martes, 17 de febrero de 2009

Los matices de Garzón

Es verdad que Garzón está haciendo un daño enorme a la carrera judicial. Un magistrado tiene que dedicarse a estudiar, analizar lo investigado, dudar mucho y, al final, decidir. La persecución urbi et orbi de los delitos es una tarea más propia de los viejos inquisidores obsesionados por el pecado y, en todo caso, del aparato policial. Sin embargo, un porcentaje nada desdeñable de los aspirantes a la judicatura española ha tomado como modelo a un señor que parece convencido de que su natural misión es la de restablecer la honradez en el mundo. Cree que está participando en una guerra en la que en un lado están los buenos, en el otro los malos, y él se ha puesto al lado de los primeros. Lo que es un error infantil, un buen juez debe constituir una garantía para todos, incluso para los delincuentes.

Es también verdad que, antes que hacer justicia, parece dedicarse al arte escénico. Probablemente le gustan mucho las películas de pistoleros: no en vano garçon significa muchacho en francés. Pero no se da cuenta de que, si transforma los tribunales en un teatro, se verá obligado a que sus faenas tengan un buen final, es decir, consigan el aplauso. Todo lo contrario a lo que debería procurar: realizar su labor en silencio, sin que el ego se convierta en protagonista pues, si lo fuese, lo que pretenderá es brillar y tener razón cuando el acto del juicio debe ser objetivo y desapasionado. Su sentido exclusivo se limita a la aplicación de la ley en forma anónima, pues, para evitar parcialidades, el mundo de vivencias e ideas personales del que juzga no tendría para nada que contar.

No puede dudarse tampoco que los jueces no solamente deben ser honestos sino parecer que lo son, como reiteradamente ha señalado la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En consecuencia, han de alejarse de las relaciones sociales y de la participación en actos mundanos o políticos, sobre todo cuando la importancia de los asuntos de su competencia puede afectar a un sinnúmero de personas inconcretas, que estarán interesadas en influirles. Si llegas a sospechar del juez que te acusa, perderás serenidad en tu defensa, lo que no debe admitirse en un Estado de Derecho. Además, si te convences de que eres el terror de los corruptos, fomentarás el trato con los limpios de corazón, pero ya no serás un juez imparcial.

Todo lo anterior es cierto, pero también lo es que el hecho de aceptar la invitación a una cacería, aunque sea poco estético y se coincida con un ministro, mientras no se aporte nada más, no autoriza a deducir sombra alguna de connivencia reprobable. Deslizarla sin base, aparte de ridículo, produce serio daño a las instituciones, lo que no es propio de un partido conservador.

martes, 10 de febrero de 2009

¿Alianza de civilizaciones?

En este país la existencia de Dios empieza a ponerse en cuestión, además, como si se tratase de un gesto de valentía, se decide plantearlo en público. La verdad es que el riesgo no es muy grande, la duda ha sido siempre una de las marcas de la civilización occidental. No pasa nada, ni siquiera un escándalo real. Siempre, claro está, que al progresista de turno no le dé por negar a Alá; si fuese así tendríamos un conflicto diplomático inmediato, y nuestros turistas podrían ser objeto de cualquier atentado en una nación de confesión islámica.

Una fatwa, dictada por Ruhollah Jomeiní el 14 de febrero de 1989, instó a la ejecución de Salman Rushdie por el supremo pecado de apostasía. El motivo real consistía en la publicación de un simple libro, bien malo por cierto, en el que hacía referencia a unos “versos satánicos” presuntamente escritos por Mahoma, cuya realidad histórica ha sido siempre negada por sus fieles. En cambio, en España, el deporte de moda es declararse apóstata, y si la Iglesia pone alguna objeción, por nimia que fuera, se verá calificada de retrógrada, opresora y vulneradora de los más elementales derechos humanos. Además, el Estado será considerado cómplice de la iniquidad.

