martes, 4 de agosto de 2009

Descartes y los tontos

Hay veces, dado el espectáculo que diariamente contemplamos, que se tiene la tentación de afirmar que nuestra vida pública, el mundo en general, se ha llenado de tontos, algunos de un remate próximo a la genialidad. Sin embargo, hay que tener mucha medida a la hora de juzgar: Baltasar Gracián, en su jesuítico “Arte de la prudencia”, después de coincidir en que “el universo está lleno de necios”, pues, en su opinión, lo son “todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”, advertía que el mayor de todos “es el que no se considera tal pero califica así a los demás”. Vayamos con cuidado, pues, no sea que hagamos el más espantoso de los ridículos obviando nuestra propia necedad.

Lo mejor será que utilicemos el único método que, durante siglos, ha servido para obtener resultados matemáticos, es decir, que se pueden experimentar y demostrar: el racional. Para Descartes, su primera regla, era “no aceptar nunca como verdadera ninguna cosa que no conociese con evidencia que lo era”, evitando la precipitación y el prejuicio. Así, cuando vemos a Berlusconi proyectando videos de sus reuniones con altos dignatarios a preciosas señoritas, no conocidas precisamente por la profundidad de juicio ni por su dominio de la política internacional, no tendremos más remedio que deducir que se trata de un caso particularmente patológico de cerril vanidad. No hay ninguna duda de la estulticia, y si la afirmamos no corremos riesgo de ir contra prestigiosas normas de carácter científico.

Hay que reconocer que analizar el tema en España es más complicado por elementales razones: no se puede ir llamando por las buenas tonta a gente conocida y, en principio, respetable. Para evitar problemas será mejor que nos limitemos a sacar conclusiones en casos tan extremos que merezcan el calificativo de “capirote”, así obviaremos los dudosos que puedan inquietar a nuestro sentido ético. Pues bien, incluso con esta prevención, el examen de nuestra clase política no puede ser más desalentador, basta con poner de relieve un solo incidente: cómo calificar a unos dirigentes que dedican sus fuerzas de policía a espiarse los unos a los otros, no para proteger trascendentales secretos de estado, que desde luego no han tenido nunca, ni son capaces de tener, sino para chantajearse con líos y chismes.

La verdad es que existen motivos para preguntarse con preocupación en manos de quién estamos. Tomando el tema con cierta seriedad, en principio difícil de tener, cabría deducir que las denominadas “corrientes subterráneas de la historia” de las que nos han hablado relevantes tratadistas, contra las que el individuo aislado nada puede hacer, nos llevan al dominio de la general estupidez.

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