sábado, 29 de septiembre de 2012

Pura patología I

Érase una vez que se era una Comunidad, de las denominadas de manera algo cursi históricas, cuyos ciudadanos se dedicaban sistemáticamente a silbar el himno nacional español y al Jefe de su Estado. No se trataba de una cosa aislada, se había convertido en un fenómeno masivo y tan corriente que todo el mundo era consciente que en cualquier acto público se iba a producir. Para más inri, cuando en una ocasión a un realizador de televisión se le ocurrió disminuir el volumen de la retransmisión fue inmediatamente acusado de recibir órdenes de un inmundo represor. El pobre Jefe de ese Estado no solamente nunca les había hecho nada, para colmo había tenido la infeliz ocurrencia de casar a una de sus hijas con un señor, que no tenía otro mérito que el de jugar con un equipo de balonmano del lugar.

Se trataba de una comunidad unida desde tiempos remotos al resto del estado, y en los modernos, desde finales del siglo XV, una bagatela al fin y al cabo, se hallaba integrada en el seno de una misma personalidad jurídica internacional. En el XVIII, sus ciudadanos se dividieron en una guerra fratricida entre dos bandos, austracitas y borbones, dando lugar la victoria de estos últimos a una visión de la historia según la cual por razones de pura venganza las libertades de ese país habían sido suprimidas, iniciándose una dominación colonial que habría persistido hasta nuestros días. Olvidaban el pequeño detalle de que la eliminación de tales fueros fue una consecuencia obligada del paso de una sociedad estamental a otra burguesa. La verdad es que no era muy difícil saberlo, bastaba con mirar al otro lado de los Pirineos, pero les daba pereza hacerlo.

Era un país que, desde los inicios de la revolución industrial, había adquirido un nivel de riqueza y bienestar muy superiores a los del resto del Estado, en gran medida gracias al esfuerzo de innumerables extremeños y andaluces que se habían trasladado allí en unas condiciones laborales que nunca podrían calificarse de explotación so pena de recibir todo tipo de escandalizadas descalificaciones.  De manera bien curiosa, a pesar de todo esto, los habitantes de dicha  comunidad proclaman a grandes voces que están dolorosamente hartos del desprecio español, en consecuencia se niegan a aportar un duro a las arcas estatales, pues lo de la solidaridad les parece una malévola invención imperialista.

Se trata de Cataluña, país al que siempre había admirado, entre otras razones, por su cosmopolitismo y modernidad. También soy del Barça, desde que tenía ocho años y perdimos con el Benfica. Ahora deliran, me voy a tener que olvidar de Kubala y Ramallets pues unos aguerridos y algo enfermos nacionalistas me los quieren quitar.

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