martes, 30 de marzo de 2010

Millones de estrellas


En mi ciudad, Tánger, estaba fuera de toda duda que las personas sensibles no podían ser alegres. Es más, se consideraba que la inteligencia estaba reñida con la frivolidad. No sé si era una consecuencia del fatalismo árabe que nos rodeaba, o influencia del espíritu existencialista que los franceses, cuyo protagonismo cultural era indudable en la época, nos hacían sentir. De ahí que crecí en un mundo en el que a la manera de Albert Camus se pensaba que el suicidio constituía el único problema filosófico verdaderamente serio. En general todas las personas que me marcaron en la infancia, aunque poseedoras de un notable sentido del humor, eran singularmente tristes.

Hasta tal punto era así que la locura gozaba de evidente prestigio; lógico si se tiene en cuenta que era la manera más rápida de evadirte de las circunstancias. De hecho, para mis abuelos la genialidad era la marca más característica de la demencia. Y no era nada extraño que sus conocidos más cercanos, desde el propietarios del bacalito de abajo hasta el eminente doctor judío que nos atendía, estuvieren más para allá que para acá, por muy genios que pudieran ser. Hoy día, en cambio, nos hemos hecho enormemente vulgares, y ya no hace falta volverse majara para resistir las desgracias de este mundo. Basta con tener una cosa que los expertos, como Luis Rojas Marcos, autor de un libro sobre la materia, llama espíritu de resiliencia.

Se trata, dicen los psiquiatras, de la capacidad de salir indemne, incluso reforzado, de las calamidades y situaciones adversas que a lo largo de su vida puede sufrir cualquier persona. ¿Y si fuera genética esa virtud? ¿Qué haríamos los demás? Los especialitas entienden que todos podemos educarla mediante el cultivo de hábitos como la amistad, el ejercicio, los proyectos…Yo recomendaría algo muy cercano a la locura pero que no comparte su esencia: los sueños. Decía Arthur Clarke que por cada hombre que en el mundo ha existido brilla una estrella en el universo. Es imposible de demostrar, casi con toda seguridad es falso, pero inspira deseos de belleza: los mismos que durante miles de años experimentaron los homínidos al observar el firmamento, en medio de una total oscuridad, lo que pudo impulsarles a transformarse y progresar.

En mi opinión, es esencial también compartir sentimientos de amor hacia tus hijos y la pareja, por eso recomiendo, por muy juvenil que pudiera ser, la obra de Jostein Gaarder “La joven de las naranjas”, o el libro “La carretera” de Cormac McCarthy, mucho mejor que la película posterior. Resistir para salvar a un hijo, como hace el protagonista, constituye un motivo realmente hermoso para vivir.


martes, 23 de marzo de 2010

Balzac y el legislador

Un delicioso relato de Dai Sijie, “Balzac y la joven costurera China”, nos cuenta la historia de dos estudiantes, de una familia de la incipiente burguesía, que son enviados durante la Revolución Cultural a realizar trabajos forzados para conseguir su reeducación en una aldea del interior. Las duras condiciones en que se hallaban pudieron ser aliviadas mediante la lectura de las obras completas del autor de “La Comedia humana”, que encontraron por casualidad entre los restos de una arruinada biblioteca. Como es natural no llegaron a conocer, ni les hubiera interesado, que el escritor aseguraba que su estilo lo depuraba mediante la lectura diaria de dos artículos del Código Civil francés. No es nada extraño si se tiene en cuenta que la inteligencia se demuestra mediante la precisión de lo que pretendemos definir oralmente o por escrito.

La codificación europea intentó ordenar la sociedad con el auxilio de la razón, lo que suponía la utilización de un lenguaje que se expresara mediante normas sencillas y claras. El resultado alcanzó tal calidad que constituyó un modelo a tener en cuenta incluso para quienes quisieran aspirar a la belleza literaria. Desde esta mentalidad, hubiera sido incomprensible pensar que en la España del siglo XXI un precepto de una Ley aprobada en una de nuestras Asambleas, cuya referencia exacta omito por elementales necesidades de discreción, contuviese el siguiente texto: “El productor o la productora se responsabilizará de que el minorista y la minorista proporcionen los bienes al consumidor y consumidora en condiciones de seguridad”. Sus autores se lucieron, a esto se le llama perfección estética… Balzac se hubiera desmayado.

