martes, 24 de noviembre de 2009

El secuestro de la fragata

Se dice que el mayor orgullo para un viejo jacobino era el de poder afirmar que había combatido a las órdenes de Napoleón en Austerlitz, Wagram o Jena. Las conquistas de la revolución francesa pudieron ser defendidas gracias a la leva de un ejército de sans culottes que, a los acordes de la Marsellesa, se opuso primero a la invasión de las potencias del antiguo régimen para luego extenderse por todo el continente europeo. Y en la guerra civil española sin la existencia del Quinto Regimiento, convertido en la base del ejército popular, la sublevación militar se hubiera impuesto en pocos meses. Un Estado debe utilizar la violencia, y no tiene que sentir ninguna vergüenza por ello. ¿Por qué habría de tenerla? Por muy pacifista que se quiera ser, hay momentos en que resulta necesario defenderse.

Nosotros no solamente hemos eliminado el servicio militar obligatorio, que, por cierto, constituyó siempre un objetivo revolucionario sino que pretendemos transformar a las fuerzas armadas en una organización humanitaria, lo que implica una enorme confusión conceptual, que afecta a la esencia misma del Estado. Los soldados tienen una legitimidad que deriva del “pacto social”; se les concedió el monopolio de la coacción física con la finalidad de superar el anárquico mundo de lobos primigenio. El Ejército constituye un instrumento de política exterior y de protección de los intereses nacionales, sobre todo los de defensa, ¿o es que ya no los tenemos?

Es evidente que sí, somos uno de los pocos países europeos con riesgo cierto, a medio plazo, de conflicto bélico. Ningún político responsable puede olvidar que poseemos enclaves poblacionales, como los de Ceuta y Melilla, por no hablar de los peñones o las islas Chafarinas, que son objeto de reivindicación permanente por otra potencia. Cuando nos los reclamen, y todo el mundo sabe que más pronto que tarde lo van a hacer, ¿qué haremos? Cabe una opción, la de retirarnos sin disparar un tiro; ya lo hicimos en el Sahara, provincia teóricamente tan española como Cádiz, pero hacer el ridículo otra vez no parece muy sensato.

De todas las maldades que se han oído con ocasión del Alakrana, la más graciosa ha sido la del tertuliano que se atrevió a preguntar si eran ciertas las noticias relativas a que la fragata Canarias había sido también secuestrada. Gracias a Dios no fue así, aunque más de uno se lo creyó. Maquiavelo decía que más valía ser temido que amado. Nosotros hemos optado por lo segundo, y nos van a terminar adorando con pasión los piratas del Índico, las milicias armadas de Somalia, a las que vamos a formar para que luego nos extorsionen, y los desalmados de todo pelaje que pululan por tierra y por mar.

martes, 17 de noviembre de 2009

Adiós, Lenin,adiós

Jean Paul Sartre pensaba que “todo relato introduce en la realidad un orden falaz”, pues da coherencia, con un principio y un final, a unos hechos siempre caóticos, y que pueden ser interpretados de la más diversa manera. Por ejemplo, la caída del muro de Berlín, que ahora se conmemora, es entendida en Occidente desde unas ideas previas que la explican con un cariz esencialmente negativo: el fracaso del sistema comunista, la tristeza y la ausencia de libertad. “La vida de los otros”, excepcional película de Donnersmarck, nos proporciona el marco, una sociedad asfixiante, en la que todos actúan como policías, hasta los amantes se convierten en chivatos, y la libertad no es más que un sueño. Nada de esto puede discutirse, porque responde a la verdad.

Pero los hechos pueden ser ordenados utilizando esquemas distintos, como los que permite el dato escasamente difundido de que miles de berlineses, a los pocos días de la desaparición del muro, se reunieran para entonar juntos, melancólicamente y puño en alto, los sones de La Internacional. No pretendían nada, ni siquiera una protesta, constituyó un gesto estético de lamento por la pérdida de un mundo que consideraban bello. Hace pocas fechas, yo mismo pude observar en la Alexanderplatz como una viejecita, muy parecida a la de “Good bye Lenin”, sentada en un banco con un acordeón, tocaba con orgullo la canción de “El Partisano”. De tiempo en tiempo, otros ancianos se iban acercando disimuladamente para dejar caer su óbolo. Se trata de una narración tan falaz como la primera, pero nos sirve para recordar que las cosas no son nada simples, y que el comunismo fue la ideología de los pobres de la tierra, de los desamparados.

Por otra parte, sus militantes lucharon contra el fascismo con un coraje y solidaridad admirables, sin ellos no hubiera sido posible la democracia, al menos en España. ¿Por qué perdieron? Basta leer al propio Marx para comprenderlo, la realización del socialismo sólo sería posible en países con un alto desarrollo económico, Inglaterra y Alemania esencialmente. En cambio, triunfó en Rusia y China, países feudales donde la apropiación de los instrumentos de producción daba lugar, como señalaron los teóricos, a “la generalización de la miseria”, y nada pueden las ideas, por utópicas que sean, contra el primitivo y egoísta instinto de sobrevivir.

