domingo, 25 de febrero de 2007

¿Merecía la pena?

Decíamos hace bien pocos días en El Mundo que el sentimiento nacional constituye una creencia que se desarrolla en el tiempo, a través de un proceso íntimamente ligado con la psicología colectiva. Y nos preguntábamos que pasaría ¿si no surgiese en forma natural, si hubiese sido creado artificialmente por una clase política deseosa de aumentar sus niveles de poder o influencia? En Andalucía la afluencia a las urnas el pasado día dieciocho ha sido bastante menor del cuarenta por ciento y el voto afirmativo roza ligeramente el treinta del censo electoral. Desde un punto de vista legal, no cabe realizar objeción alguna a la legitimidad del nuevo Estatuto. A conclusión bien distinta habría que llegar si examináramos la cuestión en el terreno político.

¿De verdad el pueblo andaluz ha respondido favorablemente a la consulta? No basta con decir que los votos positivos se han acercado al noventa por ciento de los emitidos, lo que sería contundente, porque lo que realmente cuenta es que, aún así, suponen una pequeña minoría. Y un demócrata no puede permanecer impasible ante una abstención generalizada, que viene a poner de relieve que algo importante ha fallado. ¿Y si fueran los propios políticos? La verdad es que los partidos se han embarcado desde hace varios años en una cuestión que cuando se inició la transición afectaba exclusivamente a las naciones históricas del Estado español: Euskadi, Cataluña y Galicia.

Basta con conocer, un poco al menos, la historia del siglo XIX y de los comienzos del XX, para darse cuenta que en ellas, sobre todo en las dos primeras, existía un real problema nacional que el retorno del sistema democrático exigía resolver. Lo que se hizo entonces, probablemente más para mal que para bien, fue extenderlo mediante el denominado “café para todos”. Bien es cierto que, sobre todo desde la izquierda, se pretendía fomentar la participación, acercando el poder a los ciudadanos sin que ello viniera a implicar conciencia nacional de clase alguna. Por otra parte, la generalización autonómica tenía también una fuerte carga política en cuanto servía para debilitar los restos de un franquismo todavía fuertes en los ámbitos provincial y municipal.

Si las cosas hubieran quedado así, es decir, si las autonomías se hubieran limitado a profundizar la calidad de nuestra democracia probablemente todo hubiera sido distinto. Pero hacer eso hubiera implicado una madurez política que se ha demostrado no tener. Todo lo contrario, nos hemos deslizado por la pendiente del populismo, una manera de enfrentarse al electorado propia del peronismo, de Poujade y, en general, de quienes son incapaces de ofrecer alternativas ideológicas y se dedican a algo mucho más fácil, pero también extremadamente peligroso, el halago de los sentimientos más primitivos de las masas, la utilización de “agravios comparativos” entre comunidades y la creación de enemigos de la propia identidad: ¿Por qué Andalucía o Extremadura, o Alcorcón de los Ciruelos, va a ser menos que Cataluña? Hasta ahí podíamos llegar...

El nacionalismo ha sido siempre el instrumento ideal de los populistas, también por cierto de las personalidades totalitarias: ¿O es que Franco no lo era? Las masas, y no es necesario haber leído a Sigmund Freud o a Le Bon para saberlo, son enormemente primitivas, se mueven “por residuos ancestrales que constituyen el alma de la raza”: el terruño, la sangre, la familia. Una clase política cultivada, también decente, intentará alejarse de ellos, proponiendo ideas en vez de estereotipos. Sobre todo, cuando los mismos no estuvieran claramente fijados en el acervo mental de una comunidad. ¿O es que cabría afirmar en serio que, por ejemplo, en Andalucía o en La Rioja existía una conciencia nacional?

Desde luego todos son responsables. ¿Qué hace la derecha postulando un voto afirmativo cuando la generalidad de sus partidarios estaba convencida de lo contrario? No es posible seguir una consigna por miedo al fracaso o a la futura derrota electoral. Si lo haces, sembrarás entre los tuyos una desmoralización que sólo sirve para garantizar un papel de eterna oposición. Y la izquierda, sea cual fuere su calificativo, ¿desde cuando se ha vuelto nacionalista? No es necesario leer a Marx, bastaría con acudir a una de las más grandes novelas del siglo pasado, “Los Thibault”, para recordar que los partidos obreros se han caracterizado por todo lo contrario: la solidaridad y el internacionalismo. Por lo menos los andalucistas han sido coherentes...

Si nuestra clase política en lugar de atender a los problemas reales, y son muchos, que existen en España decide continuar con sus experimentos más valdría que nos declaráramos todos república independiente pero sin ellos. Llevaríamos hasta el final el más profundo sentimiento nacional, el de nuestra casa.




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