¿Cómo es posible redactar así? El problema no es que escriban mal, es que reflejan su incapacidad para definir la concepción del mundo que pudieran tener, si es que alguna tienen. Cabría una explicación muy manida: La caída del muro de Berlín habría eliminado la lucha ideológica. Occidente habría terminado de edificarse, y ya no existiría nada nuevo que regular. Estaríamos en el mejor de los mundos que tanto deseaba Pangloss. En consecuencia, las leyes ya no son necesarias, y bastaría con meros reglamentos de desarrollo se les diese el nombre que se les diese; ya no hay que buscar la excelencia. Aunque fuera así, a sus redactores habría que exigirles un mínimo de claridad de ideas, que es tanto como decir de educación.

Hubo un tiempo en que al Parlamento se le consideró el Dios de la Ciudad, pues, según Rousseau, sólo los que reúnen las marcas de la divinidad, y la empanada mental no era una de ellas, serían capaces de dar leyes a los hombres. Pero si los ilustrados asistiesen a una sesión de la Carrera de San Jerónimo pensarían que el Diablo estaba haciendo todo género de perrerías, el mundo seguiría en tinieblas y confuso.

martes, 16 de marzo de 2010

La Inquisición contra la Iglesia

Decía Arthur Miller que “el sexo, el pecado y el Diablo fueron vinculados desde la antigüedad y así continuaron en Salem y continúan hoy”, por eso “nuestros adversarios siempre están envueltos en pecado sexual, y es de esta convicción inconsciente de donde obtiene la demonología su atractiva sensualidad así como su capacidad de enfurecer y asustar”. En el fondo, la razón era bien simple: Se vivía con miedo, la existencia de los hombres era tan fugaz y desgraciada que producía la necesidad de someterse a los representantes de la divinidad, que por esencia debían ser respetables y serios.

La Iglesia organizó un instrumento perfecto para vigilar a la sociedad, el inquisitorial, que concibió el placer como su principal enemigo en cuanto producía una alegría liberadora imposible de controlar. La vida era tan miserable, y el comportamiento del hombre tan culpable, de hecho todos nacíamos con la mancha de un “pecado original”, que la única actitud consecuente sería la de la paciente resignación. La felicidad no podía ser de este mundo, y desearla implicaría, al menos, una fuerte dosis de frivolidad. Todavía en los años treinta del pasado siglo, basta con leer algunos capítulos de algo tan infantil como “Las aventuras de Guillermo Brown”, los puritanos ingleses vestían completamente de negro y consideraban la risa como algo inconveniente.

La Inquisición puede ser organizada, de hecho lo ha sido, por cualquier modalidad de pensamiento único. En mi opinión, nuestro universo ha cambiado tanto que, en la actualidad, sus prácticas están siendo utilizadas precisamente contra quienes la inventaron, los cristianos. Los sacérdotes católicos han adquirido la misma condición demoníaca que tuvieron durante siglos los herejes y los descreidos, por la elemental razón de que en la lucha de ideas los partidarios del placer han llegado a triunfar. Para las revoluciones burguesas la búsqueda del bienestar constituía el único objetivo de los seres humanos. Y al final de un accidentado camino han conseguido establecer sociedades prosperas, felices y sanas, ya no hace falta esperar a Dios, lo que es bueno para toda la humanidad.

El problema es que nadie ha conseguido superar todavía la eterna necesidad de perseguir a los disidentes, a los extraños, a los que no son como los demás. Y el celibato se ha convertido en la moderna marca del demonio, quienes lo practiquen serán sospechosos de anormalidad, pedofilia y enfermedad; podría pensarse que los herejes de siempre han encontrado al final la venganza perfecta. Por eso entiendo que una manera de rebelarse contra los imbéciles será la de proclamar que el sacerdocio sigue siendo señal de bondad, educación e inocencia. Los malvados no suelen figurar en sus filas.

martes, 9 de marzo de 2010

El argumentario

Si en el día de hoy se plantease un problema sobre la remolacha temprana que tuviese repercusiones políticas, no sería nada extraño porque nuestros dirigentes las extraen de cualquier cosa, mañana, en el primer telediario, aparecerá Pepiño Blanco explicando cómo la conocida perfidia de los populares habría sido la causante, y desgranando las sabias medidas que el gobierno tendría previsto acometer para tranquilidad de todos y todas, dignos ciudadanos y ciudadanas. Pocas horas después, parlamentarios de las distintas comunidades autónomas comparecerán ante los medios, con gestos serios y responsables, para decir las mismas cosas, prácticamente con idénticas palabras. Finalmente, un concienzudo edil de Alcorcón de los Ciruelos, o de Villanueva del Trabuco, da igual, en entrevista concedida al dinámico reportero de la televisión local repetirá lo dicho por sus compañeros, como si fuera el profundo resultado de una aguda reflexión intelectual.

