sábado, 14 de enero de 2012

Cansancio vital

Pasan los años y te ves cada vez más débil, más solo, más triste. Te dirán que también más sabio, pues la ancianidad lima las pasiones y genera conocimiento. Siddharta al final de su vida se convierte en barquero: el río es eterno, fluye constantemente pero sigue igual. Llega un momento en que el hombre quiere fundirse con la naturaleza y dejarse morir, es consciente de que no puede hacer nada para resistir. Es cierto, el tiempo te enseña a ser prudente y a adoptar posiciones relativas, pues todo depende de la perspectiva en la que estés situado. No hay ningún mérito en ello, lo que ocurre es que has perdido vitalidad y no tienes fuerza para luchar. Los viejos están dominados por el impulso de tánatos, y la muerte no es ni sabia ni torpe, constituye un hecho natural.

Es un error confundir el cansancio con la tolerancia. Un anciano puede transformarse en un ser maniático, incluso en un cascarrabias, pero difícilmente será un fanático por la sencilla razón de que la violencia es una nota que sólo cabe predicar de la juventud. Spengler comparaba el devenir de las civilizaciones con el vuelo de una bandada de pájaros. No sirve de nada la observación de un ejemplar individual, es el conjunto el que se mueve con un sentido que proporciona la totalidad. Nacen y mueren una vez y otra vez, y así hasta la eternidad; desempeñando cada uno de ellos un papel que nadie sabe quién lo ha escrito. Los seres humanos nos comportamos en la misma forma, nos creemos libres cuando no hacemos otra cosa que desempeñar una función ya establecida. Y así, actualmente, los europeos presumimos de progresismo y comprensión cuando lo que nos ocurre es que estamos viejos.

Uno de los momentos artísticos más deliciosos de Occidente tiene lugar con el rococó: la contemplación de los cuadros de Boucher o Fragonard no sólo inspiran belleza, reflejan también una sociedad que quiere divertirse y ha aprendido a no tomarse demasiado en serio. Al fin y al cabo, sólo la estética, un erotismo simplemente pícaro y la filosofía merecen la pena. Los aristócratas se burlan de sí mismos y, siguiendo a Madame de Châtelet, buscan obsesivamente la felicidad, pues lo demás da igual. No se daban cuenta que representaban un mundo caduco, Robespierre sin misericordia los llevó a la guillotina.

Todas las civilizaciones mueren, y paradójicamente lo hacen cuando han llegado a su plenitud. Nuestro nivel de riqueza y bienestar es muy superior al de cualquier otra época, además vivimos en un mundo esencialmente justo: el poder es de las masas, es decir de todos y cada uno de los ciudadanos. Somos capaces también de ponernos en lugar de los situados al otro lado de la frontera, de los bárbaros. Las campanas están sonando por nosotros.

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