martes, 3 de febrero de 2009

La vulgarización de los jueces

Cuenta la leyenda que Federico II de Prusia decidió demoler un molino que, con el ruido de sus aspas, turbaba la tranquilidad del magnífico palacio real de “Sans Souci”, en Postdam. Sin mayor preámbulo, le ordenó al molinero que lo tirara, recibiendo una respuesta que ha permanecido como modelo de las garantías proporcionadas por un Estado de derecho: “¡Majestad, aún hay jueces en Berlín!” Los magistrados eran respetables porque ejercían una función que se pensaba sagrada, la de aplicar la ley, y ni siquiera el Rey podía obviarlos. Es verdad que a veces se encerraban en sí mismos, y caían en el rito y la jerga incomprensible. Sin embargo, nadie podía imponer su voluntad sin fundamento legal suficiente, en tanto existiesen.
Ahora, en cambio, son objeto de todos los ataques y un conocido escritor se ha referido a ellos como “esos pelanas” capaces de incoar procedimiento contra un Jefe de Gobierno, sin haber sido objeto de ningún tipo de elección. Olvida que su legitimidad proviene del mérito y la capacidad, que constituyen la base sobre la que se consolidaron las revoluciones burguesas. Todos los hombres son iguales sí, pero con la distinción que deriva de las virtudes y los talentos, según retóricamente señalaba la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789. En la Europa continental se ha creído que el Derecho tiene tales complejidades y matices, que sería necesario dejarlo en manos de especialistas, y se estableció la técnica de la oposición para el acceso a la función judicial.

En el fondo de todas las críticas, late lo que Alexis de Tocqueville denominaba la irresistible tendencia a la igualdad de las sociedades modernas: nadie puede ser más que nadie, por mucha sabiduría o brillantez que pretendiera poseer. Los titulares de los poderes legislativo y ejecutivo ya son idénticos a los demás ciudadanos. Hemos conseguido hacerlos tan vulgares, que su misión ha dejado de constituir un privilegio, todo lo contrario, al humanizarlos los despreciamos. Nos burlamos de su ignorancia, cuando paradójicamente la hemos querido. Al final, el debate ha desaparecido, ya no interesa.

Existe todavía un reducto que funciona con reglas no accesibles al profano, lo que refuerza su misterio: el de un sistema judicial a cargo de funcionarios caracterizados por el dominio de una técnica depurada durante siglos, con tanto poder que pueden decidir sobre la vida y la libertad. Y lo que ocurre es que las masas no pueden aceptar una institución así, en manos de una minoría no controlada por ellas. Prefieren que los jueces sean bien vulgares, aunque desaparezca la justicia.

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