Hemos llegado a tal grado de protección de la mujer que las listas electorales tienen que ser rigurosamente paritarias, el acceso al empleo no puede reflejar diferencias que la perjudiquen, y la utilización del masculino genérico ha dejado de ser un problema gramatical para convertirse en muestra de mal gusto o de machismo inapropiado. Sin embargo, si quienes llevan un velo para ocultar su rostro, comparten su matrimonio con otra u otras señoras, o les está prohibido conducir un vehículo son musulmanas, entonces no. Hay que respetarlo como muestra de pluralismo cultural. ¿Nos hemos vuelto locos?

Cuando Voltaire escribió su “Tratado sobre la tolerancia” creía que el problema de la sociedad radicaba en el fanatismo, no se daba cuenta que, con el tiempo, la estupidez se convertiría en su mejor protección. A nadie se le ocurre firmar una alianza con quien le pretende destruir: ¿qué puede aportarte a cambio de tu silencio? Si en la segunda guerra mundial los aliados hubieran continuado en su política de apaciguamiento, ahora todos seríamos nazis. Una cosa es el respeto hacia la magnífica cultura que ha generado el Islam, su profundidad espiritual y filosófica, o los logros de su arte, y otra, bien distinta, la aceptación de costumbres que no constituyen su esencia y que no son expresión más que de retraso. Nos olvidamos que, en esos países, sus clases cultivadas comparten nuestros valores y las estamos abandonando.

martes, 3 de febrero de 2009

La vulgarización de los jueces

Cuenta la leyenda que Federico II de Prusia decidió demoler un molino que, con el ruido de sus aspas, turbaba la tranquilidad del magnífico palacio real de “Sans Souci”, en Postdam. Sin mayor preámbulo, le ordenó al molinero que lo tirara, recibiendo una respuesta que ha permanecido como modelo de las garantías proporcionadas por un Estado de derecho: “¡Majestad, aún hay jueces en Berlín!” Los magistrados eran respetables porque ejercían una función que se pensaba sagrada, la de aplicar la ley, y ni siquiera el Rey podía obviarlos. Es verdad que a veces se encerraban en sí mismos, y caían en el rito y la jerga incomprensible. Sin embargo, nadie podía imponer su voluntad sin fundamento legal suficiente, en tanto existiesen.
Ahora, en cambio, son objeto de todos los ataques y un conocido escritor se ha referido a ellos como “esos pelanas” capaces de incoar procedimiento contra un Jefe de Gobierno, sin haber sido objeto de ningún tipo de elección. Olvida que su legitimidad proviene del mérito y la capacidad, que constituyen la base sobre la que se consolidaron las revoluciones burguesas. Todos los hombres son iguales sí, pero con la distinción que deriva de las virtudes y los talentos, según retóricamente señalaba la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789. En la Europa continental se ha creído que el Derecho tiene tales complejidades y matices, que sería necesario dejarlo en manos de especialistas, y se estableció la técnica de la oposición para el acceso a la función judicial.

En el fondo de todas las críticas, late lo que Alexis de Tocqueville denominaba la irresistible tendencia a la igualdad de las sociedades modernas: nadie puede ser más que nadie, por mucha sabiduría o brillantez que pretendiera poseer. Los titulares de los poderes legislativo y ejecutivo ya son idénticos a los demás ciudadanos. Hemos conseguido hacerlos tan vulgares, que su misión ha dejado de constituir un privilegio, todo lo contrario, al humanizarlos los despreciamos. Nos burlamos de su ignorancia, cuando paradójicamente la hemos querido. Al final, el debate ha desaparecido, ya no interesa.

Existe todavía un reducto que funciona con reglas no accesibles al profano, lo que refuerza su misterio: el de un sistema judicial a cargo de funcionarios caracterizados por el dominio de una técnica depurada durante siglos, con tanto poder que pueden decidir sobre la vida y la libertad. Y lo que ocurre es que las masas no pueden aceptar una institución así, en manos de una minoría no controlada por ellas. Prefieren que los jueces sean bien vulgares, aunque desaparezca la justicia.