jueves, 26 de julio de 2018

Eros y civilización ¿Qué está pasando? ABC Sevilla


Le Tribun du peuple publicó el 30 de noviembre de 1795 el célebre “Manifiesto de los Iguales”, cuyo autor era el poeta Sylvain Maréchal, que pretendía ser la señal de agitación de un movimiento cuyos dirigentes más destacados eran Babeuf y Filippo Buonarroti. Ante el fracaso de los hebertistas y la ejecución de Robespierre, intentaron llevar a su final las conquistas de 1789.  Sus tesis eran muy simples y seductoras para las masas desposeídas: los "malvados" impiden la felicidad de los hombres, y por su culpa los más pobres se ven privados de los medios necesarios para subsistir. Hay un remedio sencillo, llevar hasta sus últimas consecuencias la Revolución. Por eso, en "El Manifiesto" se anunciará que la francesa no ha sido más que la precursora de otra conmoción, la definitiva, "bien plus grande, bien plus solennelle, et qui sera la dernière...", la que establecerá la comunidad de bienes. Y, efectivamente, para amplios sectores del pensamiento occidental los siglos XIX y XX han podido analizarse a la manera de un proceso tendente a conseguir, por distintas vías, la igualdad de condiciones entre los hombres.
                
Más de dos siglos después, y habiéndose alcanzado efectivamente con el “Estado del Bienestar” amplísimas cotas de justicia social y reparto de la riqueza, a despecho de las críticas de Piketty, vivimos lo que Sylvain Maréchal calificó de manera pomposa de última revolución, pero ya no es de carácter económico ni social sino sexual, íntimamente unida a la “liberación” de la mujer.  Se inicia en 1968 y alcanza cotas de radicalidad hasta el  estallido final de estos momentos. La distinción entre género y sexo y la aceptación de todas las formas de sexualidad y amor, hasta las que hace poco tiempo eran consideraras extravagantes e imposibles de tratar con seriedad, constituye un cambio, en principio inconcebible, de las relaciones sociales y de las formas de comportamiento individual. Bien está lo que bien acaba, y el mismo Jesucristo instauró una religión del amor. Pero, ¿nos damos cuenta de lo que está pasando?

Considerar simplemente que se trata de un momento histórico de profundización de la libertad sería una reflexión acertada pero insuficiente. Debe haber algo más, y lo cierto es que ya había sido previsto aunque no con las características de ahora. En este sentido, basta con analizar el pensamiento de Sigmund Freud, y el de sus seguidores. Uno de los grandes pensadores del siglo XX, Herbert Marcuse, filósofo y sociólogo judío de nacionalidad alemana, al que se adscribe como miembro destacado de la Escuela de Frankfurt, y que personalmente me influyó en gran medida en mis tiempos “rojos”, vislumbró con la agudeza anticipativa propia de los genios no sólo que la sexualidad es una de las manifestación esenciales de la personalidad, ya lo había dicho Freud, también el filósofo británico Bertrand  Russell, sino que “el instinto sexual está marcado con el sello del principio de la realidad” porque la civilización habría necesitado siempre una rígida restricción del placer. Y si ello fuese así, su conquista dependería exclusivamente de la estabilidad social, el nivel educativo y, sobre todo, del desarrollo económico.

Así lo entendía Marcuse, y ya en los años sesenta defendió la tesis según la cual  las sociedades occidentales habrían  creado los requisitos  para el  surgimiento de una civilización no represiva. De ahí, la reivindicación del “amor libre” de los seguidores de “Mayo del 68”. Cabría preguntarse si no hay nada más. ¿No existe un problema moral? Dostoyevski escribió "si Dios no existiera, todo estaría permitido", y Sartre sacó entonces sus consecuencias: “Si Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas”. No tendríamos ninguna, y nuestro comportamiento deberemos decidirlo por nosotros mismos. Pues bien, es el momento de pensar: si Dios no existe, apriorismo que no tiene por qué ser admitido, el hombre por sí solo debe establecer sus propios principios y exigencias de conducta. Con la advertencia que no existe ninguna moral que pueda abstraerse de la propia condición biológica. Si es así, las restricciones al principio del placer han derivado hasta ahora del hecho de la maternidad.

La heterosexualidad habría sido una exigencia de la necesidad de reproducción, es decir, de la supervivencia de la especie. Pero cuando la humanidad no necesita o no quiere crecer deja de ser necesaria. Sin embargo, probablemente porque voy para mayor, mis héroes femeninos han sido siempre mujeres de las que enamorarse se llamen Daisy Miller, Ana Karenina o Marie Duplessis. Además, sea cuál fuere la moral dominante en cada momento, lo cierto es que las civilizaciones que dejan de crecer se hunden en la decadencia. No sería la primera vez que ocurre, así que por la cuenta que nos trae más valdría mantener la caduca heterosexualidad. Sería suicida que lanzáramos al basurero de la historia al pobre Bécquer, o le convirtiéramos en un heterodoxo de gran peligrosidad.


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