martes, 30 de septiembre de 2008

El gran fraude

La civilización occidental, por lo menos a partir de la Revolución francesa, no podría entenderse sin la consagración de la libertad de expresión. Un “robusto y desinhibido debate”, en palabras del Tribunal Supremo norteamericano, será la condición necesaria para un pueblo libre. Su defensa vino rodeada además de estética, basta comprobar la forma en que lo hace Alexander Meiklejohn: “Cualesquiera que puedan ser las inmediatas ganancias y pérdidas, los peligros para nuestra seguridad provenientes de la represión política son siempre más grandes que los derivados de la libertad. La represión es siempre torpe. La libertad siempre sabia…”.

La censura resulta ineficaz, ¿para qué? No es necesario desechar ningún pensamiento, por malvado o incorrecto que pudiere parecer. Si se le somete a las leyes del mercado, que también rige en el terreno de las ideas, será éste el que terminará indicando cuáles son los que merecen rechazo social y no pueden mantenerse. Es muy simple: Mediante el intercambio de opiniones los hombres se proporcionan información y, al final, la verdad terminará por imponerse sobre el error. Una conclusión optimista, de orígenes claramente puritanos, que no puede sostenerse más que sobre la certeza de que Dios no abandonará a los suyos. Y es que el universo cristiano, su mundo de valores, ha impregnado la cultura occidental hasta en sus manifestaciones consideradas más laicas y de progreso. Sea como fuere, gracias a ello, la ciencia y la investigación están a punto de conquistar las estrellas. Ya no hay vuelta atrás, sería imposible por la multiplicidad de canales de comunicación.

Sin embargo, esas libertades han traído otras consecuencias no tan positivas: Como advertía Suart Milll, la disminución de la originalidad está siendo el resultado más claro del progreso. La pérdida de la individualidad no es más que la consecuencia de la imposibilidad de mantener reductos reservados, cerrados a la posibilidad de conocimiento. Lo que ocurra en la esfera pública, en la que se incluye todo lo que tenga interés por íntimo que pudiera ser, va a ser conocido por la ciudadanía. Y si antes podías terminar en la cárcel, lo que no dejaba de ser un honor, por tu heterodoxia, ahora el riesgo es mucho mayor: la exclusión social. Si hasta la forma de amar es condicionada por la televisión, dejarás de tener una existencia diferenciada. Para los puritanos el secreto era pecaminoso, y utilizando los argumentos del pensamiento liberal consiguieron sacarlo a la luz del sol. Pero si todos somos ya iguales, ¿para qué la libertad?

lunes, 22 de septiembre de 2008

El Partido único español

Los partidos nacieron como un instrumento para facilitar la expresión de las ideologías contendientes, hacer propaganda de las mismas y movilizar al electorado con el objetivo de conseguir la mayoría en las Cámaras. Constituyen un fenómeno de los siglos XIX y XX íntimamente ligado a sus convulsiones revolucionarias; empezaron a tener sentido cuando hubo lucha política que desarrollar. En Occidente puede decirse que ya no existen, salvo grupos marginales carentes de presencia real, cómo va a haberlos cuando la propia Unión Soviética ha claudicado. ¿Qué diferencia sustancial hay entre un socialista y un demócrata cristiano en Alemania, o entre un laborista y un conservador en Gran Bretaña?

Podría deducirse que estas organizaciones han retornado a su primitivo carácter de grupos dirigidos exclusivamente a la obtención de poder e influencia. Los partidos actuales se han hecho intercambiables, incluso en sociedades caracterizadas desde siempre por su radicalización. Así, en España sería lícito sospechar que el Partido Popular hace tiempo ya que se ha rendido. Se suele decir que éste es un país de izquierdas, y lo demostraría la dificultad que tienen las fuerzas denominadas conservadoras para conseguir el triunfo electoral. Curiosamente, la reacción del PP no ha sido nunca la de combatir esta tendencia, lo que ha hecho es intentar adaptarse a ella. Habrán pensado que si para ganar hay que ser más avanzados que nadie, y renegar de los “señoritos”, deben ser los primeros en hacerlo.

Da la impresión de que se parte del temor de que la mayoría del electorado rechaza a priori los planteamientos intelectuales de fondo que caracterizaban a un partido de derechas. En consecuencia, los argumentos considerados progresistas no se discuten; la crítica se limitaría a incidir sobre la eficacia o competencia de la gestión gubernamental. La ideología habría desaparecido, sólo existiría administración…Una paradoja cuando, de manera callada, sin estridencias y sin formularse teóricamente, estamos viviendo en Europa, en España también, una auténtica revolución cultural. Todo se esta transformando: el concepto tradicional de familia, las relaciones Iglesia-Estado, la supervivencia de la Nación, el papel de los extranjeros en las sociedades de acogida, las técnicas de representación…

No obstante, parece como si lo “políticamente correcto” impidiera formular alternativas. Como todo lo nuevo se reviste de etiquetas humanitarias, recibe en la práctica un consenso unánime.

