martes, 9 de marzo de 2010

El argumentario

Si en el día de hoy se plantease un problema sobre la remolacha temprana que tuviese repercusiones políticas, no sería nada extraño porque nuestros dirigentes las extraen de cualquier cosa, mañana, en el primer telediario, aparecerá Pepiño Blanco explicando cómo la conocida perfidia de los populares habría sido la causante, y desgranando las sabias medidas que el gobierno tendría previsto acometer para tranquilidad de todos y todas, dignos ciudadanos y ciudadanas. Pocas horas después, parlamentarios de las distintas comunidades autónomas comparecerán ante los medios, con gestos serios y responsables, para decir las mismas cosas, prácticamente con idénticas palabras. Finalmente, un concienzudo edil de Alcorcón de los Ciruelos, o de Villanueva del Trabuco, da igual, en entrevista concedida al dinámico reportero de la televisión local repetirá lo dicho por sus compañeros, como si fuera el profundo resultado de una aguda reflexión intelectual.

No es que hayan adquirido facultades de telepatía, simplemente se limitan a leer un exótico documento llamado “argumentario”, que contiene las consignas elaboradas diariamente por su partido para afrontar cualquier cuestión. Aunque parece una broma no lo es, se ha convertido en una técnica más que no ha pasado por alto el PP: Salvo Esperanza Aguirre y Ruiz Gallardón, cuya química personal les impide ponerse de acuerdo en cosa alguna, el resto de sus militantes, como si de vulgares loros se tratase, repiten diariamente las instrucciones que reciben de Madrid, adoptando desde luego los mismos aires de respetables y sabios profesores universitarios que utilizan sus contrarios. Pero como ninguno de ellos posee cualidades para el teatro, todo resulta burdo y de lo más ridículo. ¿Nos toman por tontos? La verdad es que les da absolutamente igual la inteligencia que pudiéramos tener.

Lo que hacen es una mera consecuencia de haber identificado con precisión el segmento electoral que constituye su fuente de votos: La inmensa mayoría de la población, que prácticamente ha perdido toda diferencia distintiva desde el punto de vista ideológico o de la sociología personal. Los antiguos sectores ilustrados proletarios y burgueses ya no cuentan, son insignificantes. Lo único que importan son los votos, y los partidos políticos parecen creer que no es posible conseguirlos sin un discurso carente de matices, contundente y, sobre todo, machacón hasta el infinito, que es el propio de una sociedad infantil.

A los niños hay que tratarlos en forma simple, con palabras claras, no sea que se malogren. Pero si las educadoras van a ser Soraya y Leire Pajín la empanada puede ser de consideración, y no resulta muy esperanzador incidir en una colectiva patología de desarrollo detenido.

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