martes, 28 de julio de 2009

Un país duro

Se preguntaba Kenneth Clark, en el prólogo a su obra “Civilización”: ¿qué ha hecho España por ampliar la conciencia humana y colaborar al progreso de la humanidad? Y concluía que la respuesta “no es clara…ha sido sencillamente España”. Confieso que, durante años, esa afirmación me llegó a preocupar, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía un carácter aislado. El gran historiador Ernst H. Gombrich al analizar el episodio que siempre hemos pretendido que nos defina como nación, el descubrimiento y conquista de América, se atrevió a decir que se trataba de un suceso “tan terrible y vergonzoso, para nosotros los europeos, que prefiero no hablar de él”.

En el imaginario occidental, especialmente en su literatura, España ha sido siempre un país supersticioso a merced de la Inquisición. Con un ejemplo nos basta, “El pozo y el péndulo “, de Edgar Allan Poe. Cuando, en los tiempos de la II República, una nueva generación de intelectuales nos hizo objeto de análisis, la apreciación se reforzó. Si se lee a Henry Buckley, por ejemplo, cabría pensar que no era posible entendernos sin hacer referencia al analfabetismo, la fiesta de los toros, las procesiones religiosas con toques que hacían pensar en prácticas propias del mundo musulmán, la ignorancia generalizada, la falta de higiene...

Pero, sobre todo, si hay algo que pueda dolernos especialmente es la idea extendida de que nuestra característica nacional es la crueldad. Así, Henry de Montherlant llegó a afirmar que la piedad era una virtud de la que carecían nuestros compatriotas. Nunca podré olvidar que, hace muchos años, al pasar por el Parque García Sanabria, en Santa Cruz de Tenerife, a la salida del colegio, oí como una joven extranjera se revolvía contra un hombre que al parecer la había atacado gritándole con odio: ¡español!Para ella, serlo, constituía en sí mismo algo vergonzoso. Para mi desazón todas las lecturas infantiles, desde el Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, me habían confirmado que se nos consideraba al margen de Europa.

Ciertamente, es absurdo sentir ningún género de complejo, basta con considerar nuestra aportación al arte y la literatura para alejar cualquier temor. Pero no puede haber ninguna duda de que somos un país difícil. Aquí no se combate al adversario político con ideas, se prefiere mandarlo a la cárcel. La televisión nos confirma que no estamos acostumbrados a discutir sobre el mayor o menos vigor de la cultura occidental, las razones que justificarían una distinta estructura territorial o la crisis del parlamentarismo. No, de lo que se trata es de aportar las suficientes pruebas para llevar a prisión al mismo lucero del alba, llámese Camps, Bárcenas o el socialista de turno, da igual. Por este camino, seguiremos siendo igual de brutos y poco sabios.

martes, 21 de julio de 2009

Medicina defensiva

¿Alguien puede seriamente creer que el accidente ocurrido en el Gregorio Marañón tiene un carácter excepcional? Desde luego, no. Su difusión obedece al carácter mediático de la muerte de Rayan, y al hecho de que, inteligentemente, la Comunidad de Madrid, al objeto de eludir responsabilidades, probablemente ordenó a la dirección del hospital que revelaran lo ocurrido. Pero el ejercicio de la medicina supone una práctica científica que no puede avanzar sin el error. Día tras día, tomamos decisiones equivocadas en cualquier profesión; y es normal, lo que ocurre es que todo cambia si lo que está en juego es una cuestión vital. Las sociedades modernas, infantiles por esencia, creen que poseen derechos sobre la salud y la enfermedad, lo que es una estúpida ilusión: la muerte no se anuncia con antelación.

En mi ya lejana infancia, en el Tánger de los años sesenta, aquejado de una “seca” en la pierna que prácticamente me impedía andar, acudí al célebre doctor Mani, de origen hebreo, al que mi tía, que me acompañaba, describía como un hombre tan venerable, que más que médico era un mago. Efectivamente, bastó que tocara el tumor para que se abriera sin dejar rastro; volví a casa completamente curado. Muy posiblemente, Mani también cometía errores pero a ningún paciente se le hubiera ocurrido exigirle responsabilidades, pues su relación estaba dominaba por la fe. Si fallaba, a lo mejor es que tú no habías tenido la necesaria. La vulgaridad científica actual llamaría a esto un “placebo”.

Desde que avispados abogados norteamericanos empezaron a acudir a la puerta de los hospitales para animar a los pacientes a interponer todo tipo de demandas, engrosando de paso sus bolsillos, las cosas han cambiado. La asistencia sanitaria ha devenido estrictamente contractual: Si no te curas, el culpable deberá pagar, da igual que sea el doctor, la enfermera, o la dirección del centro. Como consecuencia, la medicina se hace defensiva, convertimos a los médicos en burócratas que siguen miméticamente unos protocolos llamados a cubrirse las espaldas frente a las compañías de seguros. El “ojo clínico” y la genialidad son peligrosos, no constituyen coartada suficiente ante los tribunales de justicia.