Es evidente que el modelo económico no se pone en cuestión, el Estado del Bienestar representaría la síntesis final de una lucha de siglos dirigida a combinar propiedad con igualdad. Pero la política no es sólo economía, aunque así lo pretendiera el mecanicismo marxista. Sin embargo, si lo único que interesa es la conquista de parcelas de poder personal, lo prudente es no remover demasiado las cosas, tampoco a nivel ideológico. El PSOE se estaría así convirtiendo, dentro de un mismo partido de orden, en su ala alegre dirigida a obtener mayores grados de liberación personal, y el PP en la triste que, sin atreverse a negar las pretensiones de la otra, refunfuña un poco sin manifestar una contundente oposición. Puede ser peligroso negarle a la gente su parcela de diversión…

Es verdad que, a cambio de la conformidad, los partidarios de unas y otras formaciones suelen dedicarse al insulto y la descalificación, pero en España eso es completamente normal: nuestra tradicional falta de estilo cuando lo que está en juego es el interés y la vanidad. Prescindiendo de esto, al fin y al cabo una incidencia, la lucha ideológica puede considerarse finiquitada. ¿Quién sigue ya las sesiones parlamentarias o, incluso, las tertulias radiofónicas que tanta expectación levantaban hasta tiempos relativamente recientes? La política no interesa, es evidente, pero gran parte de la responsabilidad se encuentra en las propias formaciones partidarias, que eluden cualquier intento de contradicción del modelo social que entre todos vienen construyendo.

A lo mejor es que, sin que algunos nos hubiéramos dado cuenta, se habría alcanzado ya el denostado “fin de la historia”. Mal asunto sería, pues los que se opusieren, más pronto que tarde, se convertirían en simples enfermos, y la verdad ponerse en manos de un psiquiatra producto híbrido del PSOE y el PP se nos antoja escasamente deseable.




lunes, 8 de septiembre de 2008

Causa general

Por desgracia, en este país es muy difícil encontrar grandeza moral, por lo menos la que demostró Manuel Azaña cuando en discurso pronunciado el 18 de julio de 1938, es decir, en plena Guerra Civil, pidió a todos sus compatriotas que pensaran en los muertos: “que ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón". Quienes albergaban, en medio del fanatismo y el horror, sentimientos de esta índole no merecían haber perdido. En plena lucha, rodeados de odio y horror, eran todavía capaces de pedir perdón, quienes les derrotaron desde luego no.

Sin embargo, han pasado cerca de setenta años. Todo lo que ocurrió forma parte de la historia, y en ella los hombres constituyen simples accidentes de un entramado global, pues desgraciadamente su rostro se ha desvanecido. Prácticamente, no quedan ni verdugos ni víctimas, y en los excepcionales casos en que todavía pudieran determinarse ¿cómo podría intervenir el Derecho? No se trata ya de la necesidad de mantener garantías elementales de un Estado civilizado, como el instituto de la prescripción o el principio de legalidad penal, es que sería imposible el desarrollo de cualquier procedimiento jurídico cuando ha desaparecido la más mínima inmediación a los hechos. Ya no podría buscarse una verdad en derecho basada en pruebas susceptibles de ser constatadas más allá de toda duda razonable.

El juicio final sobre lo realmente ocurrido pertenece únicamente a la Historia, pero entonces ¿qué pretende Garzón con sus diligencias? No parece muy sensato llevar a los tribunales las contiendas ideológicas; sería absurdo confundir la responsabilidad moral o política con la jurídica, que sólo puede determinarse mediante técnicas de esa clase, depuradas a través de un trabajo de siglos. Todavía más disparatado sería convertir el proceso en un circo por la simple razón de que lo estaríamos dejando en manos de charlatanes. En este país siempre hemos sido muy dados a las ejecuciones públicas sancionadas por el sacrosanto dedo del Inquisidor, pero eso queda fuera del ordenamiento jurídico, al menos de uno que se pretenda mínimamente moderno.

A estas alturas, lo único que podría reconocerse, como ha señalado un conocido hispanista, es que a veces España sólo inspira vergüenza. Da la impresión de que en el fondo todos quisieron ir a la guerra. Muchos años después de la misma, el bondadoso cardenal Vicente Enrique y Tarancón recordaría: “Creo que llegamos todos a convencernos de que el problema no tenía solución sin un enfrentamiento en la calle. Durante meses creo que toda España estaba a la espera de lo que iba a ocurrir. Media España estaba contra la otra media, sin posibilidad de diálogo. Habían de ser las armas las que dijesen la última palabra…Lo cierto es –hay que confesarlo con honradez- que todos confiábamos entonces en la violencia y juzgábamos que ésta era indispensable, echando, claro está, la culpa a los otros”.

En cualquier caso, los republicanos que se opusieron al Alzamiento defendieron la separación de la Iglesia y el Estado, la esencial igualdad de los hombres así como un orden social justo que mejorase la suerte de la clase obrera y eliminase la miseria en el campo, la liberación de la mujer, la generalización de la cultura y la enseñanza y la identificación con los países más próximos de la Europa occidental. El discurso ideológico de los sublevados era, en cambio, exclusivamente defensivo: la conservación de la “España eterna”. A la altura del siglo XXI, ¿es posible dudar entre ambos modelos? Desde luego no, al menos desde la estética. En este aspecto, el de la belleza de las formas, los sublevados no pudieron competir jamás con los republicanos.

En el terreno de las palabras, la inteligencia y la sensibilidad, su victoria fue indudable. Sin embargo, perdieron la guerra, y muchos de ellos fueron objeto de crimen y persecución. Desgraciadamente, sus verdugos no fueron nunca castigados. Pero ya no es racionalmente posible que intervenga el derecho, dejemos todo, entonces, en manos del tranquilo trabajo de los investigadores. Parece, al menos, más sensato.