No es que hayan adquirido facultades de telepatía, simplemente se limitan a leer un exótico documento llamado “argumentario”, que contiene las consignas elaboradas diariamente por su partido para afrontar cualquier cuestión. Aunque parece una broma no lo es, se ha convertido en una técnica más que no ha pasado por alto el PP: Salvo Esperanza Aguirre y Ruiz Gallardón, cuya química personal les impide ponerse de acuerdo en cosa alguna, el resto de sus militantes, como si de vulgares loros se tratase, repiten diariamente las instrucciones que reciben de Madrid, adoptando desde luego los mismos aires de respetables y sabios profesores universitarios que utilizan sus contrarios. Pero como ninguno de ellos posee cualidades para el teatro, todo resulta burdo y de lo más ridículo. ¿Nos toman por tontos? La verdad es que les da absolutamente igual la inteligencia que pudiéramos tener.

Lo que hacen es una mera consecuencia de haber identificado con precisión el segmento electoral que constituye su fuente de votos: La inmensa mayoría de la población, que prácticamente ha perdido toda diferencia distintiva desde el punto de vista ideológico o de la sociología personal. Los antiguos sectores ilustrados proletarios y burgueses ya no cuentan, son insignificantes. Lo único que importan son los votos, y los partidos políticos parecen creer que no es posible conseguirlos sin un discurso carente de matices, contundente y, sobre todo, machacón hasta el infinito, que es el propio de una sociedad infantil.

A los niños hay que tratarlos en forma simple, con palabras claras, no sea que se malogren. Pero si las educadoras van a ser Soraya y Leire Pajín la empanada puede ser de consideración, y no resulta muy esperanzador incidir en una colectiva patología de desarrollo detenido.

martes, 2 de marzo de 2010

Pactos de Gervasio I

Cuentan las crónicas que un buen día del año 2010 el rey Gervasio I decidió proponer a sus súbditos un pacto para superar la aguda crisis que venían padeciendo. La verdad es que se trataba de un país un poco chapucero; la idea no procedía de ningún especialista financiero ni tampoco de un prestigioso catedrático de estructura económica sino de la nuera del monarca, que presumía de su conocimiento de la realidad social, como consecuencia, quizá, de los enfrentamientos que mantenía con un periodista del corazón, llamado Leñafiel, que la traía por la calle de la amargura. Sus continuas críticas le habrían proporcionado experiencia sobre las miserias de este mundo y la idiosincrasia de sus paisanos, por lo que se consideraba capacitada para más altos menesteres que los derivados de sus protocolarias obligaciones como esposa del heredero.

De todas maneras, la ocurrencia no podía ser más brillante pues contribuía a mejorar el prestigio de la Corona, bastante maltrecho desde que Gervasio se había dedicado a ir mandando callar a la gente, y sus familiares empezaran a entrar y salir de museos de cera como si perteneciesen al mundo de la farándula. Por otra parte, un pacto de esa índole contribuiría a reforzar el carácter simbólico y arbitral que parecía corresponder a la alta institución monárquica. Aunque la nuera estaba encantada, no se dio cuenta de que el país era una auténtica jaula de grillos, tampoco de la mezquindad y mala fe que constituían, desde siempre, notas características de su clase política. Así, contra lo que esperaba, la idea fue recibida con sospecha por unos y otros.

Para la oposición, se trataría de una trampa en un momento en que las encuestas le auguraban un cercano triunfo electoral. ¿Por qué habrían de sacar las castañas del fuego a sus enemigos? Y, para el Gobierno, aceptar un pacto implicaba tanto como reconocer que por sí mismo estaba incapacitado para resolver el problema. Pero como hubiera sido de mal tono rechazar la propuesta, decidieron crear un comité. Eso sí, como nadie tenían ningún interés, lo formaron con personas que no tenían la más pajolera noción de economía, con lo que la cosa terminó con declaraciones altisonantes sobre la buena voluntad de los unos y la perfidia y mala fe de los contrarios, y todos se quedaron tan frescos.

En el fondo, lo que ocurría es que los partidos de ese país estaban tan obsesionados con el poder, que no prestaban el más mínimo cuidado a las necesidades reales de los ciudadanos. No es extraño, si se tiene en cuenta que las crónicas nos siguen diciendo que por aquel tiempo la política constituía una mera carrera profesional de la que dependían el futuro y la estabilidad económica de los militantes.