Se diría que con esto racionalizamos la práctica médica, sin darnos cuenta que en cuestiones de salud lo fundamental ha sido siempre el tacto y la humanidad. Obligamos a los enfermos a análisis, la mayoría innecesarios, y les hacemos firmar formularios y formularios que más valdría no leer si quieres someterte a una operación con un mínimo de tranquilidad. Al paso que vamos, los antiguos doctores desaparecerán sustituidos por máquinas seguras carentes de sensibilidad, que también fallarán.

martes, 14 de julio de 2009

Regalo envenenado

Es asombroso comprobar como este país se dedica a pontificar sobre los extremos más complejos sin tener el menor conocimiento de nada. Cuando se trata de noticias relacionadas con el mundo del derecho, los disparates llegan a extremos próximos al delirio. Hay que ser muy osado para opinar sobre cuestiones que están sub iúdice, tienen carácter técnico y, para colmo, están amparadas por el secreto sumarial, haya sido levantado o no para las partes. Filtrar su contenido es siempre ilícito, carece entonces de garantía alguna de fiabilidad.

El simple hecho de hablar sin saber es malo, pero aún lo es más si se hace sobre cuestiones nada vulgares, que requieren conocimientos especializados, y que, si se difunden sin cuidar los matices, siempre relevantes en derecho, pueden producir daños irreparables para la dignidad de los que comparecen ante el Juez. En el caso que afecta al presidente de la comunidad valenciana, aparte del deleite con el que los informadores presumen de conocer que se trata del denominado “cohecho impropio” (soplado por al amigote abogado de turno), la mayoría de lo que se oye es absurdo. Suponiendo que lo transmitido sea cierto, y es mucho suponer, hay una serie de cuestiones elementales:

Primero: El artículo 426 del Código Penal tipifica, es decir, describe como delito, la conducta de la autoridad o funcionario público que admitiere regalo en consideración a su oficio, o para la consecución de un acto no prohibido legalmente. No se requiere finalidad ilegítima alguna.

Segundo. El bien jurídico protegido, lo que se pretende con el tipo delictivo, es el mantenimiento de la confianza pública en que los funcionarios ejerzan sus responsabilidades sometidos exclusivamente al imperio de la Ley, y no dependan de los privilegios, regalos o trato de favor de los particulares. Si los aceptan, por el simple hecho de hacerlo, incurren en delito, pues infringen una prohibición cuya razón última es moral.

Tercero.- La jurisprudencia ha aclarado de sobra que los presentes de cortesía, establecidos por la convivencia y la costumbre, no forman parte del tipo. Lo de las anchoas es una tontería sin base. El sentido común sabe distinguir unos casos de otros.

Cuarto. Sin embargo, un regalo de un amigo no está hecho en consideración al oficio. Todo lo contrario, su razón de ser es la persona, no el cargo, y aquí puede estar la cuestión. De todas maneras, hay amistades nada recomendables, sobre todo las dedicadas a tejemanejes y líos, que hay que evitar cuando se ejercen funciones públicas.

martes, 7 de julio de 2009

El desfile de los niños

No es infrecuente que las sociedades humanas hayan sido dirigidas por niños. Hay muchos ejemplos, algunos reflejan fuertes paradojas, como el del III Reich: Un régimen sanguinario protagonista del holocausto, una guerra mundial y el sacrificio de millones de seres en función de ideas irracionales sobre la raza y la nación. Sin embargo, nadie ha sabido describirlo mejor que Charlot, en el Gran Dictador, un simple imbécil creyéndose el amo de un mundo. con el que se divertía en jugar. Pero donde se refleja con perfección su esencia es en las paradas, las militares y las del partido. Leyendo un libro de Richard J. Evans encuentro muchas fotografías de ellas, en primera fila Hitler, Goering, Hess, junto con otros jerarcas menores, con correaje, botas altas y uniforme de la organización, se pasean con mirada arrogante.

La mayoría son cuarentones, calvos, y barrigudos, no se dan cuenta, todo lo contrario, se comportan como gallos en busca de pelea. Enseñan con orgullo sus crestas nacientes ante un público enfervorizado, que les aplaude desde las ventanas. Están expresando, sin saberlo, la más elemental manifestación de la inmadurez sexual: la del exhibicionismo. Muestran universalmente sus encantos, se creen más potentes, interesantes, incluso bellos, que nadie. Y este género de bobos decidió la suerte de la humanidad durante décadas, así nos fue. Leni Riefenstahl, al filmarlos, quiso tratarlos como Dioses, no percibió que, el paso del tiempo, pondría de relieve su infantilidad.

En muchas ocasiones, los mayores desastres son protagonizados por niños, precisamente, porque no han tenido tiempo para reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Ni tampoco para moderar los instintos primarios de destrucción y crueldad; el valor de la vida humana sólo lo pueden apreciar los seres que han experimentado los sentimientos necesarios para conocer el sufrimiento de los demás. Los que son capaces de darse cuenta de que, en el fondo, nadie vale demasiado, todos morimos desamparados y solos: las crestas quedan ridículas.

El exhibicionismo erótico ha desaparecido ya de nuestra política, ciertamente no demasiado, si se tiene en cuenta la personalidad de Sarkozy. Pero los niños siguen dirigiéndola, lo hacen más que nunca, lo que ocurre es que su inmadurez es ahora fundamentalmente mental: así más de un ministro de defensa no ha oído hablar jamás de Clausewitz, y sitúa a la antigua Könisberg en las antípodas, si es capaz de colocarla en algún lado. Los Presidentes de Gobierno, por otra parte, tienen una visión cultural no superior a la del general Custer, con una diferencia de importancia: preferirían verse en el papel de Caballo Loco. Los indios son ahora los buenos.