martes, 2 de febrero de 2010

Bajeza animal


Estos días se está exhibiendo en las carteleras de toda España una película que me gustaría recomendar: “La cinta blanca”, de Michael Haneke. Frente a las simplezas propias de una sociedad infantil, que adora el espectáculo circense y abarrota los cines para ver la tontería de “Avatar”, la que indico es una obra de arte, amarga y dura, pero que permite pensar. Se han ofrecido muchas interpretaciones, pero en mi opinión lo que en esencia plantea es la búsqueda obsesiva de la perfección, que ha presidido el devenir de las sociedades humanas. Durante siglos hemos pretendido parecernos a un Dios tan vigilante de nuestras conductas que el más leve defecto debía ser objeto de represión. Lo que nos ha convertido en enfermos, porque lo que se oculta termina por estallar en forma explosiva, es decir de la manera sucia y pecaminosa que obsesivamente queríamos evitar.

Una persona sana sabe que su intimidad tiende a la transgresión, pues los defectos son una parte de su propio ser, que se pueden controlar siempre que sepamos expresarlos con normalidad. En este sentido, hay una cuestión que raramente se ha puesto de manifiesto, pero que es digna de consideración: en la historia de los hombres ha tenido una importancia esencial la comparación con el resto de los animales. Y es que la suciedad y bajeza de las bestias, especialmente de las más repugnantes, lleva al individuo sobre todo en épocas en que la miseria y zafiedad estaban completamente generalizadas a buscar un elemento de diferencia que nos haga únicos, y nos eleve sobre el resto de los seres de la naturaleza. No podemos ser iguales a ellos, hay algo, quizás un soplo divino, que nos marca eternamente.
Bernard Mandeville, en La fábula de las abejas, se refiere a los hombres que "desprecian todo lo que pueden tener de común con las criaturas irracionales, resisten, con la ayuda de la razón, sus inclinaciones más violentas; y en continua lucha consigo mismos anhelan nada menos que el dominio de sus propias pasiones”. En este sentido, es necesario señalar el miedo patológico al sexo, que se revela como el elemento humano más próximo a la cruda animalidad. Paradójicamente, esos mismos seres que preconizan un amor exclusivamente espiritual y santo sucumben, una y otra vez, a los aspectos más sórdidos de la genitalidad, véase la película.

Estamos obsesionados por la necesidad de distinción, bien nos la otorgue el alma o la razón. Los científicos dicen que lo propio de nuestra naturaleza es la conciencia del yo. Sin embargo, hay monos que son capaces de reconocerse en un espejo, y distintas especies experimentan dolor por la muerte de sus seres queridos. En muchos casos, las diferencias son meramente cuantitativas y, si lo aceptáramos, seríamos capaces de superarnos sin morbo ni enferma represión.

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