sábado, 16 de marzo de 2013

La Inquisición de la transparencia


La exigencia de un mayor control de la ciudadanía sobre los políticos se ha convertido en tópico, todos están de acuerdo:  las instituciones, desde la casa real hasta el último de los ayuntamientos, deberían someterse a transparencia. A veces, como si estuvieran descubriendo el Pacífico, algunos contertulios aseveran bien solemnemente que "nos deben rendir cuenta hasta de la última peseta". Muy bonito y muy correcto; pero, aparte de no constituir ninguna novedad, lo expresaron los primeros constituyentes franceses, no se dan cuenta que, hoy día, reivindicaciones de esa índole están más cerca de un temperamento inquisitorial que de otra cosa.

No reflejan más que desprecio hacia los representantes del pueblo, y puede que se lo merezcan. Pero debemos darnos cuenta que vivimos la destrucción de una civilización. Durante siglos, los parlamentarios fueron caracterizados por notas inmateriales, prestigio, popularidad, carisma, tanto más fuertes cuanto profundas sus relaciones con los ciudadanos. La relación elector-electo teóricamente construida sobre los mecanismos geométricos de la razón se revelaba, en la práctica, de connotaciones mágicas. Los políticos aparecían revestidos del aura de la respetabilidad: honrados, serios y sabios. Inconscientemente, el mundo de lo onírico fue utilizado instrumentalmente para el fortalecimiento de la racionalidad. Pero la magia ha desaparecido ya, al fin y al cabo una lógica más del proceso revolucionario. Y, completamente desnudos, no sólo aparecen ridículos y fatuos, se les considera también sospechosos.

Las sospechas conducen a la investigación, proceso en el que actualmente vivimos: en toda España se están estudiando medidas de transparencia y control. En el fondo, nos comportamos como los inquisidores de otros tiempos: la oscuridad sería pecado. Bien lo expresaba León Meurín, S.J., Arzobispo-Obispo de Port-Louis: ‘La luz ha venido al mundo, y los hombres quieren más las tinieblas que la luz, porque sus obras son malvadas. Pues quien hace el mal odia la luz y no viene a ella, para que no se le acuse por sus obras. Pero el que cumple con la verdad se acerca a la luz, para que sus obras sean manifiestas, pues se hacen en Dios”. Por tanto, todo lo que concierna a los diputados debe ser conocido.

Perfecto, siempre que la opinión pública no se convierta en un inmundo carcelero. La policía de una dictadura somete al detenido a tratamiento permanente de luz. Está enferma, le obsesiona el pecado. A las sociedades inquisitoriales les preocupa la pureza: bien provenga de Dios o de los hombres. Pero, al final asfixian, y nadie sujeto a continua sospecha será capaz de representarnos bien.

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