martes, 3 de noviembre de 2009

La Inquisición del corazón

En una sociedad inquisitorial el alma individual carece de peso frente a la finalidad de un partido, del aparato estatal o, incluso, de las exigencias del espectáculo. Si el hombre no tuviese valor, ¿qué sentido tendría respetarle sus secretos? En cambio, desde el momento en que se reconoce que lo tiene tanto que es titular de un derecho a vivir con absoluta libertad, y que la organización de la sociedad debe ir encaminada a garantizarlo, estamos optando por un determinado tipo de colectividad que encuentra su último fundamento en el propio individuo, que es tanto como decir en su esencialidad. En la excelente obra de Arthur Koestler, El cero y el infinito, el comunista Rubachov le pregunta despreciativo a un oficial zarista ¿qué es la dignidad? Y la respuesta: “una cosa que la gente como tú no comprenderá jamás”.

Desde luego, nuestra actual sociedad mediática parece que no es capaz de hacerlo, la prueba es que la vida pública y el pensamiento han dejado de interesar. Lo único que importa son los recovecos más morbosos de la privacidad. Pero, si nuestra esfera íntima deja de estar amparada por el secreto, si todo el mundo, también los poderes públicos, pudiese conocerla, se llevaría a la perfección el 1984 de Orwell. Es decir, estaríamos ante una comunidad totalitaria, que, se lo propusiera conscientemente o no, sofocaría la libertad. El propio individuo dejaría de existir, pues el control mental eliminaría toda manifestación de diferencia.

El miedo a la sanción jurídica o moral, al simple desprecio de los demás, traería como consecuencia la búsqueda de la uniformidad. Una sociedad tan igualitaria que eliminase la personalidad no es una lejana posibilidad, al menos a nivel estético ha sido contemplada de manera bien brillante: Así, literariamente, Mr. Forster, alardeando de los avances en la ingeniería genética, señalaba que “ellos [los científicos] no se limitaban a incubar embriones…También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros embriones como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones”. Desde el punto de vista de la eficacia, un universo de seres idénticos, genética o artificialmente programados, no dejaría de constituir una conquista, al menos para los partidarios de las máquinas, pues el pensamiento original implica sentido de la diferencia, por tanto posible oposición, que dificulta su rítmico funcionamiento.

Cuando han dejado de plantearse posibilidades de organizar la vida política, y los ciudadanos se apasionan exclusivamente por los defectos de los demás, la conclusión no puede ser más triste: nada puede cambiar, todos los hombres somos enfermos. Más valdría que el Estado, o los medios de comunicación, nos programaran iguales y tontos.

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