martes, 5 de mayo de 2009

La manada común

En 1917 los leninistas reclamaron todo “el poder para los soviets”, lo que constituyó el final de un proceso de pura racionalidad que se inició cuando la Constitución jacobina de 1793 proclamó que “la soberanía residía en el pueblo”. El dirigente socialista alemán Lassalle, en un discurso a los trabajadores en 1862, había señalado: “El Estado os pertenece a vosotros, a las clases necesitadas, no a nosotros, los acomodados”. El sufragio universal se generalizó, en los siglos XIX y XX, en todo el mundo occidental, lo que, acompañado de la apropiación colectiva de los medios de producción, o su control en el Estado del Bienestar, significaría que la inmensa mayoría de la población se hacía dueña de su destino.

A lo largo del XIX, el pensamiento reaccionario había combatido tal género de ideas como reflejo del terror a lo que Burke denominaba la “manada común”. Su argumento era bien sencillo: si los niños permanecen fuera de la política activa, los incapaces por razones de analfabetismo (léase pobreza) debieran encontrase en la misma situación. Para Guizot, sólo “la clase media forma la opinión y debe dirigir la sociedad, el pueblo no tiene tiempo de pensar”. Pero se trataba de un simple prejuicio que venía a ocultar un miedo, el de que la voluntad de la mayoría eliminase los privilegios de los pudientes. “Todo el poder para el pueblo” constituyó ciertamente un objetivo progresista y revolucionario que ha movido a los hombres más conscientes y preparados de la sociedad occidental.

Para algunos ingenuos, tal aspiración se habría hecho ya efectiva, no se dan cuenta de que imperceptiblemente, por falta de dirección política, de conciencia o preparación, el pueblo puede degenerar en populacho, algo distinto, que se confunde con una masa que, como dice Ortega, “arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto”. Y es que, “sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y la impone dondequiera”, y no es una cuestión teórica. Obsérvese la televisión, el instrumento más efectivo para conocer el nivel cultural, solamente lo espectacular, morboso, y sucio, cuanto más sucio mejor, se impone en ella.

Los jóvenes que en los años setenta soñábamos con un mundo mejor no podíamos imaginar que el resultado iba a ser un Berlusconi eligiendo mujeres para su Gobierno según lo prominente de sus senos, o la belleza de sus figuras, ni tampoco que los miembros de una asamblea legislativa, mayoritariamente social demócrata, se caracterizarían por la ausencia de auténtico debate sustituido por la fuerza de los abucheos, los incondicionados aplausos y los votos dirigidos. Si Lenin reviviera a lo mejor se metía a monje cartujo, las leyes de la historia no habrían llevado más que al absurdo.


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