martes, 9 de diciembre de 2008

El suicidio de la cultura


Decía Bertrand Russell que la civilización tiene “la curiosa característica” de que los hombres y las mujeres que la adoptan se vuelven estériles, y cuanto más civilizados más estériles. Lo que le llevaba a afirmar, en 1930, que los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. No se trata de una extravagante elucubración del filósofo británico, ya Alexis Tocqueville había aventurado una afirmación semejante en el siglo XIX.

Hace algunos años, ante una consideración similar, una amiga me objetó que era una simple cuestión de progreso: la liberación de la mujer y su incorporación masiva al trabajo habría llevado a controlar el crecimiento de las familias. Sin embargo, las dudas son legítimas. ¿Y si hubiera algo más? Desde niños, somos conscientes de que la vida es un proceso que termina con la muerte. Por mucha altura que consigamos, tarde o temprano se producirá la caída. Los seres vivos, las ideas, los grandes imperios...

Viene siendo una afirmación repetida que los escalones más altos de la ciencia colindan con la metafísica, con la poesía también; así, se dice que somos “polvo de estrellas” en un camino evolutivo que lleva a la inteligencia. La finalidad del universo sería hacerse consciente de sí, de manera que los hombres constituirían el destino de todo el proceso. ¿Preferiríamos morir una vez que comprendemos? Tendría entonces razón Albert Camus cuando señalaba que el único problema verdaderamente serio es el suicidio: “Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

La civilización es un fenómeno que se expresa a través del pensamiento, la sensibilidad, el arte… Si desaparece, qué quedará de nosotros. De manera optimista, podríamos contestar: la memoria. Ya en un viejo papiro, conocido como Chester Beaty IV, del Imperio Nuevo, se decía que “el hombre perece, su cuerpo se vuelve polvo, pero el libro hará que su recuerdo sea transmitido de boca en boca”. La verdad es, sin embargo, que los bárbaros no aman la literatura, prefieren quemarla. Y no parece que sea un consuelo esperar que vuelva otro Renacimiento.

Vivimos bajo el mito del progreso. Paradójicamente, bajo su amparo, acogemos lo que nos destruye: la tolerancia ante los fanáticos, el relativismo cultural, la debilidad frente a los agresores… ¿No será que de manera inconsciente nos dirigimos al suicidio? Si, al final, de nosotros no queda ni el recuerdo, a lo mejor es que no hemos hecho nada para merecerlo.

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