martes, 28 de abril de 2009

Una sociedad franquista

¿Qué hubiera pasado, si al comienzo de los años setenta, Franco hubiese convocado unas elecciones libres? Casi con total seguridad, las hubiese ganado por mayoría absoluta salvo en Vizcaya, Guipúzcoa y, tal vez, Barcelona. Desde que los beneficios del desarrollismo comenzaron a ser percibidos por la población, las veleidades oposicionistas desaparecieron por completo del mapa político. Los militantes del Partido Comunista, única organización que mantuvo la resistencia a nivel nacional durante toda la Dictadura, fueron siempre conscientes de que carecían de la suficiente base social. Personalmente, cada una de las salidas de prisión les ponía de manifiesto su aislamiento y la hostilidad del entorno.

La convulsa España de los años treinta, semillero de ideas alternativas sobre la organización política y de subversión, desapareció de las conciencias. La superestructura ideológica del régimen franquista había sido aceptada por casi todos: el respeto a la jerarquía, el orden, la paz social, la unidad del Estado y los valores religiosos fueron asumidos e interiorizados, quienes los pusieran en cuestión quedaban fuera del sistema. El país se sintió tan a gusto con Franco que, todavía en 1981, y sin necesidad de que nos lo recuerde el interesante libro de Javier Cercas,“Anatomía de un instante”, la inmensa mayoría de la población permaneció atrincherada en su casa, sin moverse, durante la jornada del 23 de febrero a la espera de su resultado. Y, para colmo, cada vez es más evidente que una parte importante de nuestra clase dirigente, aunque fuera por simple imprudencia, alentó a los golpistas. Una vergüenza.

De repente, en pocos años, nuestra sociedad parece haberse vuelto liberal y social demócrata, el franquismo debió haber tenido lugar en otro país. Ahora todo el mundo se ha hecho tolerante, respeta el pluralismo cultural, rechaza las imposiciones de la Iglesia, defiende la paz y no la guerra y está abierta a las diversas manifestaciones de la sexualidad. Además, le repugna tanto el sistema anterior que considera impúdico que en las calles puedan subsistir vestigios de su presencia, la transformación ha sido milagrosa. ¿No será que, en el fondo, no ha cambiado nada? Antes que un orden de ideas, el franquismo era una actitud vital, la de la conformidad.

Aquí nadie quiere asumir riesgos, desde la contrarreforma se acepta que el pensamiento es peligroso, y oponerse más. Sobre todo, mientras nos lo den todo hecho, la economía permita vivir y existan Nadales o Alonsos capaces de distraer. Si mañana reviviera el universo comunista, y se impusiera por decreto, todos se harían del partido y, además, presumirían que lo habían sido desde siempre.

martes, 21 de abril de 2009

Orwell y el aborto


¿Y si defender el aborto fuese reaccionario? Como le gustaría explicar a Lakoff, para justificar una idea resulta conveniente situarla en un marco aceptado por todos. Así, quienes preconizan la interrupción voluntaria del embarazo, han conseguido asociarla con la defensa de los derechos de la mujer y el ejercicio maduro y consciente de su libertad. Si te opones, te colocas al lado de represión, del machismo y la sinrazón. La batalla del progreso la tienen ganada, entonces, desde el principio, los abortistas. Orwell sabía de qué hablaba cuando advertía que las sociedades totalitarias se hacen dueñas del lenguaje. Sin embargo, sus planteamientos pueden ser discutidos y, precisamente, con los mismos argumentos utilizados desde siempre por los revolucionarios.

Desde el Eros y civilización de Herbert Marcuse, sin necesidad de remontarse a Sigmund Freud, todos los europeos saben que la sexualidad es una dimensión necesaria de la personalidad, y que su represión no produce más que tormento, rareza y enfermedad. Mayo de 1968 dio lugar a una explosión revolucionaria en este sentido, que no tiene vuelta atrás. Igualmente, desde los años veinte del pasado siglo, bastaba con haber leído a Jean Rostand, las personas cultas eran conscientes de que la mujer es un ser biológicamente superior al hombre. Nadie sensato discute tampoco sus derechos al dominio de su cuerpo y a la autodeterminación. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el aborto?

Cuando hablamos de este tema, nos referimos al valor superior y esencial de cualquier sociedad democrática: la vida. Las revoluciones decimonónicas proclamaron que la misma, junto con la búsqueda de la felicidad, constituían derechos elementales y primarios que no podían ser limitados por consideraciones políticas o conveniencias del poder. Venía a suponer todo un símbolo: el del respeto a la profunda dignidad de los seres humanos. Es cierto que ni siquiera ella tiene un carácter absoluto, puede entrar en colisión con otros bienes dignos de protección: esencialmente, en el caso del aborto, la vida y salud de la madre, incluso la psíquica, tan importante en los supuestos de violación, así como la viabilidad del feto. Todos estos casos reflejan conflictos que han sido abordados continuadamente por el ordenamiento jurídico, y la aceptación del aborto en ellos no supone ninguna novedad.