En cuanto a la libertad, carecieron de ella, la eliminaron. Pero es posible que, de manera más divertida, y con dinero, los occidentales lleguemos al mismo resultado, convirtiendo en enfermos a los que disienten, y uniformando los deseos de los hombres a través de la publicidad. Con formas inteligentes de control, sin tortura, ni policía política, aplicando pura eficacia capitalista, puede operar también el “Gran Hermano”.

martes, 10 de noviembre de 2009

Los delirios de Segismundo

Clamaba Segismundo en su prisión: “¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Y bien razón que tenía; la historia de todas las generaciones que en el universo han sido se ha basado en percepciones completamente falsas de la realidad, en delirios. Al menos de manera intuitiva siempre lo hemos sabido, basta para constatarlo la influencia cultural en Occidente del “mito de la caverna”. Somos conscientes de que avanzamos a tientas y sobre los cimientos del error, no obstante los seguimos cometiendo una y otra vez. No escarmentamos.

El 9 de diciembre de 1484 el papa Inocencio VIII publicó la bula “Summis desiderantes afectibus” en la que comunicaba a los fieles: “recientemente ha venido a nuestro cierto conocimiento, no sin que hayamos pasado por un gran dolor, que en algunas partes de la alta Alemania, cierto número de personas de uno y otro sexo, olvidando su propia salud y apartándose de la fe católica, se dan a los demonios íncubos y súcubos por sus encantos”. A nadie se le ocurrió pensar que no regía bien, todo lo contrario, el sumo representante de Dios en la tierra no podía equivocarse en materia tan seria como la del pecado. Las consecuencias no tardaron en llegar, Europa se llenó de hogueras. A lo mejor no estaba loco, pero no interpretaba correctamente el mundo exterior, tenía malos sueños, y cuando la humanidad se dio cuenta no había tiempo para reaccionar.

En los años treinta del pasado siglo, “el padrecito Stalin”, en la cumbre de su poder, adorado como el Dios de la racionalidad y del desarrollo histórico por la mitad de la humanidad, decidió incoar los denominados “procesos de Moscú, arrojando al banquillo a los fundadores del estado soviético: Bujarin, Kamenev, Zinoviev y Radeck entre otros. Se les acusó del asesinato de Kirov, de estar al servicio de Alemania y de haber traicionado a la patria del comunismo. Las acusaciones era disparatadas, y desde luego Stalin no era tan crédulo como Inocencio VIII, pero las calles se llenaron de millones de manifestantes gritando: “muerte a los perros fascistas”. Fueron ejecutados a virtud de un delirio.

Actualmente, creemos que vivimos en el más sensato de los mundos, en la patria del progreso y la libertad. Sin embargo, cabría preguntarse si los paradigmas políticos en los que nos movemos, desde el pacifismo militante a las estrategias de la paridad, pasando por el papel representativo de los partidos políticos y la bondad de las autonomías territoriales, no se revelarán también falsos espejismos. Los hombres de todas las épocas se han creído sabios y justos, el tiempo ha demostrado que soñaban, eran simples ilusos.

martes, 3 de noviembre de 2009

La Inquisición del corazón

En una sociedad inquisitorial el alma individual carece de peso frente a la finalidad de un partido, del aparato estatal o, incluso, de las exigencias del espectáculo. Si el hombre no tuviese valor, ¿qué sentido tendría respetarle sus secretos? En cambio, desde el momento en que se reconoce que lo tiene tanto que es titular de un derecho a vivir con absoluta libertad, y que la organización de la sociedad debe ir encaminada a garantizarlo, estamos optando por un determinado tipo de colectividad que encuentra su último fundamento en el propio individuo, que es tanto como decir en su esencialidad. En la excelente obra de Arthur Koestler, El cero y el infinito, el comunista Rubachov le pregunta despreciativo a un oficial zarista ¿qué es la dignidad? Y la respuesta: “una cosa que la gente como tú no comprenderá jamás”.

Desde luego, nuestra actual sociedad mediática parece que no es capaz de hacerlo, la prueba es que la vida pública y el pensamiento han dejado de interesar. Lo único que importa son los recovecos más morbosos de la privacidad. Pero, si nuestra esfera íntima deja de estar amparada por el secreto, si todo el mundo, también los poderes públicos, pudiese conocerla, se llevaría a la perfección el 1984 de Orwell. Es decir, estaríamos ante una comunidad totalitaria, que, se lo propusiera conscientemente o no, sofocaría la libertad. El propio individuo dejaría de existir, pues el control mental eliminaría toda manifestación de diferencia.

El miedo a la sanción jurídica o moral, al simple desprecio de los demás, traería como consecuencia la búsqueda de la uniformidad. Una sociedad tan igualitaria que eliminase la personalidad no es una lejana posibilidad, al menos a nivel estético ha sido contemplada de manera bien brillante: Así, literariamente, Mr. Forster, alardeando de los avances en la ingeniería genética, señalaba que “ellos [los científicos] no se limitaban a incubar embriones…También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros embriones como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones”. Desde el punto de vista de la eficacia, un universo de seres idénticos, genética o artificialmente programados, no dejaría de constituir una conquista, al menos para los partidarios de las máquinas, pues el pensamiento original implica sentido de la diferencia, por tanto posible oposición, que dificulta su rítmico funcionamiento.

Cuando han dejado de plantearse posibilidades de organizar la vida política, y los ciudadanos se apasionan exclusivamente por los defectos de los demás, la conclusión no puede ser más triste: nada puede cambiar, todos los hombres somos enfermos. Más valdría que el Estado, o los medios de comunicación, nos programaran iguales y tontos.