, desde todos los ángulos, por cualquier periodista. Nos hemos convencido de la legitimidad de investigar hasta el último rincón, lo que no deja de ser simple cotilleo. Por otra parte, la mayoría de los ciudadanos parece convencida de que contar interioridades, por vergonzosas que tradicionalmente pudieran parecer, constituye una catarsis liberadora. La realidad es que los medios de comunicación, nuevos confesionarios, se han convertido en el escenario utilizado por una legión de enfermizos charlatanes que cuentan sus miserias sin pudor. Un psiquiatra chapucero nos diría que todo es normal, y no lo es.

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