Pensar que más allá cabe legislar, es posible desde un punto de vista intelectual, en una sociedad libre se puede discutir de todo, pero es absurdo partir a priori del carácter progresista de su defensa. Han sido siempre las ideologías más represivas y autoritarias las que han sido capaces de subordinar la vida a otros fines.

lunes, 13 de abril de 2009

Otro 14 de abril

Poéticamente, decía un conocido escritor que de todas las historias que en el mundo han sido la de España es la más triste porque termina mal. Por lo menos con respecto a la II República, su afirmación es cierta. Nació como una expresión patriótica en el sentido de Azaña, es decir, como la forma de aumentar “el caudal de belleza, de bondad y de libertad, en suma, de cultura que nuestro país aporta como testimonio de su paso por el mundo”. Llenamos el mundo de palabras: las de Max Aub, Ramón J. Sender, Arturo Barea, Antonio Machado y tantos otros…

Y fueron tan hermosas que, al ser derrotados, los vencidos se atrevieron a increpar a sus enemigos, a la manera de León Felipe: “Tuya es la hacienda, la casa y la pistola. Mía es la voz antigua de la tierra. Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo, mas yo te dejo mudo...¡Mudo!” Porque ellos se llevaban la canción. Para muchos ciudadanos de la época, la República significó pura y exclusivamente la victoria de la estética. No es nada extraño que, en sus comienzos, jugara papel protagonista una Agrupación intelectual compuesta de nombres de la talla de Ortega, Marañón o Pérez de Ayala.

En el ideario romántico de la época, solamente quienes tuviesen el “alma de charol y de plomo las calaveras” eran capaces de oponerse al orden de valores republicano. Sin embargo, todo acabó mal, con una guerra en la que unos y otros se mataron con una crueldad que ha llevado a algunos hispanistas a decir que ante la historia de España, como la de Rusia, sólo es posible sentir vergüenza. No siempre es verdad, la tragedia encierra grandeza, la que inspira, por ejemplo, el suicidio de centenares de combatientes en Alicante desesperados por la imposibilidad de encontrar barcos para el exilio, o la muerte en la cárcel de Miguel Hernández, escribiendo “nanas de cebolla” para su hijo recién nacido, o la de Antonio Machado por tristeza y desesperanza.

Han pasado cerca de 80 años, prácticamente ya no queda nadie, o casi nadie, de la época, sin contar a Santiago Carrillo que debe haber pactado con la eternidad. Sublevados y leales comparten ya el mismo mundo de estrellas que soñó Azaña, han muerto. Sus nietos no parecen haber heredado grandeza alguna: no conocen, ni les interesa, la historia de la época, no han leído “La forja de un rebelde” ni “Crónica del alba”. No saben quiénes puedan ser Hugh Thomas, Georges Bernanos, Henry Buckley o Gabriel Jackson, pasan de ellos. Eso sí, se dedican al deporte de excavar fosas y fosas para desenterrar cadáveres, y no se dan cuenta que el alma de los muertos desprecia sus huesos, transciende de ellos, para dirigirse al único reino en el que ya no hay asesinos: el de los sueños.

martes, 7 de abril de 2009

Sospechosos

Hace mucho tiempo que nuestra sociedad sabe que todo poder es susceptible de ser utilizado con abuso. También que no es posible vivir en democracia sin aceptar que quienes nos dirigen deben someterse a estricta vigilancia. Si prescindiéramos de ello, legitimaríamos la vuelta de la tiranía. Cabría preguntarse, sin embargo, si resulta normal convertir sistemáticamente en culpables a todos los que se dedican a las funciones públicas. ¿No estaremos, so pretexto de la libertad, actuando como modernos inquisidores?

Es verdad que el ejercicio de un poder no puede ser concebido como un privilegio, implica una responsabilidad. El riesgo de la falta de control es que sus titulares lo utilicen en beneficio propio. Y como quiera que los hombres no son perfectos, sería necesario someterlos a permanente seguimiento, pues como dirían los clásicos toda institución que no suponga al poderoso corruptible es viciosa. No se trata de una extraña tara, es que su naturaleza es frágil y si se le ofrecen ventajas, o armas distintas a las del resto de sus conciudadanos, existirá un alto porcentaje de posibilidades de que termine considerándolas como propias. El desempeño de cualquier función pública debe tener entonces su carga. Quien no la quiera abonar que se quede en su casa, a nadie se le obliga a lanzarse al ruedo.

Así razonaron los defensores clásicos de la libertad de expresión, y lo hicieron en forma impecable. Como diría Stuart Mill, “silenciar cualquier discusión implicaría una presunción de infalibilidad”, cuando no hay nadie infalible y perfecto. Pero hay límites, y es dudoso pensar que quienes formularon tales ideas hubiesen avalado la situación de acoso en la que vive nuestra clase dirigente. Entre otras razones, porque las personas valiosas preferirán dedicarse a la vida privada antes que convertirse en objeto permanente de las cámaras. De seguir así, sólo los que no sirvan para otra cosa se ocuparán de la política. Lamentable, pues el infantilismo y la demagogia sustituirán a los planteamientos ideológicos y la brillantez, lo que está ocurriendo ya.

Cierto, debemos expulsar a los corruptos de la política, pero la mayoría de los que se ocupan de esa tarea destacan por su capacidad de trabajo y sencillez. Es verdad que son cada vez más vulgares y menos cultos, pero los que participan en el debate público deberían ser conscientes del peligro que supone la generalización de la sospecha. No lleva más que al desencanto y la abstención, nadie querrá que le den tortas en un ring. Lo importante son las ideas, además todos tienen derecho a la presunción de inocencia, también los políticos. Desgraciadamente, la historia ha tenido siempre necesidad de malignas brujas.